Entrevista a Alejo Schapire: “El macartismo de izquierda persigue una pureza imposible”

En su nuevo libro, el periodista argentino narra su desilusión con la izquierda contemporánea, que se ha vuelto oscurantista y dogmática y ha olvidado los ideales universales de emancipación.
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Alejo Schapire es periodista, especializado en cultura y política exterior. Ha colaborado en Radar de Página/12, La Nación y Perfil, y trabaja en la radio pública francesa. En La traición progresista (Península, 2021) critica que una parte de la izquierda haya renunciado a algunos de sus valores históricos, como la libertad de expresión o un ideal universal de emancipación, y reprocha una deriva donde hay rasgos puritanos, extrañas alianzas con el oscurantismo religioso o una especie de monocultivo informativo que puede ofuscar el análisis.

La traición progresista critica que parte de la izquierda haya abandonado valores históricos, como la libertad de expresión, el Estado laico, ideales universales, etc. A veces no es sencillo saber cuándo se ha producido ese cambio. ¿En qué momento lo situaría usted y qué razones lo explicarían?

1989 es el año de la caída del Muro de Berlín y el de la fetua del ayatolá Jomeini, que le pone precio a la cabeza de Salman Rushdie a través de un edicto religioso por la publicación de Los versos satánicos. Es, sin duda, uno de los primeros momentos en que queda claramente expuesta la fractura entre las dos izquierdas: la universalista, emancipadora y antitotalitaria, que veía en la religión el opio del pueblo, frente a la izquierda emergente, de tipo identitario, relativista en lo cultural y dispuesta a hacer la vista gorda ante el oscurantismo religioso. Que el expresidente Jimmy Carter, un progresista, publicara en The New York Times una tribuna donde condenaba el libro por ser “un insulto directo a millones de musulmanes”, fue bastante significativo. Sería la primera claudicación notoria de una larga serie de traiciones a la tradición librepensadora de izquierda, que encontraría su punto culminante en el atentado contra Charlie Hebdo. Fue esa nueva izquierda, de todo el espectro político, la que encontró más justificaciones y reparos a la hora de condenar el ataque terrorista.

Quizás otro momento en que la izquierda europea se apartó del universalismo puede situarse 10 años antes, cuando la revolución iraní fascinó a Jean-Paul Sartre y Michel Foucault como una forma de anticolonialismo y antiimperialismo: dos de los principales motores de hoy en la izquierda identitaria. En cuanto a los jóvenes iraníes de izquierda que se dejaron seducir por aquella revolución, no vivieron para contarlo.

Ante la evidencia del fracaso del modelo alternativo que proponía la URSS, su colapso llevó a parte de la izquierda a ver en el islam político un nuevo polo y poder de fuego capaz de hacer frente al sistema capitalista. Así, el musulmán, visto como el oprimido arquetípico, fue adoptado por esta izquierda como un proletariado de substitución.

Este tipo de libros –el género que nace de la decepción con la izquierda– toman parte de su fuerza en que son libros personales, porque cuentan un viaje o un descubrimiento del autor. Al mismo tiempo, una de las críticas frecuentes al género es que, precisamente porque estás discutiendo con quienes eran los tuyos, tienes una especie de fijación o al menos atención intensificada que te altera la perspectiva. ¿Le preocupa esa posibilidad?

Entiendo la crítica, mi libro puede entenderse como el fruto de una desilusión, la fijación que se puede tener con una expareja, y lo asumo desde el principio. También es cierto que al ser una experiencia íntima puede perderse la saludable distancia para un análisis. Pero la educación política difícilmente pueda hacerse al margen de una educación sentimental. Al mismo tiempo, pensar, pensar de verdad, es pensar contra sí mismo, contra su propio campo. Me preocupa más la posibilidad de ser injusto o estar equivocado que pecar de emocional.

Dice que es consciente de que a veces el paraguas de la incorrección política es usado por racistas y falsos transgresores. Ese mecanismo de asociación se emplea a veces para desactivar o no escuchar críticas a la izquierda. ¿Es algo que le inquieta? ¿A quién dirige su libro? ¿Cree que habrá alguien de izquierda que diga: sí, esto me hace replantearme mis posiciones?

La extrema derecha identitaria ha visto en la denuncia de lo “políticamente correcto” la oportunidad de apropiarse un cuestionamiento ajeno para dar rienda suelta a su racismo y homofobia; no se puede ser ingenuo en este sentido. El histórico periódico de la ultraderecha francesa, Minute, lleva por eslogan junto a su nombre “semanario políticamente incorrecto”. Y si la izquierda, como cualquier línea de pensamiento lo denuncia, acierta. El problema es cuando la izquierda regresiva se convierte en una patrulla moral dedicada a vigilar y castigar a quien se aparte de su revisionismo histórico anacrónico a la luz de la nueva moral en boga, de su macartismo (cancel culture), el neolenguaje y sus códigos. Es una nueva izquierda obsesionada con la raza y la sexualidad como prisma privilegiado de la realidad y está dispuesta a cargarse la libertad de expresión de demócratas y universalistas, que entran en una definición cada minuto más amplia de “fachas”.

