Oscurecida por las múltiples polémicas que brotan a diario, ahora el debate gira en torno a la puesta de largo de la alt-right patria con Vox y la negociación en Bruselas y una celda de Lledoners de los presupuestos generales del Estado, la renuncia hace unas semanas de Xavier Domènech a seguir al frente de la coalición de los comunes (Podemos + todo el colauismo) en Cataluña ha pasado desapercibida pese a la importancia que tiene en el tablero político catalán, pero también en el español. La dimisión de Domènech, que pasa a formar parte junto a Gemma Ubasart y Albano Dante Fachín del club de los líderes morados caídos prematuramente, pone en duda la solidez del proyecto de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, para construir el PSUC del siglo XXI y ser el partido hegemónico de las izquierdas catalanas; pero sobre todo pone en evidencia el fracaso de Pablo Iglesias en Cataluña.
El líder del partido Podemos parece no haber entendido la llamada cuestión catalana, por torpeza propia y seguramente por equivocados consejos. No hace tanto, Iglesias tuvo en su mano el liderazgo de la izquierda catalana de raíz federalista y/o autonomista, pero a las primeras de cambió se conformó con situarse a la sombra de los “comunes” de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, quien antes se apartó del espíritu que le llevó al gobierno de la capital catalana. “Sí se puede”, fue el grito de sus seguidores que abarrotaron sin banderas la plaza Sant Jaume para celebrar la victoria electoral. Iglesias también aceptó rápidamente asumir como propio el argumentario soberanista. Ese “derecho a decidir”, esencia del populismo rampante en diferentes rincones de Europa, que el nacionalismo convergente, antes de su mutación en PDECaT, hábilmente empezó a utilizar en 2010 para recuperar la hegemonía perdida tras dos legislaturas de gobiernos tripartito.
Iglesias se obstinó en sus primeros pasos en el tablero político catalán, y se sigue empeñando ahora, en calcar la estrategia que condujo a Iniciativa per Catalunya (ICV) de los gobiernos tripartitos a tener hoy un papel residual en la izquierda catalana. La misma tentación nacionalista que sedujo al PSC cuando llegó al gobierno de la Generalitat de la mano de Pasqual Maragall y cuyas nocivas consecuencias todavía sigue penando.
Si en muchas ocasiones Iglesias ha demostrado tener un fino olfato político, amén de capacidad de enmienda estratégica, no supo interpretar los mensajes que le lanzaron los cuatro mil entusiastas asistentes al polideportivo olímpico de la Vall d’Hebron el 21 de diciembre de 2014, en el primer mitin que dio en Cataluña cuando el “asalto a los cielos” parecía factible y cercano. Y no por falta de claridad: sonoros aplausos cuando habló de España como una patria compartida –“Yo soy de Vallecas y me siento en mi casa cuando estoy en Cornellá, L’Hospitalet o Nou Barris” y “nación de naciones”, ovaciones cada vez que Iglesias atacaba con dureza al nacionalismo catalán –“a mi no me veréis nunca abrazado a Mas”- o cuando sutilmente rechazó el referéndum de autodeterminación al defender una consulta para “cambiar todo”, educación, sanidad, inmigración, y no solo en el eje España/Cataluña.
A los que cubrimos habitualmente todo tipo de actos y festejos políticos en Barcelona, nos sorprendió la capacidad de movilización de Iglesias y los suyos. En torno a 3.000 personas se quedaron en la calle sin poder entrar, y el entusiasmo mesiánico que despertó entre los asistentes recordaba al de las viejas estrellas del rock (para ser precisos con nuestro tiempo deberíamos decir la atracción de los influencers). Fue toda una demostración de fuerza.
El público era metropolitano, de mediana edad, mayoritariamente castellano parlante, beligerante con el proceso independentista, más ex votante del PSOE o de Izquierda Unida (IU) que del PSC o ICV, y entre expectantes e ilusionados con un incipiente proyecto político que parecía capaz de batir en las urnas al PP de Mariano Rajoy en Madrid y al Ejecutivo de Mas en Cataluña. De aquella foto gráfica y sonora, Iglesias se quedó con muy poco o casi nada, dilapidando un caudal de votos que, en cambio, sí logró encauzar Ciudadanos con Inés Arrimadas en las sucesivas elecciones catalanas, tiñendo de naranja muchos de los barrios populares y municipios del antaño conocido como cinturón rojo de Barcelona. En cambio, Podemos se adentró alegremente en el laberinto identitario, donde siguen perdidos: en los días previos al referéndum ilegal Podemos llamó a la movilización en el referéndum ilegal del 1-O –previo a la declaración unilateral de independencia- como, en palabras de Iñigo Errejón, una “defensa de la democracia”.
Pagarían en las urnas poco después esta comunión con el secesionismo. En los comicios del 21 de diciembre al Parlamento catalán, presentados por los independentistas como un plebiscito al Estado, la coalición que integraba a todo el espacio de los comunes bajo las siglas de Catalunya en Comú y la candidatura de Domènech obtuvo únicamente nueve diputados. En cambio, logró ser la fuerza más votada en las dos elecciones generales cuando su discurso se centró en el eje derecha-izquierda, atacando al Gobierno conservador de Mariano Rajoy y los casos de corrupción del PP. La semana pasada en la Cámara catalana los comunes sumaron fuerzas con los grupos independentistas para, entre otras cosas, seguir embistiendo contra el Rey Felipe por su discurso del 3 de octubre de 2017, decisivo a la hora de parar el golpe separatista al orden constitucional; Iglesias, además, se ha autoelegido “delegado del Gobierno” para negociar en la prisión de Lledoners con Oriol Junqueras los presupuestos.
El error de Iglesias y su núcleo duro sí fue visto por algunos de los fundadores de la formación. “A mi me gustaría un Podemos que le hablase más a España y a los españoles y no solo a los independentistas, porque somos un partido de naturaleza estatal y español, con un proyecto político para España y para Cataluña”, declaró Carolina Bescansa en los pasillos del Congreso el 26 de octubre de 2017. Una llamada de atención a la que se sumaron otros destacados dirigentes del partido morado, como Luis Alegre, sin fortuna alguna.
Iglesias es un comunista clásico que, como tal, cree que todo lo que pueda derrumbar el sistema le acabará favoreciendo. Una premisa falsa y que le aleja de un objetivo inicial que parece haber olvidado: ser el presidente de España. Ondear la bandera de la identidad para las izquierdas, como subrayó en su momento Eric Hobsbawm (“las identidades colectivas se definen negativamente, es decir, contra otros… el proyecto de las izquierdas es universalista”, y hoy amplía Mark Lilla (“la izquierda se ha refugiado en la defensa de la identidad de algunos grupos y se ha olvidado de elaborar argumentos políticos complejos”) entre otros pensadores, desdibuja su discurso y lo aparta de la defensa de causas universales como la justicia social y la igualdad.
Iñaki Ellakuría es periodista en La Vanguardia y coautor de Alternativa naranja: Ciudadanos a la conquista de España (Debate, 2015).