Mis cuatro abuelos fueron a prisión por sus convicciones socialistas en algún momento de las décadas de 1920 y 1930. Cuando yo era joven y vivía en Europa, autodeclarados socialistas gobernaban países democráticos como Francia o Italia. Como activista en los Jusos, la organización de juventudes del Partido Socialdemócrata Alemán, cantaba sinceramente cuando mis camaradas entonaban la Internacional al final de los mítines, y acababa cada interpretación con un ruidoso grito: “¡Vivan el socialismo y la libertad!”.
Con esos orígenes, me producen perplejidad tanto el miedo como la fascinación que la etiqueta del socialismo evoca ahora en Estados Unidos. Para alguien que ha crecido en una democracia que da a sus ciudadanos sanidad pública universal y una educación superior (prácticamente) gratis, la insinuación, frecuente en muchos políticos de derechas, de que esas políticas son peligrosamente “socialistas” y podrían degenerar en cualquier momento en un despotismo totalitario es sencillamente asombrosa.
Pero los terribles crímenes cometidos por países que se denominan socialistas –desde Alemania del Este en los años 50 a Cuba en la década de 2010– también hacen que sea escéptico con respecto a los izquierdistas que creen que abrazar esta etiqueta basta para explicar el tipo de futuro que quieren. Algunos miembros de los Socialistas Democráticos de América, por ejemplo, solo quieren emular a las democracias ricas que dan a sus ciudadanos un generoso Estado del bienestar. Pero otros buscan “abolir el capitalismo” o elogiar la dictadura venezolana. La diferencia es enorme.
Cualquiera que haya estudiado la historia de Europa –o, ya que estamos, la de América Latina– debería saber que algunos de los llamados socialistas construyeron sistemas que prácticamente no dejaban ningún espacio para la empresa privada y aplastaban las libertades políticas de los disidentes, mientras que otros combinaban las prestaciones gubernamentales con una robusta economía de mercado y el Estado de derecho. Lo que importaba no era que un partido o movimiento se llamara socialista, sino si reconocía el peligro de la autocracia, y principios cuidadosamente formulados que evitarían que fuera por el mismo camino que la Unión Soviética. Así que los activistas que aspiran a volver al socialismo mainstream, especialmente en un lugar tan difícil como Estados Unidos, deben al menos dejar claro qué quieren decir exactamente cuando emplean el término.
Por eso yo me sentía cautelosamente optimista cuando la campaña del senador Bernie Sanders anunció que el candidato daría un discurso importante sobre “Por qué el socialismo democrático es la única manera de derrotar a la oligarquía y el autoritarismo”. Después de utilizar durante años el término con la misma imprecisión que muchos de sus seguidores, pensé que Sanders explicaría por fin por qué es tan importante para él; qué papel desempeñaría el mercado en el sistema socialista que promete construir; y cómo puede proteger su proyecto político contra el riesgo soviético.
No puedo decir que cumpliera mis expectativas.
En los pasajes más emotivos de su discurso, Sanders argumentó con acierto que un robusto Estado del bienestar no está necesariamente en tensión con la libertad personal. Al contrario, el acceso a los bienes sociales y económicos básicos es una precondición para poder tomar decisiones reales.
¿Eres verdaderamente libre si no puedes ir al médico cuando estás enfermo, afrontar la bancarrota financiera cuando dejas el hospital?
¿Eres verdaderamente libre si no puedes permitirte la medicina que necesitas para seguir vivo?
¿Eres verdaderamente libre cuando te gastas la mitad de tus limitadas ganancias en la vivienda, y tienes que pedir dinero a un interés del 200%?
¿Eres verdaderamente libre si tienes 70 años y te ves obligado a trabajar porque no tienes pensión o suficiente dinero para retirarte?
Esta es una clásica crítica izquierdista del capitalismo irrestricto, y conserva gran parte de la fuerza que tenía en la época de Karl Marx. Sanders defendió de forma convincente la provisión universal de una atención sanitaria, la regulación de la industria financiera y generosas pensiones para la vejez. Pero no reconoció –en esta sección ni en ningún otro sitio– las formas en que la supresión de los mercados libres ha producido una distinta forma de opresión en el siglo pasado.
Prácticamente todos los movimientos socialistas decían abrazar la democracia, como hizo Sanders con una referencia superficial a la Bill of Rights. Lo que separaba, digamos, a los sandinistas de Nicaragua, que terminaron aplastando a sus oponentes políticos, de los socialistas franceses, que respetaban el derecho a disentir, era en buena medida su actitud hacia los mercados. Aquellos socialistas que nacionalizaban grandes partes de la economía, y que restringían severamente el funcionamiento del mercado, aplastaban la libertad de dos maneras. En primer lugar, hacían imposible que los ciudadanos participaran en la iniciativa económica privada. En segundo lugar, enseguida empezaron a abusar de su poder para eliminar la forma de vida de sus opositores políticos.
