Dora María Téllez y Violeta Granera son hoy dos figuras emblemáticas de los presos políticos de la dictadura que el matrimonio Ortega Murillo ejerce sobre Nicaragua desde 2007. Dora María es una de las pocas sandinistas históricas cuyo nombre se respeta como ejemplo de valentía y rigor moral. Un ejemplo contrario al de sus antiguos camaradas, algunos de ellos funcionarios de alto rango, otros simples militantes, transformados en especuladores que viven de las prebendas del régimen.
Nacida en Matagalpa en 1955, al seno de una familia de clase media, ingresó a las filas del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en 1975, cuando era estudiante de medicina. En 1978 participó en la Operación Chanchera, la toma de rehenes de parlamentarios somocistas que permitió la liberación de numerosos presos de la dictadura, entre ellos, desde luego, miembros del FSLN, pero también otros opositores como el Negro Chamorro, autor de un valiente intento de atentado contra Somoza. En julio de 1979 encabezó con brillantez la insurrección que liberó León, la segunda ciudad del país, y acogió ahí al primer gobierno revolucionario. Luego fue nombrada titular del Consejo de Estado, antes de convertirse en ministra de Salud durante la primera presidencia de Daniel Ortega (1984-1990).
Elegida para el parlamento en las elecciones de 1990 –en las que el FSLN perdió la mayoría en la Asamblea y la presidencia de la República–, rápidamente se perfiló como una de las cabezas del grupo parlamentario sandinista durante la presidencia de Violeta Barrios de Chamorro (1990-1996). Fue una de las primeras en abogar por un aggiornamento democrático al interior del Frente. Esa posición la llevó a romper con Daniel Ortega y Tomás Borge, que llamaban a que el Frente se reapoderara del Estado, que debía a su vez estar sometido al partido.
En 1995 fundó, junto con Sergio Ramírez, Hugo Torres y Víctor Hugo Tinoco, el Movimiento Renovador Sandinista (MRS). Los renovadores optaron por elegirla su secretaria general. En 2008, cuando el Consejo Supremo Electoral prohibió al MRS participar en las elecciones municipales, inició una larga huelga de hambre, en protesta por ese primer atentado a las libertades democráticas. Desde entonces no ha dejado de reflexionar, de la manera más juiciosa, sobre la década de la Revolución sandinista, para sentar las bases de una nueva praxis política. Muy lúcidamente juzgó que lo que Daniel Ortega llamó, a su regreso al poder en 2007, la “segunda época de la revolución”, no era sino el proyecto de sentar las bases de una nueva dictadura totalitaria, en beneficio de una pareja y sus hijos. Su sentido crítico también la llevó a impulsar la renovación del MRS, que acentuó su muda democrática transformándose en un nuevo partido, la Unión Democrática Renovadora (UNAMOS).
Violeta nació en 1951 en una familia liberal. Es hija de un senador somocista asesinado por los sandinistas en 1978. Eligió ser socióloga. Exiliada en Guatemala, luego en Honduras, estuvo inmediatamente activa en los grupos de ayuda a los nicaragüenses en el exilio. En la década de 1980 ingresó a las filas de la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANPDH). Fue una de las pocas que luchó para que esta asociación denunciara por igual los atropellos de los contras y de los soldados y policías sandinistas. Jugó así un papel protagónico en la depuración de la contra y el surgimiento de un nuevo cuerpo de comandantes, provenientes de las filas del campesinado y, en algunos casos, del movimiento sandinista.
En 1990, de regreso a Nicaragua, asumió la dirección de la ANPDH. Al principio estuvo muy sola, partidaria decidida de una política de reconciliación y perdón nacional. Para este fin, y ante la gran furia de toda una sección de la nebulosa de la ex contra, anunció públicamente que tenía que perdonar a los asesinos de su padre. Tomó como una cuestión de honor personal que la ANPDH defendiera con el mismo vigor a los antiguos contras que a los desmovilizados, los recompas, que en ocasiones hicieron causa común contra un gobierno que no cumplió sus promesas. Fue pionera en la creación de espacios de diálogo con mujeres del movimiento sandinista. Sin dejar de ser fiel al catolicismo, supo hacerse apreciar por estas activistas feministas, en particular al sancionar sin vacilaciones a un funcionario de la ANPDH acusado de acoso sexual.
