En las diversas tentativas de definir el fenómeno del fascismo, generalmente aparecen referencias a la importancia de aspectos como el elogio de la violencia, la xenofobia, la expresión del deseo de retorno a un estado anterior, la misoginia y el culto a la hipermasculinidad, la intención de castigar y erradicar sexualidades periféricas, la narrativa de la victimización, la oposición a la democracia y la glorificación del autoritarismo. También es recurrente la mención a la necesidad de identificar de manera inequívoca a los culpables del estado actual de las cosas, fomentando el paso de la ansiedad al odio y la exigencia de que los responsables sean sacrificados para recuperar una pureza perdida.
La dificultad de la definición, por lo tanto, no proviene de una ausencia de consenso sobre los elementos básicos a que hace referencia el término, aunque persistan algunas divergencias importantes en la crítica (sobre la relación entre fascismo y liberalismo, por ejemplo). Así, en debates recientes sobre la figura de Jair Bolsonaro en Brasil, la dificultad parece derivar de otro aspecto, una característica del propio fenómeno que se busca delimitar.
Al estar compuesto por un conjunto de amenazas y promesas, el discurso fascista parece exigir de quien lo analiza una valoración de la probabilidad de que efectivamente se cumplan (y no únicamente en el contexto de una campaña electoral). Ante la amplia circulación de discursos fascistas y prédicas de odio en la actualidad, orientados por acciones políticas de fuerza destructiva, interpretar su significado sería un ejercicio ingrato, dado que requeriría que se valorara, a fin de cuentas, cuáles de las numerosas amenazas deberían ser tomadas en serio.
¿Qué pensar del bramido del candidato proponiendo fusilar a los adversarios políticos? ¿Y su promesa de exterminar el activismo? ¿Y los cantos violentos en el metro de los aficionados de un equipo de futbol aclamando al candidato y amenazando de muerte a homosexuales? ¿Y la inscripción de esvásticas en puertas y muros?
Tal y como escribió Theodor Adorno en su Minima Moralia, el dilema de quien se ve ante la necesidad de determinar el alcance efectivo de amenazas como esas es que no se pueden analizar de manera razonable y ponderada proposiciones que, al ser capaces de producir movimientos paranoicos, serán necesariamente escurridizas y expansivas, lo que acaba generando nuevas presunciones causales y culpabilizaciones. No se puede, sobre todo, confiar en que es posible saber cuáles serán exactamente los límites de una manifestación paranoica cualquiera, o cuáles los liminares que no serán rebasados. (Como sucede en la novela La broma infinita de David Foster Wallace, la pregunta en este caso también es: de acuerdo, soy paranoico, ¿pero cómo saber si estoy siendo suficientemente paranoico?) Si es verdad que solo tendremos certeza de la existencia de una base real para el recelo extremo en un momento posterior, no hay, al mismo tiempo, la opción de aguardar para descubrir si las bravuconerías eran nada más eso, o si algunas lo son y otras no. (¿Pero cuáles?)
Sin embargo, hay otro aspecto que caracteriza al discurso fascista y que permite una valoración más segura respecto a lo que está pasando en Brasil. Entre las formas de funcionamiento de ese discurso está el hecho de que la promesa principal es, justamente, la apertura de un espacio para la multiplicación vertiginosa de nuevas promesas de violencia, contra sujetos diversos, y en este caso la promesa en sí ya debe ser entendida como un acontecimiento. En cuanto a la variante brasileña, sería importante reconocer, tanto para entender sus características principales como para determinar el tipo de respuesta que exigirá, que su promesa primordial ya fue cumplida, con la expansión del espacio disponible en la esfera pública para la práctica y la verbalización cruda de la violencia, en este caso a través de la repetición de lugares comunes que aluden a la muerte, a la desaparición y expulsión del territorio de grupos sociales vulnerables. En este sentido, por más relevante que sea lo que Bolsonaro llegue a hacer como presidente, no hace falta esperar a su toma de posesión para juzgar si puede ser definido como fascista.
Una característica adicional de estos discursos es que la atracción que generan se debe precisamente a su exceso. Con relación a la dictadura, por ejemplo, lo que se escucha ahora no es una defensa ambivalente y avergonzada que intenta tergiversar, afirmando, de una manera que ya nos es familiar, que el régimen militar cometió errores, pero que también tuvo sus aciertos, o que era necesario en un contexto difícil porque combatía una grave amenaza. No. La forma que asume el discurso es la celebración del suplemento excesivo, del elemento más brutal del régimen: la tortura.
De igual manera, en lugar del argumento aparentemente razonable que subraya el supuesto carácter blando de la dictadura brasileña, al compararla con las de los países vecinos, lo que encontramos en Bolsonaro es la aseveración infernal de que el error de la dictadura fue no haber sido lo suficientemente violenta, aclarando, para que no quede duda, que la equivocación fue no haber matado más.
El elemento estructural del discurso que debe ser comprendido, y que parece ser responsable de la adhesión enardecida de sus seguidores, es ese gesto excesivo, el placer presente en ese exceso, más que una noción convencional de “intereses” a ser o no satisfechos después de las elecciones. Tal y como ha escrito el antropólogo William Mazzarella al respecto de Donald Trump, no se trata, en realidad, de que los electores estuvieran equivocados al preferirlo, ni que hubieran votado contra sus propios intereses (aunque algo de eso también ocurrió). Su deseo era por el goce del exceso, algo que se revela en la disposición a incendiarlo todo hasta las cenizas. (Es verdad que existen algunas semejanzas entre Trump y Bolsonaro; sin embargo, la diferencia decisiva, como ha sugerido Marcos Nobre, entre otros, es que Trump, cuando quiere elogiar regímenes autoritarios, no tiene a mano ejemplos en la historia de su país y necesita apuntar a Corea del Norte y Rusia. En cambio, en Brasil, cuando se articula un llamado a retroceder cincuenta años en el tiempo, como lo hizo Bolsonaro, lo que se encuentra en la historia nacional es una dictadura plenamente instaurada.)
