El debate sobre la reforma electoral apunta con toda precisión lo que está en juego: la autonomía del Instituto Nacional Electoral y del Tribunal Electoral, y la permanencia de la democracia. Representa el riesgo político más grave de todo el sexenio, ya que significa una regresión a la época del autoritarismo priista del siglo pasado. Aprobar esa reforma en los términos del presidente equivale a la muerte prematura de la democracia mexicana.
Sus consecuencias irían más allá de cancelar la democracia electoral. La captura del INE consolidaría un modelo de gobernabilidad que está destruyendo al país. México vivió la mayor parte del siglo XX bajo el autoritarismo del PRI que, no obstante sus defectos y omisiones, fue capaz de construir instituciones, y con ellas impulsó un proceso de modernización económica y permitió la transición democrática. El autoritarismo populista de López Obrador, en cambio, ha destruido las capacidades de las instituciones del Estado y va a heredar un país en ruinas a quien lo suceda.
La herencia
El proyecto de gobierno del presidente López Obrador está siendo muy costoso para el país en prácticamente todos los ámbitos.
En materia económica, el crecimiento durante el todo el sexenio será de alrededor de cero, lo que significa que el PIB per cápita habrá retrocedido a los niveles de 2014 y la pobreza crecerá irremediablemente. Una parte de ello se debe a la pandemia, pero el resto obedece a políticas económicas erróneas. Si bien no se ha producido una crisis fiscal, el equilibrio de las finanzas públicas es cada vez más frágil. El gobierno actual dejará una hacienda mucho más endeudada y con los fideicomisos y fondos de emergencia vacíos.
La salud es otro de los grandes fracasos. La desaparición del sistema de compras y distribución de medicinas, y posteriormente del Seguro Popular, ha generado una crisis gravísima: un incremento de más de 15 millones de personas que no cuentan con ningún servicio. A lo anterior hay que añadir un manejo de la pandemia que fue ejemplo de lo que no se debe hacer, por el cual México ocupa el cuarto lugar mundial en muertes por covid-19: se estima que entre 600 y 700 mil mexicanos murieron durante la pandemia. No se han estimado las muertes causadas por el desabasto de medicinas.
En materia educativa, el saldo también es malo. Una de las primeras decisiones del gobierno en 2019 fue derogar la reforma educativa de 2013, que tuvo dos objetivos: quitarle al sindicato magisterial el control de las plazas laborales y de la nómina, e introducir la calidad de la educación como una obligación del Estado. En su lugar, el gobierno propuso un nuevo plan educativo muy confuso, basado no en nuevas prácticas pedagógicas, sino en premisas ideológicas, que fue criticado por expertos en la materia. Además, la pandemia provocó que más de un millón de niños dejaran la escuela, así como un rezago de más de un ciclo escolar, sin que la SEP haya reconocido esos problemas ni haya planteado alternativas para solucionarlos.
La seguridad pública es quizás el ámbito más dañado. La debilidad de las instituciones de seguridad y justicia las hace incapaces e insuficientes para controlar y desarticular a las organizaciones criminales y reducir la impunidad. Pero el actual gobierno apostó todo a militarizar la seguridad pública, lo cual ha mostrado su ineficacia. En cambio, renunció a invertir recursos y esfuerzos para fortalecer a las policías civiles de los gobiernos locales y al sistema de procuración de justicia. En este rubro se han perdido otros cuatro años y seguramente nada se hará en el resto del sexenio.
A esta omisión hay que añadir la fallida política de “abrazos, no balazos”, que se ha traducido en tres fenómenos muy graves: a) la mayor crisis de violencia en la historia del país, con un promedio cercano a cien homicidios y 30 personas desaparecidas cada día en los cuatro primeros años del sexenio; b) una expansión de las organizaciones criminales que significa diversificación y ampliación de los mercados ilegales y, c) una mayor captura de instituciones estatales por parte del crimen organizado, que profundiza la corrupción y complicidad de una mayor parte de la clase política.
Este agravamiento de la situación del país –la relación no es exhaustiva pues habría que añadir, entre otros, la permanencia de la corrupción; la destrucción de las capacidades operativas del gobierno federal; la regresión de las políticas ambientales; la reducción de la política de desarrollo científico y tecnológico; el desastre de la aviación comercial– ha sido posible por un modelo de gobernabilidad autoritaria, es decir, un ejecutivo que ha concentrado el poder para que su voluntad no encuentre resistencias ni límites.
Ha sido un proceso consistente, sistemático pero gradual. Es evidente que la democracia y sus valores –gobierno incluyente, respeto a las minorías, división de poderes, respeto a la ley y estado de derecho, contrapesos institucionales, rendición de cuentas, discurso basado en la razón y la verdad, respeto a la libertad de expresión– están en grave riesgo. El presidente los ha ido desmontando poco a poco.
