En memoria de Jesús Reyes Heroles.
Aún faltan cuatro meses para las elecciones y los datos de violencia política en 2023 de Data Cívica (578 eventos violentos; catorce precandidatos, candidatos o excandidatos asesinados entre septiembre, mes en el que inició el proceso electoral, y enero de 2024) ya auguran una temporada cruzada por las balas, la sangre, las amenazas, el miedo y, por supuesto, la impunidad. El INE establece el calendario formal y las organizaciones criminales siguen el suyo propio. Los ciudadanos elegiremos a nuestros gobernantes y legisladores el 2 de junio, asegura la autoridad electoral, pero a estas fechas los criminales ya escogieron quienes serán alcaldes y diputados locales en varias entidades, quizá también senadores y hasta más de un gobernador. No lo sabemos porque no es información pública ni oficial, pero quienes caminan por los territorios donde los señores de los AK47 se mueven a sus anchas traen las noticias: en Nayarit se reunieron con los wixárikas de los municipios huicholes y les dijeron quiénes ibas a ser los alcaldes y no hubo ninguna objeción; o en Guerrero, donde le llamaron por celular a un precandidato para advertirle que si se registraba como precandidato a la diputación local lo iban a matar; no lo pensó ni dos segundos y desistió sabiendo que vive en la tierra de los Salgado, donde la gobernadora no se aparece ni por milagro en ningún lado, ni siquiera cuando hay tragedias de la magnitud de Otis, menos para proteger a los candidatos sin importar si son de Morena o de oposición.
Informaciones y anécdotas similares llegan de Chiapas, de Michoacán, de Veracruz, de Tamaulipas, y quien sabe de cuántos estados más. Y los ciudadanos creemos que el 2 de junio elegiremos a los representantes populares. Pues no. Los capos ya los designaron. En las próximas semanas lo harán en muchos otros lugares; la lista de víctimas es pequeña y joven. En el proceso electoral de 2021 hubo, de acuerdo con la consultora Etellekt, 860 víctimas, 91 de ellas mortales. El poder de las armas está convirtiendo a la democracia en una entelequia. Los comicios serán, en un número de municipios que no conoceremos, un fraude para legitimar lo que ya decidieron un puñado de criminales cobijados en el lema de “abrazos, no balazos”. Este proceso electoral, en suma, será un paso más en la apropiación de las instituciones estatales por parte del crimen organizado.
Entendiendo la lógica del control
La relación entre el mundo de la política y la criminalidad es amplia, compleja y antigua. No comenzó en este sexenio. Es una verdad de Perogrullo que las organizaciones criminales perdurables y poderosas requieren de protección política y policiaca y que para ese fin siempre han corrompido a policías, jueces y alcaldes. Puede decirse que el nivel mínimo de colusión es que algunos miembros de algunas instituciones estatales trabajen para ellos. Sin embargo, desde la década de los 90 del siglo pasado los cárteles de la droga en México comenzaron a controlar ya no solo a algunos agentes de policía o ministerios públicos, sino instituciones enteras: policías locales, delegaciones estatales de la PGR; guarniciones y destacamentos del ejército, etc. Lo hacían principalmente en los estados fronterizos y en algunos otros donde se producía la droga, como Sinaloa, Durango, Guerrero, Michoacán.
Posteriormente, desde la primera década de este siglo, Los Zetas y La Familia Michoacana dieron un paso adelante: adueñarse por completo de los ayuntamientos por medio de la amenaza de plata (aceptan el soborno) o plomo (los asesinan). En 2009, La Tuta, quien encabezaba a la Familia Michoacana, reunió a 25 alcaldes de Tierra Caliente después de las elecciones para darles instrucciones sobre quiénes serían sus secretarios de Seguridad, Obras Públicas y Desarrollo Social. Así, no solo tenían la protección y complicidad de las policías, sino que estas operaban por completo para ellos; se pasaban de bando. Además, se adueñaban de las principales partidas del presupuesto, por ejemplo, Obras Públicas, que solo contrataba a las empresas de La Familia; o controlando el reparto de los programas sociales del municipio para generar respaldo social y mostrar “generosidad”. En otras palabras, se apropiaban de las instituciones y las ponían a su servicio. La sociedad quedaba completamente indefensa. No en balde las autodefensas nacieron en Michoacán y Guerrero.