Mi libro se dirige a quienes, como yo, se han encontrado huérfanos, abandonados por una visión del mundo que ha dado un golpe de timón para asociarse con la intolerancia, el totalitarismo tercermundista, el oscurantismo, el antisemitismo y las formas más acabadas de machismo y homofobia por poco que se digan “antiimperialistas”. Han puesto el odio a Estados Unidos e Israel por encima de cualquier otra consideración.

Habla de la manufactura del falso consenso. ¿Qué es exactamente?

La izquierda ha abandonado al trabajador para centrarse en las minorías étnico-sexuales y los ganadores de la globalización: la población urbana blanca con estudios superiores. A ella se dirige desde sus bastiones de hoy, que no son la fábrica, el campo, el mundo laboral, su elemento es hoy la universidad, los medios, la militancia, el arte subvencionado, que modelan la opinión pública, la opinión autorizada. Este consenso de lo que se puede decir es fabricado desde las grandes urbes, que suelen ser progresistas. Internet ha acabado con la prensa gráfica rural y regional. Así, se crea una doble distorsión. Primero, la voz del mundo urbano progre y con estudios terciarios se encuentra sobrerrepresentado. Por otro lado, estos formadores de opinión evolucionan en una burbuja ideológica donde se autoconvencen de que el sesgo que los rodea en su ámbito diario es la opinión que prevalece en el resto de la sociedad, como un sentido común. Así se crea un falso consenso que queda expuesto en la realidad cuando gana Trump o el Brexit, un fenómeno que no supieron anticipar por estar cortados de esta otra realidad.

Usted es argentino, vive en Francia, sigue lo que sucede en España, buena parte de esta discusión surge en el mundo de habla inglesa. ¿Qué diferencias y parecidos ve en lo que sucede en distintos países?

Ese fabuloso experimento que es Estados Unidos marca el paso de lo que ocurre luego en Occidente. Las universidades elitistas norteamericanas, y en menor medida las inglesas, absorben gracias a sus presupuestos a los mejores cerebros del mundo y producen los conceptos que luego importa Europa, ya sea a través del activismo en los campus online, o su versión para el vulgo: Hollywood. Aunque la “French Theory’ (Foucault, Deleuze, Derrida, Lacan, etc.) fuese francesa, prosperaron junto al movimiento de los derechos civiles en EEUU y hoy regresan al Viejo Continente cual bumerán. Esta importación –irónicamente aquí no vale la denuncia del imperialismo cultural estadounidense– coloniza todo el lenguaje de la militancia identitaria europea y latinoamericana, ya sea feminista, LGBT+… “Interseccionalidad”, “deconstrucción”, “privilegio blanco”, “MeToo”, “Black Lives Matter”, toda la jerga llega con el sello “made in USA”. Pese a que Europa no tenga la misma historia que Estados Unidos, la grilla de lectura suele ser la misma, aunque aquí tenga más peso el debate alrededor de la descolonización y el islam, por los contenciosos históricos y la demografía. La particularidad de Francia es que, al tener una fuerte tradición universalista, cuenta con herramientas más robustas para cuestionar esta embestida esencialista, que reduce las personas a sus identidades étnicas y sexuales.

¿Cuánto recorrido cree que tiene la reivindicación del lenguaje inclusivo?

El “lenguaje inclusivo” –las comillas son de rigor porque no hay constancia de que alguna vez hayan incluido a alguien– ha ido ganando terreno, desde ser una señal de reconocimiento entre activistas marginales a formar hoy parte del lenguaje administrativo e, incluso en algunos casos como Venezuela, que dicho de paso no tiene ni aborto legal ni matrimonio homosexual, a la Constitución. Su función real es colonizar el lenguaje, marcarlo como con banderas. Es el modo de esta ideología de dejar marcas visibles de su conquista, y además es una expresión narcisista de quien lo usa. Al hacerlo, por más cacofónico, antieconómico desde el punto de vista del lenguaje, lo que está haciendo es decir “miren lo buena persona que soy”.

El libro empieza con una cita de Christopher Hitchens. Hitchens decía que no se puede ser solo un poco herético. ¿Está de acuerdo?

