Los informes presidenciales, que por ley y tradición se daban una vez al año, se han multiplicado con la llegada del populismo al poder. El presidente Andrés Manuel López Obrador ha devaluado por completo el concepto formal que dio origen a este acto y ha decidido celebrar una ceremonia con ese nombre cada que así conviene a sus intereses. En 2019 realizó cuatro eventos: a los 100 días de tomar posesión, otro el 1 de julio, uno más el 1 de septiembre y uno el 1 de diciembre. Tuvo otros cuatro en 2020: uno en abril, donde pronunció la inefable frase de “como anillo al dedo”, y luego los primeros días de julio, septiembre y diciembre. En 2021, ya llevaba dos “informes”, uno a inicios de marzo y otro apenas el 1 de julio, para autocelebrar tres años de su elección. Así, este 1 de septiembre presenciamos el undécimo “informe de gobierno” de López Obrador. Con esta ritmo, para octubre de 2024 habrá pronunciado más de 22 discursos con ese nombre.
Después de cada uno de estos eventos, ha sido común escuchar una queja: “esto es lo mismo de siempre, el presidente López Obrador habló de un país que solo existe en el discurso”. No comparto esa opinión. Los “informes” de AMLO no son como los de la era democrática (1997-2018), principalmente porque sustituyen comunicación con propaganda. La diferencia es sumamente importante. En los informes de los presidentes anteriores se buscaba persuadir al ciudadano mediante la técnica del spin, que consiste en presentar y enfatizar en el discurso las cifras y acciones más favorables de la gestión pública y poner en contexto los problemas y desafíos. Se puede discutir si el spin era sutil o evidente, o si era efectivo, inútil o contraproducente. Pero lo que es claro es que López Obrador va mucho más allá del spin. Su último discurso fue una exhibición descarnada de tres técnicas de propaganda:
Primero, la repetición. El uso constante a lo largo del mensaje del presidente de frases que distorsionan la realidad y que están dirigidas no a persuadir, sino a manipular la percepción de la audiencia. Un ejemplo claro fue la insistencia de AMLO de atribuirse como logros personales –y llamar una y otra vez “récord histórico”– a eventos que no son causados directa o principalmente por la acción del gobierno, como el aumento en las remesas que envían los migrantes, el comportamiento del tipo de cambio y el desempeño de la bolsa de valores.
Segundo, la desinformación. El presidente llenó su discurso de afirmaciones que no pueden considerarse parte de un acto de rendición de cuentas sobre la gestión del gobierno. Algunas de esas afirmaciones son generalizaciones engañosas, como cuando afirma que “no hay hambre” o que en el país “hay paz social”. Otras son difícilmente comprobables en la práctica, como cuando dijo que “no se fabrican delitos ni se persiguen a opositores”. Y otras son simplemente expresiones amenazantes disfrazadas de decisiones del gobernante, como cuando asegura que “no hay represión” o “no hay presiones a los medios”. Así se traiciona por completo al espíritu del informe, que es brindar a la sociedad elementos para que se haga un juicio objetivo de la gestión del gobierno.
Tercero, la saturación. En los 55 minutos de su mensaje, el presidente realizó un elevado número de afirmaciones sin sustento en la realidad o con argumentación muy engañosa. Así, cuando la audiencia estaba tratando de entender y evaluar la legitimidad de una afirmación, él ya estaba realizando la siguiente. Resultaba imposible hacerse así una idea racional del valor factual del discurso como un todo, dejando entonces a la emoción el trabajo de aceptar o rechazar lo que el presidente iba diciendo. Quienes ya creen en él, le creyeron de nuevo. Quienes no le creían, no cambiaron su postura. Esto tira por la borda el sentido real de un discurso político: ofrecer argumentos válidos para que quien lo escucha llegue a sus propias conclusiones libremente.
En una democracia, el discurso político es sumamente importante porque es el instrumento que nos permite construir una realidad compartida entre los ciudadanos y los gobernantes sobre el estado de nuestra sociedad, sus problemas y las alternativas de solución. Cuando López Obrador usa el discurso como instrumento para confundir, saturar y desinformar a la sociedad no estamos ante un discurso democrático, sino ante un mensaje demagógico. El propósito de este mensaje es uno solo: apuntalar la popularidad del presidente y consolidar la idea de que él posee características superiores al resto que lo convierten en el único actor político con “autoridad moral” para gobernar a México. Uno pensaría que a estas alturas del sexenio la realidad se impondría. Pero las encuestas más recientes demuestran que 6 de cada 10 mexicanos siguen dispuestos a creer en el exitoso relato demagógico de López Obrador, mientras los problemas del país persisten y empeoran. Ese es el poder del discurso populista.
Especialista en discurso político y manejo de crisis.