Los cárteles criminales participan en los procesos electorales de varias maneras: ponen candidatos suyos y eliminan a los adversarios (en 2010 asesinaron al candidato del PRI a la gubernatura de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú), inhiben el voto a través del miedo, financian campañas de todos los partidos e incluso operan el día de las elecciones para que ganen sus favoritos, como lo hicieron a los ojos de todo mundo en las elecciones de gobernador de Sinaloa y Michoacán en 2021. El saldo final de su involucramiento es la construcción de una amplia y creciente red política de protección, en la que participan todos aquellos gobernantes (regidores, alcaldes, gobernadores) y legisladores locales y federales que se beneficiaron del apoyo criminal, además de los funcionarios que designan (fiscales, ministerios públicos, jefes policiacos). Esa red genera, poco a poco, una legitimidad política y social de facto, no generada por elecciones libres, ni sustentada legalmente. Es producto de la violencia, la intimidación, de poder ilegal, aunque esté barnizada por algunas elecciones que ellos manipularon. Y esta es otra de las razones del interés de los delincuentes por los procesos electorales.
Obtiene la legitimidad política porque los partidos y gobiernos caen en la tentación de aceptar ese dinero y de promover candidatos populares vinculados al crimen organizado (pregúntenles a los habitantes de Guerrero, Morelos o de San Luis Potosí, los casos más recientes y visibles). Por tanto, se hacen de la vista gorda frente a lo que está pasando. Dado que todo lo anterior es sabido desde hace muchos años, es muy revelador que al llegar una temporada electoral ni a los partidos ni a los gobiernos les interese hacer algo real y eficaz para impedir la violencia o detener los ríos de dinero sucio del crimen organizado en las campañas. Lo que debería ser un escándalo se ha vuelto normal, inevitable.
La legitimidad social llega un poco después, cuando los ciudadanos, al percibir o comprobar que muchos políticos, funcionarios, policías, ministerios públicos trabajan para el crimen organizado, entienden que el poder cambió de manos; que, frente a la violencia y el despojo que los acecha por todos lados, las opciones no son muchas ni buenas: ponerse del lado de los criminales (para beneficiarse o para mitigar el daño), callar y sufrir en silencio, sin denunciar, o huir porque no hay nadie que los defienda. Por eso muchos jóvenes se enrolan; por eso hay quienes ponen “narcotienditas”, lugares donde se venden drogas; por eso comunidades enteras participan en el huachicol y otras emigran masivamente; por eso hay empresarios que aceptan participar en el lavado de dinero y medios que callan por temor. Esta pesadilla es una realidad cotidiana y no hay escape. Mandan los señores de las AK47 porque el gobierno decidió darles abrazos, quizá al principio por ingenuidad y probablemente ahora por complicidad. Esa es la realidad y la mayoría de la sociedad la normaliza, se adapta porque no tiene alternativa.
Los límites y las consecuencias
Evidentemente, las organizaciones criminales no tienen las capacidades para sustituir por completo al Estado mexicano, ni tampoco les interesa; es por eso que este no llegará a ser, en sentido estricto, un narcoestado. Lo que ya existe son narcoestados regionales. Su objetivo es controlar a aquellas instituciones y altos funcionarios que les garanticen la impunidad para ampliar su actividad depredadora contra la sociedad y la economía en territorios cada vez más grandes, adueñarse de rebanadas crecientes de los presupuestos públicos y alcanzar un nivel de legitimidad política y social que asegure la permanencia de ese estado de cosas.
Pero para los ciudadanos esto ha significado un largo y doloroso descenso al abismo, que en años más recientes se ha vuelto aun más tortuoso ante la criminal indiferencia/complicidad del presidente López Obrador, su gobierno y una gran parte de la clase política que no hace casi nada para evitarlo. Sobran postales de ese viaje al infierno: cinco jóvenes secuestrados en Lagos de Moreno, Jalisco, que son obligados a matarse entre ellos sin otra razón aparente que satisfacer el sadismo de los sicarios. Miles de madres que en el día vagan por los desiertos y cerros pelones de la geografía nacional buscando fosas clandestinas donde puedan estar los restos de sus familiares desaparecidos, y en la noche se cuidan de ser asesinadas, clamando justicia ante los oídos no sordos, sino tapiados de concreto, de quienes viven y trabajan en Palacio Nacional. Familias masacradas en fiestas, en velorios; jóvenes acribillados en posadas, bares, discotecas, afuera de los talleres donde trabajan mientras se toman una cerveza al terminar la jornada laboral, y ese rato de disfrute termina en pesadilla para sus familiares. La violencia criminal ha dejado, entre 2006 y 2023, más de medio millón de mexicanos asesinados y desaparecidos. ¿Cuántos niños huérfanos hay cuyo horizonte de vida se frustró, están llenos de odio y deseo de venganza y seguirán alimentando la espiral de violencia? ¿Quién imparte justicia?