Frente a un movimiento que actúa como una religión secular, con su dogma, sus sistemas de ungido, excomunión, llamado al arrepentimiento y toda una gama de pecados, que van de la “microagresión” al “fascismo”, los tibios son vomitados. El macartismo de izquierda persigue una pureza imposible, es una máquina de excluir y termina, como toda revolución, devorando a sus hijos. Así que quien crea que las herejías menores serán toleradas, puede esperar su turno para la hoguera: que no le quepa duda de que también le llegará.

Uno de los temas del libro es el antisemitismo. Entre la izquierda, muchas veces se disfraza del rechazo a políticas israelíes, o al propio Estado de Israel. ¿Cómo se pueden hacer críticas legítimas sin caer en el antisemitismo? ¿Por qué Israel es, según sus palabras, una obsesión progresista?

Nadie impide criticar al gobierno de Israel. De hecho, los primeros en hacerlo, en la única democracia en un región marcada por las dictaduras y las teocracias, son los israelíes. Son ellos mismos y sus ONG quienes elaboran los informes cuando denuncian violaciones de derechos humanos, que luego son utilizados en contra del Estado judío por quienes quieren verlo desaparecer. La crítica contra un gobierno no es antisemitismo. En cambio, los movimientos de izquierda como BDS lo que quieren es, como Irán, la destrucción de la única garantía para los judíos de que Auschwitz no podrá repetirse.

El antisemitismo está en la exclusividad de este odio obsesivo hacia un pueblo que vive en una superficie del tamaño de un sello postal. China tiene a un millón de musulmanes de la etnia uigur en campos de concentración y reeducación. ¿Ha visto acaso manifestaciones de la izquierda frente a las embajadas chinas? ¿Las ha visto frente a las de Birmania por la persecución de rohinyás? No, y cuestionar la legitimidad de la existencia de un país solo se aplica a Israel entre los más de 190 países reconocidos por la ONU.

Hay dos elementos que se citan también en esta cuestión de las guerras culturales. Por una parte, la influencia de las redes sociales, con una horizontalización que debilita las instituciones. Por otro, una pelea entre las élites, donde la ideología sirve para impulsar un recambio muchas veces generacional.

Creo que la libertad –y el caos– que muchas veces impera en las redes sociales va a reducirse. China tuvo los medios de hacer un sistema paralelo y prohibir las plataformas occidentales, aunque su propaganda circule muy oficialmente por Facebook o Twitter. Rusia, con menos recursos económicos, intenta hacer lo mismo. Otros regímenes autoritarios “antimperialistas” restringen su uso. En Occidente, existe cada vez más la presión para regular los contenidos. Pero curiosamente no tanto del poder político, sino de la militancia progresista, que reclama el derecho a “no ofender” y la lucha contra lo que llama “el discurso de odio”, que por supuesto nunca es el del propio campo, sino del otro. Y entre estos activistas incluyo a los trabajadores y los directivos de estas plataformas, que evolucionan en las mismas burbujas progres que la prensa y la academia, y que ya ni pretenden presentarse como meros soportes neutros de comunicación, por lo que sectores conservadores piden que asuman su verdadero papel de editores responsables. La exclusión de Donald Trump de todas las redes más populares es un antes y un después que cierra el paréntesis de cierta libertad o anarquía, según se mire. Las guerras culturales van a seguir, pero las burbujas van a reforzarse, ya que cada quien quiere cada vez más estar entre los suyos y no ser molestado por otras visiones de la realidad.

Hace unos días Simon Kuper decía que el tema ahora debía ser la economía y cómo afrontar la desigualdad, y que debíamos despedirnos de las guerras culturales y la obsesión identitaria. Otros, como Ramón González Férriz, también creen que la dimensión identitaria ha perdido o perderá su ímpetu. ¿Está de acuerdo?

Noto sí cierto hartazgo a raíz del clima asfixiante, del temor de ser el próximo en la lista de la cancelación cultural bajo el imperio de “la tiranía del Bien”. También existe el temor por el crecimiento de la ultraderecha identitaria, con la migración masiva del voto de la clase trabajadora blanca a este tipo de populismos.

Para gran parte de la izquierda europea, sobre todo en Francia, aparece con claridad esta opción: o vuelve a hablarle a su electorado popular tradicional de temas económicos y sus problemas cotidianos o desaparecerá del mapa. En Estados Unidos, los dos polos identitarios se están afianzando: Trump por derecha, y el “Squad”, en el joven ala izquierda de los demócratas; parece que marcarán la agenda política de los próximos años. Vox y Podemos en España, que hacen énfasis en las cuestiones identitarias, también parecen encarnar esta polarización creciente. El fondo del asunto es que la gente no está votando ya por argumentos para escoger un mejor proyecto colectivo de sociedad y país, sino por el estatus que cada partido le promete a su “tribu”, a la que se pertenece por los determinismos de nacimiento.

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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