Esta historia hace más importante que Sanders sea claro con respecto al papel que imagina para el mercado en la sociedad que se propone crear. ¿Qué formas de iniciativa económica privada estarían permitidas? Después de escuchar su discurso de 40 minutos, yo no sabía nada más sobre este asunto básico. En vez de aclarar las cosas, la prolongada ambigüedad de Sanders sobre la naturaleza del socialismo que defiende se extendió ante mí como un mar de niebla.
Si Sanders fue cauteloso sobre los detalles de una economía “socialista”, se mostró totalmente desdeñoso con la idea de que un discurso sobre el socialismo y el autoritarismo debiera afrontar con seriedad la larga historia de los movimientos socialistas que han terminado en una dictadura. Desde su punto de vista, la amenaza de la autocracia llega exclusivamente de la derecha. Como en los años 30, “Estados Unidos y el mundo avanzan de nuevo hacia el autoritarismo”. Este peligro se ve impulsado por las “fuerzas de derecha de la oligarquía, el corporativismo, el nacionalismo, el racismo y la xenofobia”. La única respuesta que mantendrá el fascismo a raya es, lo has adivinado, el socialismo democrático.
Así, Sanders mencionó a Adolf Hitler y Benito Mussolini, pero se mantuvo en silencio sobre Joseph Stalin y Mao Zedong. Y aunque lamentó con razón las tendencias autocráticas de Vladimir Putin en Rusia, Xi Jinping en China, Mohamed Bin Salman en Arabia Saudí, Rodrigo Duterte en Filipinas, Jair Bolsonaro en Brasil y Víktor Orbán en Hungría, evitó mencionar a autócratas de izquierdas como Nicolás Maduro en Venezuela, Raúl Castro en Cuba, Daniel Ortega en Nicaragua, Emmerson Mnangagwa en Zimbabue o Kim Jong Un en Corea del Norte. De hecho, la única conexión entre socialismo y autocracia que Sanders estaba dispuesto a reconocer es la que existe en la enfebrecida imaginación de la derecha ignorante: criticó la “caza de rojos” en la que participan desde hace mucho los republicanos.
La implicación era tan clara como deshonesta: quien esperase un relato claro de las diferencias entre las ambiciones socialistas de Sanders y las de los regímenes socialistas autocráticos era un compañero de viaje de Richard Nixon, Newt Gingrich, John Boehner, Donald Trump y la Heritage Foundation.
A lo largo de los últimos meses, la senadora Elizabeth Warren ha lanzado una serie de ambiciosas propuestas para la reforma económica. Bajo sus planes, el sistema impositivo de Estados Unidos sería mucho más redistributivo. Los estadounidenses tendrían prestaciones mucho más generosas. Cada residente tendría la garantía de una atención sanitaria asequible. Y el Estado tendría una actitud mucho más activa para evitar la formación de monopolios.
Pero al margen de lo que opinemos de los méritos sustantivos de las propuestas de Warren, ha argumentado con sensatez que busca rescatar, más que enterrar, el capitalismo. (Hábilmente, denominó uno de sus planes más ambiciosos “Accountable Capitalism Act”, sobre un capitalismo que rinda cuentas.) Y ha articulado con claridad la idea de que el mercado tiene un papel importante en el país que espera construir. De hecho, muchas de sus propuestas tratan en la misma medida de que haya una verdadera competición en áreas como la tecnología como de la restricción de las operaciones de los mercados libres.
En este sentido, Warren es sucesora de algunos de los movimientos izquierdistas más exitosos del siglo xx. Los llamemos socialistas o socialdemócratas, figuras como el alemán Willy Brandt manifestaban con claridad los peligros de los mercados y hablaban de los peligros del autoritarismo de izquierdas.
Incluso en Estados Unidos, donde los horrores de los gulags y los asesinatos indiscriminados de Pol Pot siempre han parecido bastante remotos, los socialistas democráticos más elocuentes entendieron esta lección crucial. Para pensadores como Michael Walzer, la etiqueta de “socialista democrático” entrañaba el profundo reconocimiento de que la izquierda podía ser tan vulnerable a la tentación autoritaria como la derecha.
Un discurso serio sobre el socialismo y el autoritarismo se habría basado en el legado político de Brandt y el legado filosófico de Walzer. El discurso de Sanders era cualquier cosa menos eso: en vez de tomarse en serio la historia del socialismo, Sanders solo demostró que padece la misma ceguera hacia los fracasos de la izquierda que ha llevado a generaciones de políticos e intelectuales convencidos de su superioridad moral a celebrar algunas de las dictaduras más violentas de la historia.
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Yascha Mounk es director de Persuasion.