En el improvisado campamento con nombre religioso un grupo de migrantes, venezolanos en su mayoría, han acordado con una comunidad local de Ciudad de México unas reglas de convivencia, mismas que excluyen tanto a la delincuencia como a los ruidos molestos y obligan a mantener la limpieza manejando lo mejor que se puede los desechos. Mis paisanos se guarecen en carpas, cocinan en una cocina improvisada y se bañan en una ducha igualmente improvisada. No tienen dinero para otra cosa; el que tenían lo han gastado en el camino hacia Estados Unidos vía Centroamérica y México, o apenas les queda para llegar a la frontera norte del país. Policías, ladrones, secuestradores o coyotes (guías para atravesar los caminos escapando de las autoridades de los países) exigen dinero, alguna pertenencia de valor y hasta favores sexuales a cambio de dejar libre el camino.
Los venezolanos del campamento conocen del frío de los Andes o del calor calcinante de buena parte de las ciudades de un país tropical, también de la templada y peligrosa Caracas, pero no hay inclemencia que se compare al sufrimiento vivido en su tránsito. Me resulta triste escuchar que el país donde la han pasado peor ha sido mi amado México, aunque me consuela la solidaridad de los vecinos y de las iglesias cercanas. Entiendo a todas las partes involucradas: migrar es un imperativo humanísimo pero la migración venezolana se ha convertido en tema electoral, las ONG no se dan abasto, los organismos internacionales requieren del apoyo del Estado y los gobiernos –como el de México– tiene otras prioridades que atender. La xenofobia ha desbordado el sur de América y Panamá; si bien la gran mayoría de la población migrante no está conformada por delincuentes, se multiplican las noticias de los desmanes de organizaciones criminales transnacionales como el Tren de Aragua, además de delitos comunes.
Farida Acevedo, de la Fundación Humano y Libre, lidera en la Ciudad de México la ayuda a los migrantes de paso por la capital. Comenta que México funciona como muro de contención, a diferencia de los países de Centroamérica, que dejan pasar sin mayores inconvenientes, a sabiendas de que no enfrentarán internamente el problema de una marea de migrantes en la pobreza. Acevedo nos cuenta que, ya sea en el norte de la ciudad, donde está el refugio CAFEMIN regentado por monjas, sea en el estacionamiento de la Terminal de autobuses del norte o en la zona de Iztapalapa, familias enteras buscan refugio mientras la embajada de Estados Unidos concede poco más de 1,400 citas diarias a través de la aplicación CBP One, con una media de 10,000 aspirantes que lo intentan. Profesionales, trabajadores informales de todas las edades y géneros, gente sin calificación que vive de lo que puede, incluso exdelicuentes que no han reincidido, esperan la cita y también el apoyo del Instituto Nacional de Migración, sobrepasado y, además, acusado de actuar con negligencia. La Ciudad de México fue declarada ciudad santuario para los migrantes en 2017. No obstante, han sido deshabilitados parte de los refugios existentes luego del terrible incendio de un albergue en Ciudad Juárez donde murieron 40 hombres de varias nacionalidades. Los refugios no gubernamentales ya no pueden alojar a una persona más incluso por motivos de seguridad (incendios, sismos, epidemias). La población vecina a los campamentos y albergues muestra sentimientos encontrados: por un lado la solidaridad, por otro la repugnancia, el rechazo ante lo nuevo y extraño concebido como peligroso. La migración pobre suele funcionar como sinónimo de suciedad, mendicidad, desorden, enfermedad, plagas y delincuencia.