Posteriormente fue elegida para la dirección del Movimiento por Nicaragua y denunció enérgicamente el pacto oligárquico entre Daniel Ortega y su socio rival, el expresidente de Nicaragua, Arnoldo Alemán, así como el tráfico de influencias y la corrupción de muchos políticos. A partir de 2007, luchó palmo a palmo contra la voluntad de Ortega no solo de acabar con cualquier principio de división de poderes sino, más aun, de someter a todas las instituciones a la persona del presidente de la república.
En 2018, durante el levantamiento contra la dictadura Ortega Murillo, participó en la Unidad Nacional Azul y Blanco (UNAB). Su sentido político la hizo una de las principales figuras de ese bloque opositor. Era tal su aura, que algunas personas quisieron que formara, junto con Ana Margarita Vigil,
{{ También arrestada en junio de 2021. }}
dirigente de la Unión Democrática Renovadora (UNAMOS), una dupla para la elección a la presidencia y vicepresidencia de la república en 2021.
Violeta Granera y Dora María Téllez se encuentran hoy encarceladas en El Chipote, un complejo penitenciario construido cerca del sitio donde los Somoza tuvieron su cuartel –conocido como el Búnker– y cuyo sótano fue centro de tortura bajo su régimen, y también bajo el del FSLN.
Enfrentaron juicios fabricados a principios de este año, y fueron condenadas a penas de prisión extremadamente largas
{{ Dora María Téllez fue sentenciada a 15 años de prisión, pena acompañada de la prohibición de postularse para cualquier cargo de elección popular. Violeta Granera fue sentenciada a 8 años de prisión.}}
e inapelables. Han estado sujetas, desde junio de 2021, a un régimen de detención en extremo severo y cruel. Se encuentran en total aislamiento, en la oscuridad. Están privadas de cualquier artículo personal. Reciben una alimentación reducida. Se les niega cualquier atención médica y solo reciben visitas muy raras –menos de una por mes– de sus familiares.
Debe recordarse que el suyo es también el destino de otros doscientos presos políticos. Ambas fueron arrestadas en junio de 2021, al mismo tiempo que casi cuarenta figuras destacadas de la oposición: candidatos presidenciales, líderes de partidos y asociaciones de la sociedad civil, periodistas. Desde entonces, decenas de líderes y activistas de partidos de oposición, así como de la sociedad civil, se les han unido en prisión.
Si antes de sus juicios algunos de los presos de conciencia detenidos en junio de 2021 fueron menos maltratados (como la precandidata presidencial en 2021, Cristina Chamorro, puesta bajo arresto domiciliario), todos y todas los demás fueron sometidos a la misma violencia que Téllez y Granera. Son formas de lo que Amnistía Internacional ha descrito durante medio siglo como “tortura blanca”.
Tantos sus juicios como el de sus compañeros de prisión fueron instruidos sin que los acusados tuvieran posibilidad alguna de organizar su defensa junto con sus abogados. Las pruebas aducidas para respaldar los cargos de “lavado de dinero” y “conspiración contra la integridad nacional en detrimento del Estado y la sociedad” fueron fabricadas. Se trataba de comentarios sacados de contexto –en particular, fragmentos de correos electrónicos–, de simples y puras calumnias, o de declaraciones de falsos testigos, la mayoría de las veces oficiales de policía que recitaban mal sus lecciones.
Sus juicios y condiciones de detención, como los de sus compañeros en desgracia, confirman la extrema violencia y crueldad constante del régimen Ortega Murillo. Hemos descrito las múltiples denegaciones de justicia y la forma perfectamente arbitraria en que se aplicó la ley. No hay que dudarlo: la justicia está a sus órdenes. Funciona con base en los caprichos y el deseo de omnipotencia de los tiranos.
