Foto: Artur Widak/NurPhoto via ZUMA Press

Nicaragua: por el bien de todos, primero el tirano

En los organismos internacionales México simula defender los derechos humanos. Pero ante Nicaragua, el presidente es rotundo en su silenciosa complicidad.
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Al seguir las huellas de Vasco de Quiroga en Michoacán, encontré las de Ernesto Cardenal en Nicaragua, en su poema “Tata Vasco” (Vaso Roto, 2011). De Janitzio y Yunuen, en el Lago de Pátzcuaro, donde descansa el Obispo Quiroga, acabé en el archipiélago de Solentiname, en el Lago Cocibolca, donde sepultaron al cura Cardenal.  

Lo que Tomás Moro escribió en su Utopía, Vasco de Quiroga y Ernesto Cardenal lo intentaron en sus lagos e islas. “Adaptación del sueño utópico a realidad práctica”. Parece una ilusión, pero el éxito y la felicidad se encuentran, quizás, en la isla personal, en esa vida interior de donde brota la plenitud. Moral le llamó Kant.  

Con esa esperanza utópica, Ernesto Cardenal se formó, en los años setenta, en las filas del Frente Sandinista de Liberación Nacional, que derrocó a la dinastía Somoza que asoló la tierra de Rubén Darío. Nicaragua peleó por su libertad, en una guerra injusta como todas y desigual como pocas. Casi un año después del espectacular “Asalto al Palacio” de Managua, narrado por Gabriel García Márquez, en el que Edén Pastora, Hugo Torres y Dora María Tellez tomaron la sede presidencial y la Cámara de Diputados el mismo día, y derribaron a su tirano.

Era 1979 cuando Somoza se despidió para siempre de Nicaragua. En México gobernaba José López Portillo y moría Gustavo Díaz Ordaz. Ese mismo año llegaron al poder Adolfo Suárez y Margaret Thatcher, en España y el Reino Unido respectivamente. La madre Teresa de Calcuta ganaba el premio Nobel de la Paz. No tenía México un solo senador de oposición, mucho menos una gubernatura. Justo ese año se estrenó, con las elecciones intermedias lopezportillistas, la reforma política ideada por Jesús Reyes Heroles, que le dió diputaciones al PAN, al Partido Comunista, al Partido Demócrata Mexicano y a algunos esquiroles, para pintar una Cámara de Diputados plural, pero con el partido del presidente poblando con más del 70% las curules progubernamentales. Asumió entonces la primera gobernadora en Colima, Griselda Álvarez, se creó el programa de un IMSS gratuito para algunos padecimientos de las personas más vulnerables, que hoy se exhibe como logro del actual gobierno, y los cielos de México no estaban castigados ni militarizados.

En 1979 Nicaragua derribó a su tirano, con una revolución que cimbró y sembró nuevas ilusiones para Latinoamérica, con una épica que conoció el mundo no exenta de críticas por sus bordes y patrañas marxistas-leninistas. Mezcla de reclamo libertario y laboratorio justiciero para hacer realidad el grito cristiano de la Teología de la Liberación abierto por el Concilio Vaticano II.

El gobierno de José López Portillo, con la intermediación del secretario de Relaciones Exteriores Jorge Castañeda, apoyó sin reservas  a los sandinistas. Les dieron dinero, con el “moche” respectivo según cuenta Ernesto Cardenal (La revolución perdida. Memorias III, FCE, 2005). No se anduvieron por las ramas, rompieron relaciones internacionales con el gobierno de Somoza y reconocieron a la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional de Nicaragua, que presidió el comandante Daniel Ortega Saavedra, en 1979.

Entonces, como ahora, estaban vigentes en la Constitución mexicana los principios normativos de  la “autodeterminación de los pueblos” y la “no intervención” que heredamos de Genaro Estrada, canciller de los presidentes Elías Calles y Ortiz Rubio.

Cuando se fundó el PRI, se edificó también esa “doctrina mexicana” internacional, que básicamente sirve para exigir y otorgar  disimulos a regímenes antidemocráticos y violaciones mutuas sin reclamo a los derechos humanos. Entre los dictadores, como entre las naciones, el respeto a la fechoría ajena es la paz. Una “doctrina” que, para desprestigio internacional de México, López Obrador sigue esgrimiendo, igual que en los años treinta cuando se invocó por primera vez en la Sociedad de Naciones. El gobierno obradorista y su canciller Ebrard siguen hablando con palabras anteriores a la fundación de la Organización de la Naciones Unidas. El gobierno de la Cuarta Transformación tiene, para Nicaragua, discursos, palabrerías y muecas que pronto cumplirán un siglo.

