Está de moda hablar de los límites del humor, de lo que debe y no debe hacernos gracia, de lo que podemos decir o no, de lo que no es recomendable pensar. En algunos casos, se ha llegado a los tribunales por razones que huelen al medievo: la ofensa de los sentimientos religiosos. Casi nada. ¿Acaso hay un objetivo de ofensa más legítimo? ¿No construimos también estas sociedades a las que llamamos “abiertas” precisamente contra la religión y el papado? Casi sorprende que sigamos en este debate, solazándonos en el hedor de las nuevas teologías.
La censura, normalmente, aparece cuando se abordan los temas que más nos atañen, los que nos tocan el corazoncito, aquellos que hurtamos al lógico discurrir del pensamiento y protegemos bajo la coraza de nuestras emociones. Es ahí cuando llega la ofensa y pensamos aquello de Manuel Vicent: “¡No pongas tus sucias manos sobre Mozart!”. O sobre Marx, sobre Jesucristo, sobre Simone de Beauvoir o sobre la bandera, qué más da: el caso es que los otros no toquen lo nuestro. El problema está en dar el salto al griterío tuitero y alborozado, y hacerlo con ese estilo tan audaz de los Eduardo Inda del mundo, esos que van a la caza del clickbait con el palillo en la boca y la verdad por delante, como si esta fuese un ariete al servicio de los necios en lugar de una mera posibilidad del pensamiento. Ante tanta efervescencia, no es de extrañar que el paso siguiente sea casi siempre el juzgado.
Le ocurrió al bueno de Javier Krahe, y hemos vivido momentos ciertamente esperpénticos, como el de los titiriteros, o más enervantes, como los de Hassel o Valtonyc, cuya dudosísima calidad musical no les hubiera proporcionado la relevancia ganada gracias a las hordas de impenitentes haters solicitantes de prisión. Pero ocurrió también, y sigue ocurriendo, con otros tuiteros más olvidados, condenados a penas de cárcel y multa por decir barbaridades sobre las mujeres, la policía o el terrorismo, y a los que no se recuerda en casi ningún sitio para evitar salpicar nuestra impoluta pureza ideológica. Y es que esos delitos de odio con los que hemos adornado nuestro Código Penal son un arma de doble filo: nos gustan cuando evitan la apología del terrorismo, pero no tanto cuando se acercan más a nuestros códigos ideológicos, humorísticos o simbólicos. Ahí, pinchamos en hueso: preferimos vivir al resguardo de nuestra aurea mediocritas que transitar un camino desconocido.
Vivimos rodeados de un nuevo furor prohibicionista, un revival de la Ley seca adaptada, faltaría más, a lo que dicen los otros, los adversarios, los que olvidan que la razón está con nosotros, los buenos católicos, los mejores ateos, los que decidimos luchar en el bando correcto de la historia. Rugen las redes pidiendo que se prohíba la apología del franquismo mientras las gentes de bien añaden, sulfuradas: “¿Y el comunismo, qué?”. Y oímos acá y acullá la acusación de “totalitarismo” mientras sacamos a nuestra reina de corazones y gritamos: “¡Que les corten la cabeza!”. Devaluamos así, para nuestra vergüenza, el sentido trágico, ganado a fuego y latigazos, de esa palabra tan precisa.
No falta mucho para que alguien pida que prohibamos, qué se yo, el independentismo, como si la estupidez se curase con una ley orgánica. Porque en este tema, sin ir más lejos, parecemos empeñados en devolver una imagen especular: contamos a la calumnia con calumnia, a la injuria con injuria, a su bandera con nuestra bandera, a su estupidez con la nuestra, que no es poca. “Esto en un país serio no pasaría”, oímos por ahí. Y mienten, claro: no existen países serios. Porque el caso es que, en Cataluña, siempre tan adelantada, practican de antiguo y muy europeamente el arte de la censura, aunque no con la sutileza sibilina de antaño. Ocupar hasta el hastío el espacio público con tu propio mensaje tribal, ya sea con lacitos horteras o con telediarios a medida, es el abecé del buen patriota o de cualquiera que se adhiera sin matices a una causa santa, esos que enseguida nos exigen a los demás que cojamos la barretina y la hoz, que olvidemos cualquier reserva y les sigamos ufanos hacia el matadero. Y desde aquí, no se crean, tampoco faltan las llamadas a las trincheras, las urgencias a posicionarse, a definirse, a etiquetarse como fieles o herejes y abandonar una suerte de horrible equidistancia, el más capital de todos los pecados. En fin, ya lo hemos dicho: nuevas teologías. Todos creemos tener el cielo de nuestra parte.
Pero resulta siniestro que nuestras izquierdas y derechas, nuestro teatro de colores (los rojos, naranjas, azules y morados), no huelan el azufre que emana de ese tránsito tan fácil, el que va de la simple afirmación de que algo no le gusta (¡Ay, si yo les contara!) a decir que el gobierno debería prohibirlo. O peor: a pedirlo en Change.org. Lo decía Thomas Sowell: “Si tomas ese camino, no esperes que la libertad sobreviva por mucho tiempo.”
(Bilbao, 1979) es profesor de Marketing y Narrativa Digital en el IED y la Universidad de Nebrija. Fundador y director en España de la agencia Tándem Lab.