El general Vladimir Padrino López, ministro de la Defensa del régimen que encabeza Nicolás Maduro, ha dicho que la fuerza armada apoya el estatus quo, argumentando que respetan la constitución y las leyes. El problema es que resulta bastante claro que los militares venezolanos no respetan la constitución ni las leyes, y que han convertido a la fuerza armada en un partido militar que participa en la política venezolana apoyando abiertamente una posición. Esto contradice lo que postula el artículo 328 del texto constitucional vigente: “La Fuerza Armada Nacional constituye una institución esencialmente profesional, sin militancia política, organizada por el Estado para garantizar la independencia y soberanía de la Nación y asegurar la integridad del espacio geográfico, mediante la defensa militar, la cooperación en el mantenimiento del orden interno y la participación activa en el desarrollo nacional, de acuerdo con esta Constitución y la ley. En el cumplimiento de sus funciones, está al servicio exclusivo de la Nación y en ningún caso al de persona o parcialidad política alguna.”
Eso no tiene mayor importancia para el general Padrino López, quien al final de sus alocuciones grita a viva voz “Independencia y Patria Socialista, viviremos y venceremos!” y remata con el slogan “¡Chávez vive, la patria sigue!”. El historiador venezolano Manuel Caballero afirmó en su libro La gestación de Hugo Chávez (2000) que lo peor que había hecho el fallecido presidente fue reintroducir al partido militar en la dinámica política venezolana.
Desde su nacimiento como república independiente, Venezuela ha vivido bajo la sombra del militarismo, lo que la escritora Ana Teresa Torres llamó la “herencia de la tribu”. El militarismo se manifestó en una prolongada guerra civil en el siglo XIX, y en diversas dictaduras. Las más brutales, hasta que llegaran Chávez y Maduro al poder, fueron las encabezadas por los generales Gómez y Pérez Jiménez. La democracia civil que nació en 1958 logró un pacto con los militares para que se mantuvieran al margen de la política, cumpliendo con sus funciones de defensa.
La irrupción violenta de Chávez en 1992 cambió esta dinámica, y volvió a darle a los militares un poder de veto sobre la vida política del país. De hecho, Chávez se dedicó a establecer una casta de privilegiados, con acceso a presupuestos multimillonarios, que controlan empresas clave, como la petrolera PDVSA y el negocio de la extracción de oro y otros minerales, y que han sido acusados de formar un cartel criminal conocido como los Soles. Esta corrupta casta militar es el pilar que sostiene a Maduro, y que, en apariencia, ha decidido jugarse el todo por el todo para mantener en el poder a la nomenclatura chavista.
La transición a la democracia no se podrá dar en Venezuela sin la participación de la fuerza armada. Es la consecuencia de años de un discurso militarista, de la destrucción y desconocimiento de las instituciones de la república civil (como la Asamblea Nacional, única institución electa en unos comicios competitivos en el país, a pesar de todos los obstáculos y las trampas que intentó el gobierno de Maduro), y de una sistemática represión violenta contra los opositores, puesta en marcha por los generales y sus subalternos.
Pero el escenario creado por el propio chavismo hace aún más compleja la participación de los militares en la transición, no solo por la militarización de la política, sino por la existencia de grupos armados fuera del cuadro tradicional de la violencia administrada por el estado. Chávez primero, y después Maduro, armaron a los llamados “colectivos”, organizaciones paramilitares que sirven de brazo represor y de control social del régimen. Además, en años recientes se ha creado una quinta rama que se suma a la tradicional división de cuatro fuerzas (el ejército, la armada, la aviación y la guardia nacional): la llamada milicia bolivariana, compuesta de unos 450 mil combatientes (frente a unos 300 mil en la fuerza armada regular). La pregunta clave es si los componentes armados tradicionales podrán eventualmente hacer frente a la violencia de los cuerpos paramilitares, la milicia, los grupos guerrilleros que operan en Venezuela, incluyendo al ELN de Colombia y otro conocido como las Fuerzas Bolivarianas de Liberación, además de las bandas de delincuentes fuertemente armadas e incrustadas en la estructura misma del régimen.
Si se da un cambio en Venezuela, habrá que plantearse cuál debe ser el papel de los militares en la nueva democracia, y si no debería eliminarse la fuerza armada, como lo hizo Costa Rica; redimensionar su alcance y funciones a la de una policía nacional. A corto y mediano plazo, sin embargo, la fuerza armada tendría que jugar su papel de administradora legítima de la violencia, especialmente para prevenir los desbordamientos en una sociedad llena de cuentas pendientes, odios y muchas armas en manos de paramilitares y delincuentes.
El otro reto será hacer justicia. Aunque el presidente interino Juan Guaidó ha ofrecido la amnistía a aquellos que apoyen el retorno a la democracia, los militares y funcionarios policiales que violaron los derechos humanos, que mataron y torturaron a muchos venezolanos, deberían ser juzgados y sometidos a una comisión de la verdad, como se hizo en Argentina. Esos delitos de lesa humanidad no pueden ser objeto de amnistía según lo establece la misma constitución venezolana en su artículo 29. Hacer justicia y acabar con el militarismo son una necesidad para lograr la libertad, la paz y el progreso en Venezuela.
Profesor en la Universidad de Ottawa, Canadá.