Geert Lovink es teórico de medios y crítico de Internet. Se acaba de publicar en español su ensayo Tristes por diseño (Consonni), en el que analiza por qué las redes sociales nos producen tristeza, melancolía y sensación de pérdida de tiempo. Critica la estructura impuesta desde Silicon Valley y aboga por una redefinición y creación de nuevas redes y un uso diferente por parte de los medios tradicionales. En este libro también analiza otros aspectos de la cultura digital como los selfies y los memes.
Cita a Evgeny Mozorov cuando dice: “el utopismo tecnológico de los 90 postulaba que las redes debilitan o reemplazan las jerarquías. En realidad, las redes amplifican las jerarquías y las hacen menos visibles”. Y usted añade: internet es el basurero de nuestro cerebro. ¿Cuándo comenzó a cambiar una idea por la otra y por qué?
En 2004 tuve la oportunidad de tener mi propio departamento de investigación dentro de la Universidad de Ciencias Aplicadas de Ámsterdam. Lo llamé Instituto de Culturas en Red. En aquella época yo ya llevaba más de diez años trabajando con comunidades a través de Internet. Sin embargo, no fue hasta después de 2016, el año del Brexit, Trump y Cambridge Analytica, cuando me me di cuenta de que la lógica de la plataforma no solo se había apoderado de la Red sino que también había hecho que las redes hubieran aumentado. Hoy utilizamos pequeñas redes descentralizadas y grandes plataformas centralizadas como sinónimos, pero ya no lo son (y Mozorov comete este mismo error en la cita). Las redes informales e invisibles aún pueden socavar las jerarquías, pero no si están situadas dentro de plataformas. No obstante, es verdad lo que dice Mozorov: los diseños actuales de las redes sociales hacen que todo sea plano y superficial.
Cada vez es más difícil imaginar las estructuras de poder cuando estamos dentro de sistemas tan grandes. Para hacerlo necesitamos salir de ellos y reinventar un lenguaje común que pueda describir las estructuras del poder social de hoy y visibilizar nuevamente las desigualdades. Mi preocupación en este sentido tiene que ver con el concepto de lo “social”. Qué es lo social en la era de las redes sociales y cómo se relacionaría con los análisis de clase clásicos, pero también con términos como tribu, comunidad, grupo, célula, escena, movimiento y también red.
En este libro usted insiste en que Internet y las redes ya sociales no son “los nuevos medios”. Esto sucedía hace 15 años. ¿Cuándo dejaron de serlo y cuáles son ahora los “nuevos medios”?
Si hay un concepto que define la tecnología de los noventa ese es “nuevos medios”. No uno, sino muchos, y lo nuevo como algo emocionante, abierto y lleno de posibilidades. Se trataba de la introducción de “redes” digitales en las viejas industrias centralizadas de medios analógicos como los periódicos, la impresión de libros, el cine, la televisión y la radio, lo cual tenía un significado especial para los seres humanos hambrientos de comunicación. Sin embargo, en la actualidad, internet está afectando a otros sectores invisibles, como la logística, la planificación urbana, la educación, la agricultura y la atención médica. Es lo que llamamos “digitalización”. Las cosas se han alejado del sector de los medios y la comunicación. Vemos inversiones en otros lugares en los que los usuarios, también conocidos como ciudadanos, no desempeñan ningún papel, excepto como objetos ignorantes de vigilancia. Los expertos de las tecnologías de la información han abandonado internet y han dejado que la política lo regule. Para mí los nuevos medios de hoy serían alternativas radicales que pueden vencer la tristeza de las redes sociales: herramientas descentralizadas que estén bajo el dominio público como un bien común.
Los primeros capítulos del libro tratan sobre la tristeza que nos producen las redes sociales. O el arrepentimiento y culpa. Eso es algo que ya sabemos, sin embargo, seguimos enganchados. Se han convertido en una adicción. ¿Por qué?
Preferiría no medicalizar a los demás. El eslogan es: no estamos enfermos. Es atractivo hablar de adicción, pero prefiero utilizar el término “dependencia”. Los 2.300 millones de usuarios de Facebook no son pacientes que necesitan ver a un médico. El asunto aquí son los sutiles cambios de comportamiento. Lo mejor sería que nosotros, los europeos, creáramos nuestras propias herramientas para utilizarlas con fines de autoorganización. La comunicación con los otros es esencial pero no debería estar todo mezclado: anuncios, amigos que realmente no importan, familiares molestos, hashtags irrelevantes y noticias. De esa manera sería más probable que no nos hiciéramos adictos a las redes y no nos distrajéramos.