Una sección de ese averno al que descienden todos los días personas y empresas de todo tipo y tamaño se llama cobro de piso, un sistema tributario paralelo al del gobierno. Las organizaciones criminales no solo tienen sicarios que recolectan ese impuesto criminal en tortillerías, pollerías, mercados, farmacias, taxistas o gasolineras, sino que también utilizan a organizaciones empresariales para que cobren cuotas. Las uniones ganaderas lo hacen con los exportadores de ganado de Jalisco, la Asociación de Exportadores de Aguacate les cobra a sus asociados una cantidad fija de pesos por cada kilo de ese producto exportado a Estados Unidos, y así la lista crece. De esa manera, miles de pequeños empresarios que se han esforzado la vida entera para levantar sus negocios los ven convertirse en cenizas por negarse a pagar el derecho de piso; ven destruido su patrimonio y la tranquilidad económica de sus familias. Y aquí tampoco hay quien los apoye para sobrevivir a la desgracia. En su voracidad sin límites, las organizaciones criminales en Guerrero, Nayarit, Chiapas o el Estado de México, por mencionar solo algunas entidades, ya cobran derecho de piso a las familias campesinas e indígenas por vivir en sus comunidades y sembrar sus tierras.
El control territorial les permite también el desarrollo de nuevos mercados ilegales tan lucrativos como el narcotráfico. Uno, adueñarse de las carreteras y autopistas (ante la pasividad de la Guardia Nacional) para robar camiones con mercancías de todo tipo, que luego son vendidas en los tianguis que también controlan, ampliando la cadena productiva de sus imperios económicos ilícitos. Dos, el huachicol, el robo y venta de combustible, que ha crecido como nunca imaginó el general Eduardo León Trauwitz, quien operó ese negocio ilícito desde el área de seguridad en Pemex durante el sexenio pasado. Es tanto el combustible robado que los grupos criminales obligan a la Unión Nacional de Expendedores de Gasolinas a que las gasolineras legalmente establecidas lo comercialicen. Un tercer negocio es el tráfico de migrantes centroamericanos, a los que roban, despojan, secuestran, violan y asesinan antes de abandonarlos a sus suerte en los desiertos o en las cajas de tráileres.
Una vez que los criminales han despojado, violado, sometido, asesinado, desaparecido o extorsionado hasta la saciedad y el ciudadano busca protección y justicia, el infierno adquiere la cara de la indiferencia, la prepotencia, la ineptitud y hasta la burla o la victimización de las autoridades. Los policías no hacen nada o colaboran con quien atacó; los Guardias Nacionales se pasean sin intervenir; los soldados se dejan vejar por los criminales porque tienen la orden de abrazarlos; los agentes de los ministerios públicos se encargan de recordarle a las víctimas, contrato despótico, que si denuncian les puede ir peor; se trata de revictimizarlos, no de hacer justicia. Así, la impotencia y la indefensión se suman para dejar a los habitantes de este país en la desesperanza que produce un nuevo y permanente estado de cosas, cuyos amos lo son por su voluntad y disposición a la arbitrariedad y el azar de la violencia para satisfacer la expoliación creciente.
Un escenario posible y sus razones
Mucho se ha escrito sobre la forma en que el presidente López Obrador está debilitando o destruyendo la democracia: los ataques y la colonización de las autoridades electorales; la desaparición o asfixia operativa y presupuestal de los órganos autónomos; la férrea voluntad para someter al poder judicial; la militarización de la administración pública con el consiguiente empoderamiento de las fuerzas armadas en detrimento del poder de los civiles; los desplantes autoritarios contra medios, periodistas y críticos; el desprecio sistemático al estado de derecho que se traduce en violaciones frecuentes a la Constitución y otras normas; el empeño en legar el poder a la candidata de su partido por medio de una elección de Estado.