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Es cierto que esos principios nacionalistas siguen vigentes y son obligatorios para dirigir la política exterior mexicana, como estipula la fracción de X del artículo 89 constitucionales, donde están plasmadas las facultades y obligaciones del presidente; pero no son los únicos principios normativos de la manera en que nos debemos conducir frente al mundo. También está el eje de “el respeto, la protección y la promoción a los derechos humanos” que una y otra vez se violan en Nicaragua y otros pueblos. México prefiere taparse los ojos y cerrar la boca. Si la mejor política exterior es la interior, como simplonamente dice el presidente, a Nicaragua no le llega ni una palabra de aliento, de las miles que pronuncia cada semana por todo el país.

Daniel Ortega, otrora soñador comandante sandinista, se transformó en un sátrapa sediento de poder, dinero y sangre opositora. Reasumió la presidencia, modificó la Constitución (con la connivencia de una oposición cómplice) y se perpetúa en el cargo hasta el día de hoy.  Es indolente frente a sus gobernados e incluso encarcela a sus antiguos compañeros de lucha, muchos de ellos desterrados hace tiempo, como el escritor Sergio Ramírez, premio Cervantes; otros, recientemente liberados de las mazmorras para mandarlos al ostracismo quitándoles la ciudadanía nicaragüense para convertirlos en apátridas. Ortega es un ladrón de nacionalidades, como a la comandanta Dora María Téllez, a quien el propio Sergio Ramírez dedicó Adiós muchachos (Alfaguara), su memoria desilusionada de la aventura sandinista, de la que incluso fue vicepresidente. AMLO calla frente al cleptómano de patrias; su proceder es fingimiento e impostura frente a la humillación que infligen Ortega y su esposa Rosa Murillo, “copresidenta” del país de Arlen Siu.

Ernesto Cardenal escribió una carta a Andrés Manuel López Obrador cuando triunfó en las elecciones del 2018: “Estoy extático por la noticia de un triunfo de México, de nuestra América Latina y, en fin, de nuestro planeta”. Tres meses antes de redactar esa congratulación, Cardenal denunciaba la persecución orteguista a sus opositores, que hizo correr, en abril de 2018, la sangre de estudiantes afuera de la jesuita Universidad Centroamericana. Entonces, en tres meses de reclamos, Ortega había ejecutado a por lo menos 300 disidentes (El País, 19 julio, 2018). Europa y Estados Unidos mostraron preocupación, México indolencia.

Cardenal, como muchos mexicanos y latinoamericanos, se entusiasmó con el triunfo de López Obrador, creyó que llegaba un gobernante comprometido con el respeto fundamental a la vida digna y libre de las personas. En su “Cantiga 19” advirtió: “La soledad que sufrimos es por ser solo individuos. La felicidad es los otros” (Poesía completa,Trotta, 2019). El gobierno mexicano se dice humanista, pero no le importan “los otros”, solo “los suyos”.

Ni doméstica, ni internacionalmente el gobierno mexicano aprecia a “los otros”. No entiende la filosofía de Emmanuel Lévinas de una trascendencia con el otro. Ni una vida política, como Hannah Arendt, para el otro. El gobierno de López Obrador vive presa de su tiempo y de su palabra. No escucha, solo habla. No entiende de pluralidad, es totalizante. Lo mueve solo su soliloquio. Por eso escuchó más a Donald Trump que a José Múgica, por eso abraza y condecora al cubano Miguel Díaz-Canel, mientras le enfada Gabriel Boric. Gusta, como Ortega en Nicaragua, de vítores, no de diálogos, por eso desdeña las mesas y reuniones internacionales, y le encantan “sus” giras, “sus” ruedas de prensa, con “sus” periodistas.

En los organismos internacionales, México simula defender los derechos humanos, pero en Nicaragua, el presidente López Obrador es contundente en su silenciosa complicidad, ni siquiera comparable con López Portillo. Su omisión diplomática es una asociación criminal, donde el obradorismo parece decir “por el bien de todos, primero el tirano”.

En agosto de 2019 visité a Ernesto Cardenal en su casa de Managua,  me entrevisté con Luis Carrión, uno de los legendarios comandantes sandinistas que derrocaron a Somoza, y también con José Alberto Idiáquez, rector de la Universidad Centroamericana. Todos trasmitían miedo, y cada uno a su manera esperaba del gobierno lopezobradorista un gesto de distancia con el gobierno pistolero de Daniel Ortega y su mujer, la “copresidenta” Rosario Murillo.  

