Enemigos a medida

Las guerras culturales en Occidente son a menudo batallas entre hombres de paja y enemigos imaginarios.
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En una reseña demoledora de Homo Deus, de Yuval Noah Harari, y La edad de la ira, de Pankaj Mishra, el crítico de New Yorker Adam Gopnik escribe una frase memorable: “El fuego que hacen los hombres de paja al arder no ilumina.” (The light obtained by setting straw men on fire is not what we mean by illumination.) Tiene más sentido en el contexto de la reseña, una excelente crítica del presentismo (la sensación de que todo va a seguir como ahora, que si las cosas van mal seguirán yendo mal, un análisis parecido al que ve la historia con los códigos de la política contemporánea) y las distopías sobre el fin del liberalismo. Gopnik piensa que los dos autores han creado un hombre de paja para criticar la Ilustración, especialmente Mishra. Pero da con la clave de una actitud muy extendida en el debate público. Tengo la sensación de que, quienes debaten sobre política y cultura caen a menudo en el error (y me incluyo en él) de luchar contra hombres de paja y enemigos imaginarios. Las guerras culturales en Occidente son a menudo batallas entre hombres de paja.

El independentismo catalán lucha contra una España irreformable y pseudofascista que no existe o que es muy minoritaria; la derecha que se denomina políticamente incorrecta lucha contra un aparente totalitarismo orwelliano y un declive moral de la civilización que realmente se reduce a cuatro neologismos y otros tantos estudiantes políticamente correctos en los campus universitarios (en la versión española son unos transexuales en una carroza de Vallecas o unos reyes magos multiculturales). Algo similar le ocurre a la izquierda con el neoliberalismo, un concepto resbaladizo y difícil de definir que describe una realidad que muchas veces no se corresponde con lo que piensa la mayoría de sus críticos: Rajoy no es un neoliberal, pero eso no significa que el neoliberalismo no exista. En un artículo en esta revista, Aurora Nacarino-Brabo criticaba que hay una izquierda que a menudo está demasiado ensimismada y no es capaz de ver la realidad del país: por ejemplo, Podemos piensa que la izquierda española no es tan centralista como realmente es. Recuerda a la crítica que le hacen algunos izquierdistas a los demócratas estadounidenses por supuestamente debatir más sobre “el género de los baños” (en relación al debate sobre los transexuales) que sobre aspectos materiales.

La construcción de hombres de paja no parece solo un efecto de una hiperbolización del discurso político, donde la exageración importa porque es efectiva, y donde esa exageración no se cuestiona porque la causa que se defiende es moralmente legítima. Y tampoco creo que solo se trate de un error de análisis de la realidad. Hay una parte de construcción del enemigo para justificar las propias acciones. Al elaborar un hombre de paja y luchar contra él, además, uno construye su identidad a medida. Uno puede moldear al enemigo para moldearse a sí mismo. El antifascista contemporáneo no necesita que exista fascismo para sentir que su etiqueta es válida (a veces es extraño considerarse antifascista, como si la mayoría no lo fuéramos). Esta actitud tiene algo positivo: a nuestro enemigo también le ocurre. El debate político se reduce a una serie de aspavientos y excesos retóricos que cada cual, de un lado y de otro, considera totalmente alejados de la realidad; en buena medida, lo son.

En general, necesitamos un Otro para crear nuestra identidad política. Lo necesita especialmente una izquierda que no es “ofensiva”, en el sentido de tomar la iniciativa para cambiar las cosas, sino reactiva (aunque piense que rompe consensos y hegemonías, realmente no lo hace, o no lo hace efectivamente: las hegemonías se cambian desde el poder). Al hacernos a medida nuestro enemigo, demostramos que lo que nos importa es nuestra identidad. Nos preocupa mucho que se nos etiquete como lo que no creemos que somos.

Soy progresista: creo en la redistribución de la riqueza, en un Estado fuerte y eficiente, me preocupan la desigualdad y la pobreza, la xenofobia y el racismo, y considero que una medida fantástica para empezar a romper con el techo de cristal son las cuotas de género. También defiendo impuestos altos para sufragar servicios públicos, y creo que la crisis ha demostrado que el neoliberalismo es más una ideología que una doctrina económica rigurosa. Sin embargo, como soy antiindependentista y creo que el populismo de Podemos se equivoca en muchos aspectos, a menudo tengo la sensación de que se me etiqueta como más conservador de lo que soy.

Por eso siento la tentación de lanzar un par de conceptos y etiquetas que me coloquen en un espectro más progresista: hablar de neoliberalismo para reafirmarme en una identidad progresista, aunque lo aplique a situaciones, acontecimientos o políticas que no son nada neoliberales. El consenso está en que el concepto neoliberal es un atajo para cualquier política que no nos gusta en la derecha liberal, y que el populismo no existe y es realmente un invento de la derecha para atacar las propuestas de cambio. Una amiga escribía recientemente sobre “capitalismo salvaje”, como si decir simplemente capitalismo fuera una forma de complacencia.

A veces siento que debería adaptarme a ese consenso, aunque falso. ¿Cómo voy a demostrar si no que soy progresista? Luego se me pasa: ¿por qué tengo que demostrarlo? Quizá esto solo me ocurre a mí. Pero la obsesión que tiene mucha gente con repartir carnets de pureza ideológica demuestra que es probable que no sea solo yo.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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