Acevedo es clara: UNICEF y ACNUR poseen la capacidad de proporcionar más ayuda, siempre y cuando la ciudad tome la decisión de ceder un terreno que funcione como un campo de refugiados ordenado, en lugar de, por ejemplo, devolver a la gente a la frontera. Agrega que la inseguridad es tremenda; de hecho, el crimen organizado secuestra autobuses y cobra un rescate de alrededor de mil dólares por cabeza, que suele ser pagado, cuando se puede, por la familia que se quedó en Venezuela. Tamaña crueldad se agrega a las miles de historias de sufrimiento perdidas entre las cifras oficiales y de los organismos internacionales: el padre con residencia permanente en México regresa a Venezuela, devorado por la nostalgia, y vuelve a salir de Venezuela espantado meses después; el joven cuyo cuerpo está paralizado por razones psicosomáticas; el mal humor producto de la deshidratación que salpica a quienes ayudan; la agitación generalizada cuando se reparten las raciones de comida; una pareja de 24 años con cuatro hijos, el mayor de nueve y la menor de cuatro meses nacida en Ecuador; la joven empujada a prostituirse o la que fue violada.
Mi pareja y yo ayudamos un domingo a la gente de Humano y Libre a repartir comida, toallas sanitarias y agua. Mantener un mínimo de dignidad es el objetivo primordial de la organización del campamento, dirigida por la propia población. La infancia alborotada y las mujeres reciben primero la ayuda; luego los varones. Adolescentes y personas adultas manifiestan su agradecimiento, algunos con sonrisas, otros con serenidad y algunos con un apenas oculto sentimiento de humillación profunda. Qué duro, pienso mientras me reconozco en esa lucha denodada por sobrevivir a todo evento: la ropa no luce mal, apenas transmite cierto desaliño de fin de semana en un sector popular. La prueba definitiva de las penalidades reside en los pies encallecidos, las uñas que han caído, las cicatrices, los zapatos sin trenzas, las chancletas que apenas resisten. Llama la atención el número de hombres solos; también la presencia de clanes de hasta doce personas entre adultos, adultas y menores de edad. En estos casos predominan las mujeres, adolescentes e infantes en un rango de edad entre los pocos meses y la prepubertad. El sentido de familia se fortalece porque en Venezuela la parentela juega el rol de la seguridad social en las buenas y en las malas.
El desprecio de parte de los connacionales que han migrado legalmente se suma a tanta desgracia. Se juzga la pobreza, la ignorancia, la apariencia y la trayectoria de vida de los migrantes, la inviabilidad de su proyecto de vida, su conducta, y se cae en generalizaciones injustas que esconden no solo racismo o clasismo sino también el oscuro temor de que la xenofobia naciente en la ciudad también les alcance. Todos y todas tenemos miedo, así se viva en una carpa regalada o en un apartamento en Santa Fe. No soy quién para juzgar a mis connacionales migrantes que deciden pasar por la selva del Darién, en compañía de su hijos e hijas menores de edad, con un altísimo riesgo dada la peligrosidad de la geografía para el paso humano y de las acciones delictivas de quienes se aprovechan de la situación. Apenas puedo solidarizarme, alejada del enjuiciamiento irreflexivo y sin conceder o quitar razones, con estos contingentes, compuestos, por lo general, aunque no exclusivamente, de personas menores de cuarenta años. Luego de probar las amarguras del socialismo del siglo XXI, demasiado parecido al del siglo XX, esta gente –expartidaria de la Revolución bolivariana, opositora desde siempre o indiferente en materia política– arriesga hasta sus vidas en pos del sueño americano, un mito tan arraigado que no hay argumentos, noticias, peligros o decisiones estatales capaces de cortar el flujo migratorio.
Sé que buena parte de mis paisanos no logrará asentarse en los Estados Unidos, pero no me atrevo a decírselo a los padres veinteañeros de dos niñitos que me llaman espontáneamente abuela, una figura importantísima en sus vidas que tuvieron que dejar atrás. La abuela y la bisabuela esperan en Venezuela que las apoyen o ayudan en lo que pueden a sus descendientes: imposible pensar en una mayor pérdida para las protagonistas de una sociedad matricentrada. Varias generaciones de hombres y mujeres nos hemos quedado sin la cercanía con los vínculos familiares y no hemos estado presentes para enterrar a nuestros parientes ni tampoco para celebrar los nacimientos que confirman la continuidad de la vida. En esta fibra íntima víctima de la injusticia reside un gran motivo para la lucha por la democracia y el futuro en Venezuela. ~
Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.