En una entrevista durante la campaña, le pregunté a Enrique Peña Nieto qué haría cuando, llegado el momento de las reformas (las complicadas, las que encontrarían resistencia disciplinada y severa), sus opositores le sacaran gente a la calle para intentar bloquear su aprobación. Utilicé el ejemplo específico de una nueva reforma energética, cuya primera versión en el sexenio calderonista había generado una reacción tan implacable que el gobierno se había quedado con una variante diluida y mayormente improductiva. La respuesta de Peña Nieto fue concisa: pacientemente, negociaría con la oposición. Traté de obtener algo distinto señalando que el Paseo de la Reforma no es el Paseo Tollocan tanto como el Congreso mexiquense (manejado con habilidad por Luis Videgaray, durante el gobierno peñanietista) tiene muy poco que ver con el Legislativo federal. No lo moví ni un centímetro. El discurso era el mismo que le escuchamos hoy: coincidencias antes que confrontación; pactos antes que fracturas.
Recuerdo haberme quedado con la impresión de que Peña Nieto quizá subestimaba el tamaño del reto que se avecinaba, al mismo tiempo que sobrestimaba sus dotes de conciliador. Supuse que no pasaría mucho tiempo para que Peña encontrara la misma resistencia que había limado las ambiciones reformadoras de Felipe Calderón. En otras palabras, me parecía improbable que la política mexicana superara la parálisis de la polarización y el encono para trabajar por una serie de reformas. Para ser franco, pensé que la fiereza de la discordia se tragaría de un bocado esa faceta de Peña Nieto que creía que aún es posible hacer política desde un ánimo conciliatorio.
Reconozco que, en parte, me equivoqué. Gracias a una notable operación política durante la transición, pero también (quiero creer) a una suerte de hartazgo generalizado con la parálisis y la polarización, Peña logró llegar a la Presidencia acompañado de una oposición cuyo principal objetivo no parece ser la obstrucción. Y eso ya es mucho decir, sobre todo dado el antecedente de 12 años de exasperante entumecimiento legislativo.
Pero no todo está ganado, ni remotamente. Peña Nieto y su capacidad negociadora no han sido puestos todavía en verdaderos aprietos. Hasta ahora, el gobierno ha impulsado cambios y reformas cuyos incentivos políticos están, para todos, del lado de lo que pretendía hacer el Presidente. Me explico. La figura de Elba Esther Gordillo se ha vuelto tan evidentemente impopular y la crisis educativa mexicana tan grave que no respaldar una reforma habría sido suicida para todos los involucrados, izquierdas y derechas. Lo mismo, aunque por razones distintas, puede decirse de la versión de reforma laboral que tenemos ahora —que está lejos, por cierto, de ser ideal. En ambos casos, Peña Nieto pudo negociar con éxito y velocidad porque lo hacía desde una posición de fuerza. Esa es la buena noticia. La mala es que, con las reformas que vienen, el Presidente no hallará esa misma coyuntura favorable. No la encontrará, por ejemplo, ni en la reforma energética ni en la fiscal. En ambos casos tendrá en frente a adversarios formidables, cuyos incentivos están muy lejos de la aprobación de reformas como las que Peña ha dicho que propondrá.
Lo cierto, me temo, es que el Presidente encontrará resistencias que pondrán a prueba su capacidad negociadora. Tal vez no pueda convencer a los irreductibles, que tratarán de echar abajo las reformas, o al menos de diluirlas hasta dejarlas irreconocibles. Ahí veremos de qué está hecho el Presidente y su equipo. Es posible, claro, que salga avante. Pero también es posible que, asustado por las presiones de la minoría, obsesionado con “consensuar” lo que no necesita de consenso alguno, abrumado por la polarización, el gobierno ceda y se conforme con esa vieja receta de nuestra parálisis: se aprobó lo que se podía, no lo que se necesitaba.
Ya veremos.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.