En teoría, la presidenta Claudia Sheinbaum es la más poderosa desde Carlos Salinas de Gortari: de 1994 en adelante, ningún presidente había gobernado con el apoyo irrestricto de los otros dos poderes de la Unión. En teoría, la presidenta Claudia Sheinbaum cuenta con la entusiasta aprobación de una amplia mayoría de la ciudadanía, o al menos eso nos dicen muchas encuestas. En teoría, la presidenta Claudia Sheinbaum está respaldada por un partido político mayoritario y sólido, o eso dicen en Morena. Así que, en teoría, este primer informe debía ser un momento estelar para la presidenta, con un discurso luminoso, generoso y optimista; el discurso de quien ve al mañana con la certeza de que lo tiene todo, absolutamente todo, para hacer un gobierno realmente exitoso y diferente.
En la práctica, no fue así. Lo que se escuchó el 1 de septiembre en Palacio Nacional no fue una pieza retórica que mira al futuro, sino un discurso fuertemente anclado en el pasado. La oradora no nos habló como una líder que nos traza una visión del porvenir y nos convoca a alcanzarla. Nos habló como la portavoz de un movimiento político rencoroso, que necesita recordarnos a cada paso los agravios del pasado para justificar los agravios del presente. Nos habló como la encargada de un legado que no es de ella y de una agenda que no planteó ella. Nos habló también como una gerenta leal y disciplinada que está ejecutando paso a paso la misión que le fue encomendada por su predecesor en el cargo, a quien sigue llamando “presidente”.
La apertura del discurso me sorprendió, pues tenía altura presidencial. Con tono humilde, Sheinbaum declaraba comparecer ante la ciudadanía “con emoción, profundo respeto y un compromiso que nace de la historia y de las luchas de nuestro pueblo”. Las posibilidades de que diera un buen discurso se hicieron presentes cuando la oradora dijo que su llegada a la presidencia “ha generado en las niñas, jóvenes y adultas una fuerza extraordinaria que mueve conciencias, abre caminos y rompe barreras que por siglos parecían imposibles de derribar”. Ahí había una veta discursiva positiva y rica para inspirarnos, hablando sobre el potencial de nuestras mujeres y las acciones concretas para derribar las barreras que nos impiden aprovecharlo.
Pero lo bueno no duró. Lo que vimos y escuchamos durante más de una hora no fue un discurso inspirador. Tampoco fue un informe propiamente dicho, donde se presenta evidencia verificable sobre el actuar del gobierno para que la sociedad la revise, la discuta y llegue a sus propias conclusiones. Fue un ritual político donde se siguió al pie de la letra la liturgia populista del obradorismo, en guinda y negro.
El estilo del discurso fue grandilocuente, lleno de frases absolutas. “La transformación avanza”. “Ya no hay corrupción”. “Vamos bien y vamos a ir mejor”. “La mayor libertad de expresión de toda la historia”. “La estrategia de seguridad se dicta de manera soberana en México”. “Ya se resolvió 90% del desabasto de medicinas”. La realidad, en esta retórica demagógica, no se llama realidad, se llama “malos augurios, mentiras y calumnias”. La inseguridad va en retirada. La corrupción y el abuso de poder de los cercanos no existe, todo eso pertenece a la “larga noche neoliberal”. Trump es mero ruido de fondo. Sus aranceles no nos afectan y su poder no tiene ninguna influencia en nuestra política de seguridad. Es un demonio menor, que se exorciza repitiendo incesantemente “cooperación sin subordinación”.
Durante los once meses previos a este discurso, México ha vivido una guerra comercial, amenazas de intervención militar, asesinatos políticos, una economía detenida, una inseguridad creciente, una infraestructura urbana decadente, un sistema público de salud inoperante, un sistema educativo en crisis, escándalos de corrupción y contubernio con el crimen organizado y un fraude electoral para convalidar la destrucción de un poder de la Unión. La legitimidad del gobierno no descansa en su eficacia para gobernar o en su honestidad, como lo demuestran los escándalos diarios de una élite gobernante rupestre y venal. Descansa en su capacidad para repartir dinero, intimidar opositores, destruir instituciones y emitir propaganda para desinformar a la sociedad. El optimismo forzado de este discurso es la prueba de que, mientras haya dinero y alguien más a quien culpar, la presidenta podrá decir lo que sea, sin que casi nadie le exija la verdad.
En su primer informe, Claudia Sheinbaum ha dejado claro que su presidencia no es un nuevo capítulo, sino la extensión del capitulo previo. Lo que hemos visto hasta ahora seguirá y se profundizará. María Scherer lo puso muy bien: “hemos sido informados…o advertidos.” ~