Los signos del autoritarismo y desmantelamiento de la democracia
El presidente López Obrador ha acumulado poder por medio de tres mecanismos. El primero ha sido eliminar o debilitar los contrapesos institucionales: imponerse a los poderes legislativo y judicial para anular en los hechos la división de poderes, y debilitar a los órganos autónomos que establecen límites a la actuación del Ejecutivo.
El sometimiento del Congreso ha sido posible en parte por las mayorías absolutas (50% más uno de los votos) que su partido tiene en ambas cámaras. En los tres primeros años contó con una mayoría calificada (dos terceras partes más uno) en la Cámara de Diputados, que perdió en 2021. Desde entonces, para lograr la aprobación de reformas constitucionales no ha dudado en chantajear a legisladores de oposición.
Por su parte, las bancadas oficiales están completamente sometidas. Una vez emitida la instrucción de no cambiar ni una coma, las iniciativas son aprobadas sin ninguna modificación por los legisladores morenistas y sus aliados del PVEM y el PT.
En condiciones normales, AMLO solo habría propuesto durante su sexenio a tres de los once magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), que habrían llegado al final de sus encargos. Sin embargo, a través de la Unidad de Inteligencia Financiera y la Fiscalía General de la República, amenazó con encarcelar, con cargos falsos, a un ministro y a sus tres hijos. El ministro renunció, y por eso López Obrador pudo proponer cuatro, con los cuales ha intentado frenar las resoluciones de controversias constitucionales que requieren del voto de ocho de los once ministros.
Como no ha podido conseguir la lealtad absoluta de los cuatro ministros que propuso, obtuvo el respaldo, en algunas decisiones importantes (fue el caso de las consultas populares o la ley eléctrica), del presidente de la SCJN, Arturo Zaldívar. Incluso logró que sus legisladores aprobaran una reforma legal para prolongar dos años la presidencia de Zaldívar en la Corte, que luego esta misma declaró inconstitucional.
El presidente ha ejercido su influencia sobre el poder judicial de forma más sutil. Muchas de las controversias contra reformas legales y constitucionales simplemente no han sido llevadas a debate, debido a la facultad de Zaldívar para determinar la agenda de temas a discutir. Es notable, por ejemplo, que muchas impugnaciones a reformas legales y constitucionales relacionadas con el ejército y la militarización llevan años congeladas.
Sometido el legislativo y medio sometido el judicial, los organismos autónomos han sido desmantelados o acosados por limitar las decisiones presidenciales. La CNDH simplemente desapareció del mapa tras el nombramiento al frente de esta de una militante de la 4T; el Instituto Nacional para la Evaluación Educativa fue derogado; la Comisión Reguladora de Energía fue controlada por funcionarios que desconocen el tema y simplemente obedecen órdenes de la Secretaría de Energía; la Comisión Federal de Competencia y el Instituto Federal de Telecomunicaciones se debaten en la inoperancia por la falta de nombramientos de sus órganos directivos; el INAI está controlado por el ejecutivo; el INEE desapareció por reforma constitucional. El INE ha estado cuatro años bajo acoso de AMLO y su partido, sedientos de venganza por un fraude electoral que solo él y sus seguidores sostienen. La única institución medianamente respetada ha sido el Banco de México.
Un segundo mecanismo por el que AMLO ha acumulado poder ha sido la utilización discrecional de la procuración de justicia con fines de control político. Todos los presidentes priistas del siglo pasado la usaron, no es su invento. Lo que sí hizo fue legalizar una variante. Amplió el catálogo de delitos que merecen prisión preventiva oficiosa, la cual permite que una persona acusada de haberlos cometido vaya a la cárcel de manera automática sin sentencia, y permanezca en ella mientras se desarrolla su juicio, el cual puede durar años.
Se incluyó en esa categoría de delitos los de evasión fiscal, outsourcing, corrupción y delitos electorales. Con ello, ha tenido atemorizados a empresarios y políticos de oposición, ya que una mera acusación, aún sin fundamento, es suficiente para encarcelar a quien desee el presidente. Se llama gobernar por medio de la amenaza, el chantaje y el miedo; es legalizar el uso político y discrecional de la justicia; es corromper y destrozar el estado de derecho.
En el abuso de este instrumento, el presidente López Obrador ha contado con un aliado incondicional: el fiscal general Alejandro Gertz Manero, que no se limita a perseguir y amenazar a quien le señala el presidente; él mismo tiene en su cuenta ejemplos personales de utilizar la justicia para venganzas personales.
El tercer elemento de la acumulación de poder del presidente es la relativización de la ley, o su disposición a violarla cuando la considera injusta (que se opone a sus designios), con el agravante de que lo anuncia y lo defiende abiertamente.