Pero hay más. Estas formas instalan al matrimonio Ortega Murillo en una posición que ningún otro gobernante había tenido antes, ni los Somoza durante su largo reinado, ni la Dirección Nacional del FSLN, ni el mismo Daniel Ortega durante la década que duró la Revolución sandinista. Ciertamente, en estos distintos periodos no faltaron las arbitrariedades en las cárceles, el uso de la tortura para dejar clara la omnipotencia del poder en turno, ni los juicios injustos. Pedro Joaquín Chamorro dejó un conmovedor testimonio de la época somocista en Estirpe sangrienta, así como Robert Czarkowski en De Polonia a Nicaragua.
(( Editado por Trejos Hermanos, San José, Costa Rica, 1984.))
Pero esta vez hay algo que supera las formas de tiranía que Nicaragua ha conocido. La manera misma en que fueron formuladas las acusaciones contra Dora María Téllez y Violeta Granera, en que se desarrollaron sus juicios y los términos de sus detenciones, perfilan un nuevo ejercicio del poder que va un paso allá en su negación de la humanidad, cosa que también se refleja en la suerte de los demás presos nicaragüenses.
Empecemos por los cargos que se le imputan a Dora María, a Violeta y a muchos otros detenidos: “lavado de dinero” y “conspiración contra la integridad nacional en perjuicio del Estado y de la sociedad”. Estas dos acusaciones han servido para denunciar que ciertas asociaciones –por ejemplo, la Fundación Violeta Barrios de Chamorro, creada por los hijos de la expresidenta y dirigida por su hija mayor, Cristina–, organizaciones de derechos humanos, fundaciones feministas y medios independientes recibieron fondos de fundaciones privadas (entre ellas la fundación Soros), organizaciones feministas o instituciones públicas extranjeras, como el National Endowment for Democracy estadounidense, o el Parlamento y la Comisión Europea.
Uno de los objetivos de estas acusaciones evidentemente falsas (al no estar ninguna de las instituciones donantes vinculadas al narcotráfico) era rebajar a todos los opositores a la categoría de delincuentes comunes, acusándolos de estar coludidos con criminales considerados especialmente infames, como los narcotraficantes.
Pero las acusaciones han arrojado luz sobre las enormes paradojas del sistema acusatorio nicaragüense. En efecto, durante la década de 1990, Daniel Ortega recibió, a través de la Fundación Augusto Sandino, y a veces incluso directamente, una importante ayuda financiera de la Libia de Gaddafi. Esta le sirvió para recuperar su poder dentro del FSLN, comprando, una por una, ciertas lealtades –en particular entre los cuadros del partido que ocupaban puestos en la asamblea o al frente de las alcaldías–, lo que le permitió hacer a un lado a los partidarios del aggiornamento democrático. Luego, en la década de 2000, pudo beneficiarse de la ayuda de la Venezuela de Chávez.
Tan pronto como volvió al poder, estas donaciones se hicieron mucho más importantes. Venezuela destinó cuantiosas sumas al Estado nicaragüense, que asumió la obligación de devolver estos préstamos. Sin embargo, los fondos venezolanos fueron destinados a una cooperativa, Alba-Caruna. Esta entidad privada era administrada discrecionalmente por Rosario Murillo. La esposa del presidente utilizó estos fondos tanto para lanzar programas sociales como para llenar las arcas del FSLN. La paradoja era que no tenía que rendir cuentas a ningún otro representante del Estado más que a su marido. No hubo auditorías públicas por parte de magistrados o funcionarios para verificar cómo se utilizaron esos fondos.
Lo que llama la atención en el examen de los hechos no es solo la instalación de lo que podemos llamar, siguiendo a Carlos de la Torre,
{{ Populist Seduction in Latin America, Ohio University Press, Athens, 2010. }}
un “legalismo discriminatorio”, sino que este hace del presidente y de la actual vicepresidenta seres no solo exentos de las obligaciones jurídicas ordinarias, sino un nuevo polo de organización social. Se les coloca en una situación en la que la esposa del presidente, por la confianza que este deposita en ella, administra los fondos públicos de manera totalmente discrecional, para fines donde se entrelazan indisolublemente las políticas sociales de lucha contra la pobreza con las actividades partidistas. Este polo hace de una pareja pública y privada, el presidente de la república y su esposa, la encarnación del Estado y del partido, de la manera más ostentosa.