Si ya está todo mezclado y las redes sociales ya no informan (como se suponía idealísticamente hace años), ¿qué hacen? ¿Para qué sirven? ¿Y por qué tienen tanta actividad?
Yo preferiría no llamarlas “redes sociales”. Es un término que se ha vuelto confuso porque probablemente te refieres a los monopolios de las plataformas. Nos atrae hacer clic, deslizar y dar me gusta tanto para producir la mayor cantidad de datos posible, que luego se recopilan, analizan y se venden a terceros. Pero si queremos hacer un análisis crítico, debemos comenzar desde cero. Una forma de hacerlo sería mirar nuestro uso del móvil desde una perspectiva etnográfica, como si estuviéramos estudiando una tribu alienígena. Porque, ¿qué pasa si estas plataformas no son sociales ni son medios en el sentido clásico? En mi opinión, es crucial entender de otra forma la actualización.
Las noticias que debemos leer son constantemente sepultadas por otras. Si fuéramos completamente zen, y no estuviéramos bajo una presión constante para actuar, ganar dinero, llegar a tiempo y optimizar nuestro yo, no estaría bien ser parte del flujo y dejarlo pasar. Sin embargo, algunos mensajes son importantes. Son las verdaderas noticias e interrumpen nuestra ajetreada vida cotidiana, por tanto necesitamos responder, actuar e informar a los demás. Una forma de desenredar este desastre sería reintroducir una fuerte separación entre “noticias” y “asuntos personales”. Sin embargo, la arquitectura de redes sociales hoy en día mezcla deliberadamente las dos. Intentamos administrar el flujo con grupos separados de WhatsApp, pasándonos a Telegram, usando Instagram en lugar de Facebook para mantenernos en contacto con los amigos que realmente importan, pero estas son medidas patéticas.
Usted escribe: “la hiperrealidad se convierte en nuestra situación cotidiana, independiente de si se la percibe como aburrida o marginal”. Si todo es ficción, si todo es un vacío de significado, ¿dónde está ahora la ficción?
Nos escapamos hacia “parques temáticos de realidad” donde buscamos experimentar el impacto de lo real como algo novedoso. Nuestras ocupadas vidas cotidianas son aburridas y están dominadas por la Realidad Social, por eso la idea de la ficción como otro mundo sobre el que leemos y entramos a través de nuestra imaginación ha sido reemplazada por experiencias de la “vida real” que básicamente pueden suceder en cualquier lugar, en cualquier momento. Y ni siquiera necesitamos viajar a lugares exóticos. La Realidad Virtual se puede consumir en casa y es una droga tan recreativa como las psicodélicas. En los noventa la gente navegaba por internet, y la ficción podía darse dentro de esas realidades adicionales. El “relato” no ha muerto, sino que lo hemos elevado a los formatos del siglo XXI. Aquí hay un papel especial para las industrias europeas de contenidos que debería abrirse radicalmente a las generaciones jóvenes en lugar de imponer los mismos formatos clásicos de ópera y películas. Podrían ser experiencias de transmisión colectiva. Se trataría de abrir nuestra imaginación y olvidar de una vez la cultura libertaria de derechas de Silicon Valley.
Y esto me lleva a la política, que se ha ficcionado. De hecho, a un presidente como Trump le conocemos desde fuera más por sus tuits que por sus discursos (que son como tuits). ¿Cuáles son las consecuencias?
Los políticos siempre habían sido reacios a Internet. Sin embargo, esto empezó a cambiar lentamente en la pasada década y a partir de 2016 cambió rápidamente. Es algo muy reciente. Las empresas de marketing y relaciones públicas solo habían tratado a las redes sociales como canales adicionales y, de hecho, la idea de que hacer campaña allí puede marcar una diferencia crucial, si no decisiva, sigue siendo nueva (y aún controvertida). Lo irónico aquí es que la sociedad va por delante de quienes toman las decisiones. ¿Y no es extraño que quienes tienen que decidir sobre nuestro futuro se hayan quedado detrás? Yo creo que la cuenta de Trump en Twitter debería haber sido bloqueada. Desde la comunidad tech se sugirió en 2016, pero ahora probablemente sea tarde.
Hablemos de las fake news. Usted dice que es necesario que se instruya a los usuarios sobre cómo usar y entender las redes sociales.
La alfabetización informática es necesaria. Los usuarios más jóvenes tienen menos habilidades tecnológicas que los de hace diez años. Las fake news han existido siempre, pero a mí no me gusta el término. Es la manipulación de siempre. Sin embargo, podemos desmantelar el monopolio de las plataformas y empoderar a los usuarios para que creen sus propias redes. Pero también tenemos que ser realistas. La posverdad también significa que las instituciones han perdido su monopolio sobre el control de su propia “producción de la verdad”. En la era de las deep fakes yo no creo en los “certificados de verdad”. Sí, podemos moderar las secciones de comentarios, podemos domar a los trolls y tener debates interesantes, pero no creo en la censura como solución para el racismo, la xenofobia y el antisemitismo de hoy en día. Esto tiene que venir de la educación y la cultura.