La relación de acciones ilegales del presidente no es pequeña. Su primer decreto consistió en prohibir a las dependencias entregar apoyos económicos a las ONG que realizan tareas de atención a grupos vulnerables, apoyos sancionados legalmente. Poco después emitió otro decreto en el que ordenaba a los funcionarios de la Secretaría de Educación Pública no cumplir con las leyes educativas derivadas de la reforma de 2013, que aún estaba vigente. El año pasado decretó que obras públicas como el Tren Maya, el aeropuerto Felipe Ángeles y la refinería Dos Bocas eran materia de seguridad nacional (sin aportar ningún fundamento) y las eximía de cumplir los requisitos legales, como cuidar el medio ambiente. Ha enviado al Congreso iniciativas de ley que contradicen la Constitución (la ley eléctrica y la incorporación de la Guardia Nacional a la Defensa) y obligó a sus legisladores a que las aprueben. Contrastan las amenazas a jueces que otorgan amparos en contra de acciones gubernamentales y el beneplácito a la gobernadora de Campeche que, violando la ley, difunde comunicaciones privadas de adversarios producto de espionaje ilegal. Al presidente, el juramento de cumplir y hacer cumplir la Constitución, que hizo al momento de tomar posesión de la presidencia, lo tiene sin cuidado.
Pero hay otros indicadores, además del presidencialismo exacerbado, que forman parte del modelo de gobernabilidad autoritaria.
La administración de AMLO gobierna de espaldas a la sociedad y a la clase política. Así lo muestran el Plan Nacional de Desarrollo, escrito sin consultar a los diferentes sectores de la sociedad, y las decenas de reformas legales que no fueron debatidas con los grupos involucrados. El presidente no se ha reunido con los grupos parlamentarios de oposición ni con la Conferencia Nacional de Gobernadores. Tampoco recibe a los grupos sociales que demandan seguridad, justicia, salud, educación o respeto a los derechos de las mujeres, por mencionar algunos. Las reuniones con empresarios se cuentan con los dedos de una mano y no han salido de ellas acuerdos amplios para mejorar la marcha de la economía. No ha hecho ningún viaje al exterior a promover los intereses del país, con excepción de un par de visitas obligadas a Washington. Pareciera que solo gobierna para quienes votaron por él; su discurso polarizador, que divide a la sociedad en buenos (sus seguidores) y malos (todos los demás que son conservadores y neoliberales) refleja esa concepción excluyente del gobierno.
El presidente presume que respeta la libertad de expresión y pone como prueba las más de mil conferencias de prensa que ha realizado, en las que existe, según él, un “diálogo circular” con los medios de comunicación. Pero la realidad es que, con contadas excepciones, han sido conferencias preparadas para el lucimiento personal. Lo que realmente caracteriza a su gobierno es el acoso, el espionaje y la descalificación permanente de medios de comunicación, periodistas y críticos que cuestionan la narrativa presidencial. El manejo del gasto en comunicación social del gobierno sigue siendo discrecional y favorece a los medios que defienden y alaban a la llamada 4T y al presidente.
Por si todo lo anterior no bastara, el presidente ha militarizado a su gobierno, al otorgarle a las fuerzas armadas gran cantidad de tareas y presupuesto que se han traducido en un empoderamiento político del ejército. Ello ha roto el equilibrio entre el poder civil y militar. Cuando este último deja de actuar como institución de Estado para convertirse en un actor político en favor de un gobierno y un proyecto partidista, la democracia corre peligro. El silencio del secretario de la Defensa ante los cuestionamientos de legisladores de oposición en torno a esta desviación política ilegal que ha tomado el ejército es ominoso y preocupante.
Los resultados que presume López Obrador de esta gobernabilidad autoritaria –construir el aeropuerto, el tren y la refinería; reasignar masivamente recursos presupuestales a sus programas sociales, especialmente al de adultos mayores; aprobar reformas legales casi todas inconstitucionales; incrementos salariales y aumento marginal en la recaudación impositiva– no compensan la destrucción institucional ni los enormes costos y daños para el país y la sociedad.
El método de gobierno diseñado y puesto en práctica por el presidente López Obrador, al disponer arbitrariamente de las capacidades e instituciones estatales y excluir a la sociedad y al mercado de las tareas de gobierno, debilita la acción gubernamental y la vuelve terriblemente ineficaz e ineficiente. Esto contribuye a agravar los problemas que pretende resolver: pobreza, desigualdad, inseguridad, violencia, impunidad, corrupción y estancamiento económico, entre una larga lista.
Al modelo de gobernabilidad autoritaria le falta la cereza del pastel: el sometimiento de las autoridades electorales, el INE y el Tribunal Electoral. AMLO las quiere bajo su control no solo para garantizar el triunfo de Morena en junio de 2024, sino también para consolidar su poder sin límites y mantener un modelo de gobierno que sumirá a México en una larga noche que puede prolongarse décadas. No hay tarea más urgente que desmontar el autoritarismo, y la defensa del INE y del Tribunal es apenas la primera prueba.
Es especialista en seguridad nacional y fue director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN). Es socio de GEA.