Nunca, ni durante la dictadura de los Somoza ni durante la década revolucionaria, se habían producido tales amalgamas. Ciertamente los Somoza malversaron fondos públicos, y los líderes sandinistas también, pero nunca a plena luz del día: lo practicaron con toda discreción. El matrimonio Ortega Murillo da un giro legal y público a estas distorsiones. Tales prácticas marcan el surgimiento de nuevas normas jurídicas en las que la omnipotencia del líder y su esposa se afirma sin tapujos. Por el contrario, el resto de las entidades que reciben fondos del exterior son acusadas de blanqueo de capitales vinculados al narcotráfico.
Aún más radical fue la acusación contra Dora María Téllez, Violeta Granera y muchos otros presos políticos de haber organizado “una conspiración para atentar contra la integridad nacional en perjuicio del Estado y la sociedad nicaragüense”. Todos estos opositores, sin excepción, habían llamado a respetar el espíritu de la constitución nicaragüense. Redactada durante la década de 1980 por una asamblea de mayoría sandinista, la constitución prohibía la reelección de un presidente en ejercicio, así como que un ciudadano nicaragüense ejerciera más de dos mandatos presidenciales, disposiciones que habían quedado obsoletas tras una reforma votada al día siguiente del regreso de Ortega al poder. Más aún, los opositores habían exigido la organización de elecciones generales plurales y competitivas para salir de la crisis de 2018, desde el inicio de las matanzas cometidas contra los manifestantes ese mismo año. También habían reconocido los méritos de las sanciones internacionales contra miembros del FSLN –convertido nuevamente en un partido de Estado– y de la policía, que habían sido encontrados culpable de los crímenes cometidos durante la represión de los movimientos de 2018. Al reivindicar públicamente tales opciones políticas, denunciaban como ilegítimas, en nombre de los ideales democráticos a los que todavía se adhiere la constitución nicaragüense, así como los tratados internacionales que Nicaragua ha suscrito, en particular la Carta de la OEA, las pretensiones de Daniel Ortega y su esposa de hacerse pasar por entidades que encarnan al mismo tiempo al Estado, a la nación y a la sociedad.
El cargo de “conspirar para atacar la integridad nacional” señala muy claramente el surgimiento de una concepción del orden social donde cualquier forma de oposición que recuerde a los que están en el poder su deber de respetar las leyes existentes, es considerada un fermento de disolución del orden social. Si las palabras utilizadas son nuevas e inventadas por el matrimonio Ortega Murillo y sus juristas, la figura que esbozan es la de aquel a quien Solzhenitsyn, designando a Stalin, llamó El Egócrata. Para usar las palabras de Claude Lefort, Nicaragua ha visto establecerse un poder que pretende concentrar en sí mismo todas las fuentes de legitimidad, que se burla de los principios liberales de división de poderes. Un poder que quiere encarnar tanto al Estado como a la sociedad.
Dora María Téllez, Violeta Granera y el resto de los presos políticos están sujetos a condiciones de detención que no tienen otro objetivo que el quebrantamiento físico y moral. La comida que se les da está racionada, y la desnutrición los ha convertido en esqueletos. Perdieron, todas y todos, de seis a dieciséis kilos durante los primeros ochenta días de su detención. A veces están tan débiles que no pueden ponerse de pie y se desmayan cuando comparecen ante los jueces. Otros pierden dientes y cabello. Quienes padecen enfermedades crónicas no cuentan con atención médica adecuada. Están privados de la luz del sol y se les impide caminar al aire libre. Algunos están sujetos a una iluminación continua; otros, a la oscuridad, con el único fin de hacerlos perder el sentido del tiempo. Son hostigados por los guardias, que multiplican los ataques machistas contra las presas. Algunas y algunos han sido violadas. Otros permanecen en régimen de aislamiento, en mazmorras de dos por dos metros con puertas selladas, donde reciben su comida a través de una pequeña abertura en el techo.