¿Y qué podemos hacer los medios de comunicación con todo esto?
Desde la Web 2.0 y el surgimiento de portales, motores de búsqueda y fuentes RSS de blogs, ha quedado claro cuán barato, rápido y fácil es reproducir las noticias en todo el mundo. También sabemos desde hace tiempo que la respuesta a esto es más periodismo de investigación. La pregunta es cómo financiar estas investigaciones a largo plazo ya que los medios tradicionales tampoco están interesados en ello. También deberíamos pensar en una actualización del corresponsal para el siglo XXI como mediadores culturales y escritores de viajes. Necesitamos un conocimiento más local y más profundo. Al final todo se reduce a la obligación de buscar nuevas fuentes de ingresos. ¿Cómo pueden los ingresos fluir directamente a los artistas, escritores, pensadores e investigadores? ¿Cómo podemos redistribuir la riqueza, no solo a través de los impuestos sino también de manera directa?
Cada vez más medios están poniendo en marcha el muro de pago en internet. ¿Es una solución?
Puedes llamarlo “muro de pago”, pero yo prefiero hablar de suscripciones. Me gusta el modelo de Patreon y Netflix, que muestra que los usuarios están dispuestos a pagar por contenidos. Deberíamos deshacernos del contrato social de Silicon Valley en el que obtenemos todos sus servicios online de forma gratuita a cambio de nuestros datos que se extraen (y se intercambian) a nuestras espaldas. Lo gratis debería ser una opción, pero no la predeterminada. La precariedad en los sectores culturales tiene que terminar de una vez.
En el libro también aborda los selfies y señala que no son solo una postura narcisista, ¿qué son entonces? Hay autores que cita que indican que son el producto final de la democratización y hasta una muestra de existencialismo.
Los selfies son una hidra, una bestia de mil cabezas que puede significar muchas cosas. Inicialmente tenían un componente de de empoderamiento, sobre todo en las mujeres jóvenes, mezclado con la tradicional vanidad. Pero ahora que la moda de los selfies y el “síndrome de compartir demasiado” se están desvaneciendo, nos abrimos a otras interpretaciones. Para mí el selfie es un signo desesperado del sujeto neoliberal para seguir siendo digno. Los selfies son parte de una máquina de autorrepresentación que nos invita a mostrar que estamos vivos y que aún contamos. ¿Quién soy yo para condenarlos? El papel del crítico no es ser un moralista. En su lugar, debemos deconstruir y desarrollar conceptos sólidos y atractivos que se encarguen de vencer a las plataformas, el software y los diseños de interfaz. Es factible incluir los selfies en la tradición de la historia del arte de los autorretratos. También corremos otro riesgo: los selfies están integrados en nuestra economía y alimentan la máquina de reconocimiento facial. Pero sí, estudiemos los selfies y utilicémoslos como puertas de entrada para una nueva teoría: ¿Qué es si no el existencialismo en nuestra era digital? ¿Alguna vez has tratado de leer a Camus, Sartre y De Beauvoir con nuestros ojos cansados por las pantallas? Ellos lucharon contra el nihilismo y el vacío de significado. Nosotros también.
Por último, desarrolla el tema de los memes, que no han dejado de crecer. Usted señala cómo han sido mucho más explotados por la alt-right. ¿Por qué es así? ¿La memecracia es una muestra de una cierta ola reaccionaria?
La cultura hegemónica de hoy es abiertamente de derechas, conservadora y nacionalista. Y en internet es lo mismo. Y además la contracultura no se está oponiendo a esto de la forma en la que uno esperaría. En lugar de protestas y resistencia, vemos una actitud de distancia irónica que ni se opone a la ideología neoliberal ni abraza su optimismo organizado. La cultura de los memes aparece en este vacío y están operando en los márgenes. Nunca aparecen en la televisión ni se analizan en las revistas. ¿Es porque son como los cómics dentro de la cultura pop?
Los memes son combinaciones arquetípicas de imagen-texto que son fáciles de compartir y comentar. Son elementos de datos fáciles de digerir que fluyen dentro de las redes informales. Son cínicos, pero divertidos y nos dan un descanso: necesitamos esa distancia, que solo existe unos segundos, con respecto a la tristeza del mundo, sabiendo que los políticamente correctos no lo entenderán, y mucho menos apreciarán la broma.
es periodista freelance en El País, El Confidencial y Jotdown.