El 30 de agosto de ese año, en una reunión con senadores de Morena en la casona de Xicoténcatl, personal y públicamente le pedí esa señal de dignidad al canciller Marcelo Ebrard. “No los abandone” le dije. No pasó nada. Por el contrario, en septiembre de 2021, México humillantemente removió a nuestro embajador, Gustavo Cabrera, porque retuiteó un mensaje de Sergio Ramírez, cuando acusaron al escritor de prácticamente los mismos delitos por los que lo persiguió Somoza 44 años antes. Sergio Ramírez dijo: “soy un hombre libre… mis únicas armas son la palabras y nunca me impondrán el silencio”. Relaciones Exteriores de México le tapó la boca al embajador y guardó un ensordecedor y vergonzoso mutismo.

Después, el 5 de octubre de 2022, cuando ya había muerto en prisión otro comandante compañero de Ortega, Hugo Torres, en comparecencia formal, en el pleno del Senado, mi voz fue de “súplica” a Marcelo Ebrard, para compadecerse con los presos y perseguidos de Nicaragua. Otra vez la respuesta fue la evasión y la prestidigitación de las palabras. La sucesión presidencial está abierta, Ebrard aspira, y el objetivo es no irritar al que nombrará al candidato de Morena a la presidencia. La tortura y la tristeza de los nicaragüenses deben esperar.

Ernesto Cardenal murió el 1 de marzo de 2020, sin ver triunfar a su revolución. El papa Francisco le devolvió el sacerdocio que le quitó Juan Pablo II. Pero justo en la catedral metropolitana de Managua, los seguidores del Frente Sandinista, adeptos al dictador, en turba, humillaron y vejaron el cuerpo del padre Cardenal. “Los rebaños orteguistas cobardes, nunca tuvieron palabra, razón, ideal o sueño a la altura del poeta”, reclamé en una carta al embajador, Juan Carlos Gutiérrez Madrigal. Nunca recibí respuesta, y mientras Cardenal estuvo en éxtasis por el triunfo de López Obrador, México no hizo ni reclamó nada por el maltrato al cadáver del poeta histórico de la izquierda latinoamericana.

El 24 de noviembre pasado, en visita oficial al Senado, el Presidente socialista de Chile, Gabriel Boric, expresó: “no podemos mirar para el lado ante los presos políticos de Nicaragua”. Mientras, el grupo Plural, al que pertenecemos cuatro senadores sin afiliación partidista, sostenía una manta que decía: “Boric no protege asesinos en Nicaragua como AMLO”. El reclamo sigue vigente a pesar de que recientemente desterraron a 222 de esos presos políticos, enviándolos a Estados Unidos, entre ellos a Dora María Téllez. Sin embargo, en una cárcel quedó el obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, sentenciado a 26 años en las mazmorras. El 12 de febrero, el papa se mostró entristecido desde una ventana en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. Frente a ese clérigo, y los nuevos encarcelamientos y tormentos sociales, México volverá a agachar la cabeza con el déspota.

En su casa de Managua, antes de despedirme, Cardenal me dedica su poema a Tata Vasco, y, también el último poema largo que escribió, “Hijos de las estrellas”, con esta dedicatoria: “Este poema se terminó de escribir en octubre de 2018. Es un mensaje de optimismo y esperanza desde una Nicaragua viviendo bajo la opresión de una cruel dictadura, pero con una nueva revolución que ahora es pacífica y no violenta”. Tenía ilusión de ayuda, como miles de mexicanos que no votamos por un gobierno de odio y rencor.

Sus letras me ayudan a recomenzar, como el Sísifo de Albert Camus, con renovada ilusión a empujar la piedra en un mundo que parece absurdo. Son impulso vital bergsoniano.

Las islas de Janitzio o Solentiname pueden caer en manos enemigas, pero su reconquista está en no capitular en esa isla interna, esa vida interior, en esa conciencia. “Fecundo vacío” donde recomenzar, donde empezar ese volver eterno, que implica no claudicar ni frente a la muerte.

Ernesto Cardenal quizá murió derrotado, pero como dijo Pedro Casaldáliga, ese otro poeta y cura de los pobres de Brasil, fue un soldado derrotado de una causa invencible. ~

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(Quiroga, Michoacán, 1967) es abogado y político. Actualmente es senador de la República, perteneciente al Grupo Plural.


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