Todo está hecho para quebrar a las personas que han sido apresadas. Con una arrogancia insolente, Ortega muestra no solo su rechazo a cualquier forma de piedad, sino su indiferencia ante la muerte de los presos, incluso de aquellos que alguna vez fueron cercanos a él. La historia de Hugo Torres es bastante edificante en este punto. Detenido, como Téllez y Granera, en junio de 2021, este exguerrillero, que llegó a ser general del ejército sandinista, fue un héroe de la guerra contra Somoza, participó en atentados espectaculares contra la dictadura, luego en los combates contra la Guardia Nacional en 1978 y 1979.
{{ Puede leerse sobre este punto su notable testimonio, Rumbo Norte (Hispamer, Managua, 2003). }}
Como uno de los organizadores del Ejército Popular Sandinista, también contribuyó a darle forma a las contraofensivas que repelieron a la contra. Por si fuera poco, formó parte del comando sandinista que, en diciembre de 1974 efectuó una toma de rehenes en casa de un familiar de Somoza, que permitió la liberación de Daniel Ortega, entonces detenido en condiciones terribles. Pero cuando murió en prisión, el matrimonio Ortega Murillo no tuvo palabra alguna para él.
Lo que revela el trato que Téllez, Granera y los demás presos políticos han recibido, al igual que las declaraciones del matrimonio Ortega Murillo contra sus adversarios políticos –a quienes califican incansablemente de “delincuentes golpistas”–, así como sus diatribas antiimperialistas contra todos sus críticos, es su voluntad explícita y callada de aterrorizar a la oposición y mostrarse a su vez abiertamente como decididos opositores a cualquier referencia a los principios democráticos. Aquí son, nuevamente, innovadores en comparación con los Somoza y los años de la Revolución sandinista. En 1977, en los inicios de la presidencia de Jimmy Carter y el establecimiento de una nueva política de derechos humanos en América Latina, Anastasio Somoza Debayle tuvo cuidado de nunca desafiar de frente a la comunidad internacional, sobre todo a Estados Unidos. Caminó con tiento, tratando de disimular las fechorías de la Guardia Nacional, en particular los asesinatos de campesinos sospechosos de apoyar a la guerrilla del FSLN. Incluso accedió a ciertas concesiones en materia de respeto a los derechos humanos o a sostener conversaciones con la oposición en 1978. Sobre todo, nunca reivindicó una forma de política de terror sistemático contra sus opositores, aunque innegablemente la practicó, particularmente al reprimir la insurrección de septiembre de 1978.
Cualquiera que haya sido su voluntad de crear un nuevo orden político inspirado en el castrismo, los sandinistas buscaron decididamente desarrollar los argumentos que mostraran que sus concepciones de la justicia y la democracia eran más “reales” que las de la “democracia burguesa”. Recordemos las declaraciones de Tomás Borge durante los primeros días de la revolución: “Nuestra venganza será el perdón”. Incluso organizó un acto oficial donde se mostró magnánimo, al otorgar el indulto a un guardia nacional que había sido uno de sus carceleros. Esto no impidió, a partir de entonces, una política de asesinatos selectivos: ejecuciones sumarias contra ex guardias nacionales o asesinatos clandestinos contra líderes de la oposición. Recordemos al líder de la etnia misquito Lyster Athders, detenido y asesinado en octubre de 1979, al empresario Jorge Salazar, conducido a una celada por la Dirección General de Seguridad del Estado (DGSE) en noviembre de 1980, o a los primeros opositores en las zonas rurales.