Si gana la candidata oficial, los esfuerzos de AMLO para construir un hiperpresidencialismo autocrático fructificarán, y ello desterrará inevitablemente la incipiente e imperfecta democracia mexicana, que con muchos esfuerzos de la sociedad y los partidos se construyó en las últimas cuatro o cinco décadas. La victoria de Morena sería un punto de inflexión en la historia del país, significaría la regresión autoritaria con consecuencias gravísimas. Se cancelaría la oportunidad de construir un futuro entre todos los mexicanos y para todos, sin exclusiones, ya que los ciudadanos considerados como sus enemigos no estarían incluidos en el prometido segundo piso de la “transformación”. La polarización y el maniqueísmo de López Obrador se repiten íntegramente en el discurso de su candidata. Además, los derechos humanos fundamentales, los consagrados en la Constitución y que por ello representan el límite teórico y real al ejercicio del poder, quedarían borrados frente al poder concentrado, sin límites de ningún tipo, del Ejecutivo.
López Obrador ha construido ya una parte del ataúd de la débil convivencia democrática. El crimen organizado, más burdo que el presidente, quiere terminarlo lo más pronto posible. Quiere enterrar a la mayor parte de la democracia en junio próximo y de paso consagrar y perpetuar el dominio infernal de la violencia cruel y arbitraria, de la autoridad a la que no le interesa hacer justicia, sino perpetuar la impunidad. Lo grave es que el gobierno de López Obrador y muchos morenistas, incluyendo alcaldes, gobernadores, estrategas de campaña, han alentado –ya sea por omisión o comisión—que el crimen organizado haga su agosto en el control creciente de territorios, gobiernos e instituciones de seguridad y justicia a cambio de trampas electorales y balazos ahí donde sea necesario para asegurar el triunfo de sus candidatos y su proyecto.
Hay dos explicaciones posibles para este escenario: la mala y la peor. La mala es que la permisividad del gobierno ante el intenso involucramiento del crimen organizado en el proceso electoral se debe a su ingenuidad, pues creen que a cambio de que las instituciones se hagan de la vista gorda, los criminales cumplirán lo acordado en sus pactos (se portarán bien, reducirán la violencia, no venderán droga en México, o lo que sea) y ello generará tranquilidad y paz. Tal vez al principio del sexenio se podría haber creído que actuaban con buena fe, pero con ingenuidad. Pero después de cinco años, 170 mil asesinatos y un crimen que como nunca actúa como depredador, es muy difícil creer en la candidez de nuestros gobernantes.
La peor explicación es la perversidad: hay un pacto nacional, o muchos pactos locales, para que el crimen organizado apoye las campañas de Morena y se garantice la continuidad del proyecto de “transformación” sin importar las consecuencias para la sociedad, el Estado y el país. A la perversidad habría que añadir la irresponsabilidad criminal. La historia reciente del país ha demostrado que cualquier acuerdo con las organizaciones criminales se convierte en un espacio y tiempo favorables para el empoderamiento de los criminales, que se traduce en debilidad del Estado y en una sociedad aplastada e indefensa.
Si bien AMLO y su gobierno tienen la mayor parte de la responsabilidad del avance político del crimen organizado y de la libertad con que se ha involucrado en el proceso electoral, el resto de los partidos políticos también han pecado de omisión, y eso también es muy grave. No solo no han levantado la voz para denunciar lo que está ocurriendo, sino que están aceptando candidatos con antecedentes preocupantes por su vinculación al crimen organizado. Con la misma irresponsabilidad de creer que el fin justifica los medios, acaban dando cheques en blanco a quienes están matando y expoliando a los mexicanos. Con su ilegal avidez electoral, nos condenan.
Aunque tarde, los partidos del Frente Amplio por México y Movimiento Ciudadano deben exigirle con toda energía y urgencia al gobierno una estrategia seria y no promesas vagas, para que juntos impidan que la fiesta de los votos se convierta en una de balazos, y que después más mexicanos desciendan al infierno. ~
Es especialista en seguridad nacional y fue director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN). Es socio de GEA.