El vínculo con el líder gestado en la experiencia del goce por sus excesos puede parecer inmune a la crítica, si esta insiste en señalar que hubo un error de cálculo de los involucrados respecto de sus verdaderos intereses. Pero lo que necesitará hacer la oposición al fascismo es intervenir en esa experiencia afectiva, sustituyéndola por otra, contraria a ella, una experiencia basada en otras posibilidades afectivas, algo diferente a las comunidades creadas a partir del ejercicio de la brutalidad contra los más vulnerables.
En ese teatro de la crueldad, está programada en la operación paranoica la posibilidad de acusar siempre al otro de exagerar; primero se provoca la rabia de la víctima, para luego acusarla de reaccionar con exageración. Por eso el ascenso del humor machista, homofóbico y racista en los últimos tiempos parece ahora una antesala a la situación actual. Al exigir para sí no exactamente la libertad de expresión, aunque así se presente, sino el derecho a un decir monológico, a un decir sin respuesta, el chiste ofensivo también se reserva el derecho de, ante cualquier reacción a su violencia implícita, actuar explícitamente. Tal y como sucede con la lógica del humor, el discurso fascista intenta blindarse con su carácter excesivo, con su fachada caricaturesca, incluso con la figura del bufón que, todos estaríamos de acuerdo, en realidad no podría estar hablando en serio (o, aunque lo estuviera, no tendría la competencia necesaria para implementar las políticas destructivas que pregona).
En este sentido acaba siendo útil que el líder fascista tenga algo de jocoso, incluso hasta algo de risible, lo que aumenta todavía más el placer que produce entre sus seguidores, sobre todo si ese mismo elemento cómico (la escena en la que se vio a Bolsonaro usando un tripié para imitar que disparaba con una ametralladora, por ejemplo) produce no la risa, sino la ira de sus opositores. Tal y como escribió Lili Loofbourow sobre Trump, las proposiciones de degradación y humillación del diferente, configuradas en exceso, permiten provocar dolor en los otros e incluso deslegitimar o burlarse de su sufrimiento, en un escenario en el que la crueldad parece ser un fin, no un medio.
Evidentemente, la promesa no es la de proveer una solución a la crisis; es, en realidad, el compromiso de suministrar chivos expiatorios, esos elementos extraños y extranjeros que en la estructura sacrificial estarían impidiendo una restauración de lo que habría sido perdido. Esa promesa será infinitamente renovable, ya que, dada la permanencia de la sensación de pérdida, el dedo que apunta a los culpables podrá pasar de los indígenas a la comunidad LGBT, a los inmigrantes bolivianos, a los negros, a los ecologistas, a las mujeres, a los profesores…
En contextos de crisis, la fijación en el obstáculo, y el placer derivado de esa fijación, también ayuda a evitar que la energía crítica se dirija a esfuerzos que intenten modificar el cuadro existente. De esta manera, aunque pueda haber algunas indefiniciones e incertidumbres con relación a, por ejemplo, la extensión del programa de privatizaciones a ser implementado, o en cuanto a los tipos de reformas por las que pasará la educación, y por más que la captura del Estado por el movimiento paranoico sea relevante, en un aspecto crucial, uno que no es negociable en este cuadro y que se mantuvo estable a lo largo de la campaña electoral, es posible decir que ya sabemos lo que podrá suceder después de las elecciones, incluso porque esa forma de fomentar y diseminar la destrucción, que es viejísima, ya fue instaurada por todo el país en las últimas semanas, con la propagación de numerosos episodios de violencia contra grupos específicos de la población.
La promesa se cumplió, reorganizando el campo de tal manera que un hombre se siente autorizado a gritar desde una ventana del autobús, a mitad de un jueves de sol en São Paulo, amenazas de muerte a las travestis que caminan por la banqueta. El mismo día, un poco más tarde, en un mercadillo cerca de ahí, una clienta le dirá a la inmigrante haitiana que trabaja en un puesto que Bolsonaro, cuando gobierne, va a mandarla de vuelta a Haití.
¿Cómo responder a la lógica del fascismo sin volverse paranoico, sin reflejar la paranoia? A fin de cuentas, se necesita habitar el delirio para tratar de anticipar sus próximos objetivos. La violencia que hace eco de discursos fascistas que ya estaban en circulación, legitimada hoy en día por el nombre de Bolsonaro (enunciado con gusto en los actos de violencia), permite anticipar un flujo cada vez mayor en el país en los próximos años. Solo más adelante sabremos hasta qué punto teníamos razón, pero el costo de subestimar su alcance es alto (¿y si descubrimos, demasiado tarde, que la amenaza de no dejar “ni un centímetro” de tierra para los indígenas era –esa sí– de verdad?).
La estudiante sentada al lado del hombre que había gritado sus amenazas de muerte contra las travestis impunemente en el autobús cierra el ejemplar de la Historia de la sexualidad que iba leyendo y lo esconde discretamente en la mochila.
Lo que tenía que comenzar ya empezó.
Publicado originalmente en Folha de São Paulo.
Traducción de Juan Pablo Villalobos.
es profesor de teoría literaria en la Universidad de São Paulo.