Los sandinistas también dieron la espalda a sus promesas de respetar el pluralismo político cuando instituyeron el estado de emergencia y suspendieron todas las libertades civiles a partir de 1982. Es decir, oscilaron entre momentos –de 1980 a 1984, luego de 1985 a 1987, la época del “comunismo de guerra”– donde utilizaban una retórica radical, protagonizada por un pueblo revolucionario guiado por un partido que era la encarnación de la sociedad y el Estado, en lucha contra los “vendepatrias” y el imperialismo, y otros en los que proclamaban su apego a principios democráticos liberales: este fue sin duda el caso durante las elecciones semicompetitivas de noviembre de 1984, y luego cuando firmaron los acuerdos regionales de paz en 1987, liberaron a todos los presos políticos y restauraron las libertades fundamentales. Tomaron nuevamente este camino en 1990, al organizar elecciones democráticas y, más aun, reconocer su derrota y entregar el poder a la oposición.
Las metas y prácticas de la pareja Ortega Murillo son ahora radicalmente distintas. Para ellos, ha llegado el momento de desplegar un terror total y sin maquillaje en contra de sus múltiples oponentes. Todos son ahora estigmatizados como enemigos irreductibles, contra quienes no queda otra salida que el combate despiadado, bajo pena de descender hacia un caos bárbaro que recuerde a las horas más oscuras de la historia de Nicaragua.
El matrimonio Ortega Murillo revive imágenes de la historia del siglo XIX, de los intentos del filibustero norteamericano, William Walker, de convertir al país en un estado esclavista miembro de la Confederación del Sur; también de la del siglo XX, de la lucha de Augusto César Sandino contra la intervención armada de Estados Unidos en los años 1925-1933; finalmente, de la guerra entre el sandinismo y la contra, entre 1982 y 1988. A cuenta de todos estos episodios, retoman sus diatribas contra los “vendepatrias” y todos los opositores son acusados de actuar como tales: de ser títeres de los intereses imperialistas representados, ante todo, por supuesto, por Estados Unidos, pero también por los países de la Comunidad Europea, considerados nostálgicos de los imperios coloniales.
Los mismos calificativos se aplican mecánicamente a todos los latinoamericanos, desde activistas de derechos humanos hasta jefes de Estado, que se arriesgan a criticar los actos del matrimonio Ortega Murillo. Los opositores laicos, provenientes tanto de la sociedad civil como de los partidos políticos, son “infractores golpistas” y “traidores a la patria”. Los miembros del clero católico forman parte de una “secta satánica” y son autores de “crímenes de lesa espiritualidad” y de “incitación a la organización de grupos violentos y de actos de odio contra la población”. Ahora es el momento de una doble puesta en escena: la de una movilización general en una guerra inexpiable contra la manifestación de cualquier disenso; y la del unísono sin notas discordantes en torno a la pareja Ortega Murillo. No hay otro futuro para el país que la huida hacia adelante en estos combates.
Es por haberse dado cuenta muy pronto del carácter devastador de este proyecto, y por haber tratado de movilizar en su contra todos los recursos de la praxis democrática, que Dora María Téllez, Violeta Granera y los demás presos políticos atraviesan su calvario. El matrimonio Ortega Murillo quiere quebrarlos por defender su libertad y la de los nicaragüenses. Téllez y Granera supieron cuestionarse sus primeros compromisos políticos, una con el sandinismo, una con la contra. Contribuyeron así al establecimiento de costumbres democráticas en un país donde la cultura de los arreglos cupulares posteriores a las más brutales demostraciones de fuerza fue honrada durante mucho tiempo.
Si menciono su calvario, que no es menor que el de los demás presos, es porque las conozco y porque, cada una a su manera, me hicieron descubrir Nicaragua. Pero sobre todo, porque ellas y sus compañeros han dado ejemplos de valentía y lucidez política. Debemos movilizarnos de nueva cuenta junto a ellas, como algunos lo hicieron en la época de Somoza con Dora María Téllez, y otros en la época sandinista con Violeta Granera. Debemos aprender a recordar con lucidez, a cultivar viejas solidaridades, cuando lo pide un país y quienes en él habitan, en una época en la que se multiplican las tormentas políticas.