Uno de los peores saldos de la politización, desde un punto de vista humanístico, es el valor distinto que se les da a las muertes. Todo relato político tiene muertes más trágicas que otras y muertos más valiosos que otros. En los casos de polarización política, este tratamiento diferenciado de la muerte puede llegar a extremos lamentables.
Las imágenes del momento de la explosión del ducto de gasolina en Tlahuelilpan, los aullidos de dolor, los gritos de angustia, los personas huyendo envueltas en llamas, me produjeron la misma sensación que el relato de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa: un terror seco, gélido, casi incapacitante. Sin embargo, a juzgar por las reacciones en las redes sociales y algunos comentaristas, mi caso habría sido más la excepción que la regla. Dependiendo de las simpatías políticas, los muertos de un caso fueron víctimas inocentes y los del otro caso se buscaron su destino.
No deja de sorprender la falta de empatía entre algunos ciudadanos hacia las casi cien personas que murieron en la explosión de Hidalgo, más cuando esa indiferencia y aun condena proviene de personas, entre ellas varios conocidos, que manifestaron su inquebrantable solidaridad con las familias de los normalistas de Ayotzinapa. Súbitamente se recuerda que la ley y el orden son factores importantes para la convivencia social y se insiste en que las víctimas de Tlahuelilpan murieron en la comisión de un delito. Por supuesto, entre estas personas sería muy impopular recordar que también los jóvenes normalistas se habían apoderado de algo que no era suyo poco antes de haber sido desaparecidos, y su trato a los choferes de los autobuses tomados podría constituir el delito de privación ilegal de la libertad.
El Ejército pasó, en muy poco tiempo, de ser el perpetrador de la desaparición de los jóvenes a ser una institución honesta rebasada por la turba saqueadora de combustible, cuando en ambos casos la constante parece ser su incapacidad operativa, en el mejor de los casos, o displicencia, en el peor, para proteger a la población.
Es inevitable que nuestras reacciones ante las tragedias y la muerte pasen a través del filtro de nuestras preferencias políticas, pero nos estamos acercando al momento peligroso en el que esas preferencias dejan de ser un elemento más en el cuadro, para constituir el factor determinante de nuestra simpatía, consternación o falta de ambas ante desgracias como la de Tlahuelilpan. Estamos cerca del punto de no retorno de la política de suma cero.
En una situación de suma cero, todo lo que no constituye una ventaja para nuestro campo es una ganancia para el adversario. En este marco, toda política pública, programa o acción de gobierno adquiere un carácter indivisible, total. Se entiende que la crítica, aun si esta se dirige a una parte específica y no cuestiona en lo fundamental el todo, es necesariamente un elemento desestabilizante de la oposición y, por ende, la autocrítica es una inaceptable concesión al adversario.
En este contexto hay que abordar las medidas del presidente López Obrador para combatir el robo de combustible. Existe una premisa que ha sido convenientemente ignorada por los partidarios del presidente: hay cosas buenas que se pueden hacer mal.
El presidente actuó con decisión al atacar un problema impostergable, a cuyo crecimiento contribuyeron, por acción u omisión, las autoridades de los últimos tres gobiernos federales, pero es muy posible que no haya previsto todas las consecuencias ni se haya preparado bien para atender los distintos escenarios, incluida la escasez de combustible en ciertas áreas. Ello se desprende de las diferentes versiones que ha dado AMLO sobre la existencia o no de la escasez y sus posibles causas, desde negar que hubiera desabasto hasta culpar a los constantes sabotajes en el ducto de Tuxpan a Azcapotzalco.
Sin embargo, desde los rincones más vehementes del lopezobradorismo, se insiste en que la lucha contra el huachicoleo es una epopeya patria en la que la valentía, entereza y sabiduría del presidente debieran llevar por fuerza al éxito total si no fuera por el sabotaje, la desestabilización y los ataques mediáticos de las “mafias” cuyos intereses se han visto afectados. El periodista del Wall Street Journal, Robbie Whelan, descubrió de fea manera que en México estamos perdiendo la capacidad de analizar temas complejos, cuando un artículo suyo que describía otras posibles causas de la escasez de gasolina, entre ellas la reducción en las importación de gasolina de Estados Unidos, le mereció un rudo desmentido del presidente con sus habituales insinuaciones maliciosas sobre la posible parcialidad del medio.
En esta batalla nacional en blanco y negro contra el robo de combustible, parece difícil solidarizarse con las familias de los muertos que los partidarios del presidente temen que se le carguen a su cuenta. Son muertos molestos que hay que enterrar a prisa y sin ceremonias. Nadie marchará por ellos ni exigirá cuentas a los que debían protegerlos, aun de su propia ignorancia o temeridad rapaz. Y unos pocos, los menos escrupulosos de entre la oposición, los querrán usar como bandera.
La nuestra es una polarización asimétrica. Si algo dejaron en claro las elecciones federales del 1 de julio pasado, y confirman las encuestas de opinión, es que el presidente y sus partidarios tienen el respaldo mayoritario de la población. Responder a la polarización alentada desde el poder con mayor polarización desde la oposición no solo es éticamente cuestionable, sino que es estratégicamente erróneo. La balanza de fuerzas está claramente en favor del gobierno en funciones.
La salida pasa por resistir la polarización en general y, especialmente, las simplificaciones en las que se basa. Reintroducir la complejidad en el análisis de las políticas y programas de gobierno debe ser una prioridad para todos aquellos que somos críticos del presidente, sus funcionarios y su partido. Desmontar el relato simple y maniqueo del poder y forzar al gobierno a abordar los saldos concretos de su administración será un paso fundamental para dotar de relevancia al debate público y garantizar que, al final del día, al gobierno en funciones se le juzgue por sus resultados y no mediante el apego o el rechazo a su relato.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.