Barrillot subiendo por Galiano

"La calle es de los revolucionarios” es uno de esos eslóganes que el oficialismo cubano y su cohorte de comprometidos murmuran para justificar los apaleamientos, la prisión y el escarnio. Detrás de él está un inveterado culto a la intransigencia.
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Cuenta Jean Jacques Rousseau en sus Confesiones la historia de los dos Barrillot, padre e hijo, alistados en bandos diferentes, uno en el de la burguesía, el otro en el de los magistrados, durante los disturbios de la República suiza en 1737. Este pasaje reaparece en el borrador de sus Cartas desde la montaña: “Yo vi al padre y al hijo de partidos opuestos armarse los dos en la misma casa, casi en el mismo cuarto, salir juntos, abrazarse, separarse, para encontrarse tal vez una hora más tarde el uno frente al otro y obligados a degollarse entre sí”.

En los últimos días no pocos padres y suficientes hijos salieron de sus casas en La Habana, en San Antonio de los Baños, en Palma Soriano, con diferentes objetivos. Unos a reclamar un cambio en Cuba tras más de 60 años de mesianismo, de control social desmesurado y de grisura, y otros, uniformados o no, a reprimirlos. Las imágenes hablan por sí mismas.

Lo triste es que probablemente no se hayan despedido con la hidalguía de aquellos Barrillot suizos. El padre (o la madre) se habrá acercado al umbral para soltar “pestes” del enemigo, estigmatizar una vez más al diferente, vociferar contra el gusano –palabra de connotación fascista donde las haya–, y al cerrar la puerta habrá oteado una vez más la oxidada chapilla metálica que sigue ahí, clavada, en la madera desde los años 60 y que dice: “Fidel, esta es tu casa”, aunque ya de manera bastante borrosa.

El hijo (o la hija, porque ahora mismo lo que destaca en la isla son mujeres valientes) esperará un rato, se inventará un subterfugio o saldrá por la puerta de la cocina. Lo importante es que estará con los suyos, que mostrará su hartazgo y pujará por un país más plural. ¿Se encontrarán? Puede que sí. Esto ahora no es lo más importante.

Lo que sí sabemos es que ese padre dizque “revolucionario” repetirá para sí mismo y les recordará a sus colegas de algazara patriótica que “la calle es de los revolucionarios”; ese otro mantra que, junto al de la chapilla desleída, ha marcado la vida de millones de cubanos.

En este momento da igual quién dijo la frase por primera vez y cuándo; cualquier cubano está harto de escucharla. El pasado 16 de abril la repitió el general Raúl Castro en la apertura del VIII Congreso del Partido Comunista de Cuba: “La contrarrevolución interna carece de liderazgo y estructura organizada y concentra su activismo en las redes sociales. Las calles, los parques y las plazas serán de los revolucionarios”.

Se trata sobre todo de una frase reductora y exclusivista, higienista y excluyente, que tiene su contraparte en una de las que se utilizó en estas protestas: “Cuba es de todos”, recordatorio de que un país no es solo de quienes se mantengan obedientes bajo el paraguas del determinado partido político.

Sin embargo, proferida de manera cansina por el presidente Miguel Díaz-Canel el pasado 11 de julio, continúa siendo uno de esos eslóganes que el oficialismo y su cohorte de comprometidos murmuran en casa, a la hora de la magra comida, para justificar los apaleamientos, la prisión y el escarnio. Y la dicen, no faltaba más, con el mismo principio movilizador –el de “la Patria en peligro”– con que en 1792 se justificaba la guillotina en el corazón de París.

Detrás de este reflejo cubano, más allá de la parábola con Francia, está nuestro inveterado culto a la intransigencia. De un modo u otro, en una lámina o en una foto mental, todos le abrimos en algún momento la puerta de casa a Fidel Castro, responsable de muchas cosas y ejemplo patológico de soberbia, inflexibilidad y bravuconería.

Para demostrar la solidez de sus atributos viriles, el Comandante en Jefe no recurrió a Robespierre, sino a Antonio Maceo, aquel heroico general cubano que tanto machete dio sobre pellejo español y que quedó para la historia nacional como emblema de coraje y… una vez más, de intransigencia criolla.

Fue él quien se impuso sobre los pactistas y los dialogantes en el Ejército Libertador, y quien encaró en 1878 al general español Arsenio Martínez Campos para echar por tierra el proceso de paz firmado en el Pacto del Zanjón.

Años después los historiadores han concluido que, como lo pedían muchos, había que firmar la tregua y tomarse un respiro para reorganizar la contienda independentista. En cambio, lo que ha quedado de Maceo es más que nada su firmeza y su intransigencia. Al final todo era una cuestión de timbales, ese sonoro eufemismo.

La Revolución cubana, en pocas palabras, no ha dejado de ver al Pacto del Zanjón como un acto cobarde; muchos de sus firmantes ni siquiera aparecen en los libros de texto. Por su parte, la Protesta de Baraguá encabezada por el Titán de Bronce sí quedó como el germen y el evento catalizador de la dignidad, aunque también de la inflexibilidad en cuestiones de política. En nuestro caso, ser intransigente es ser revolucionario.

Sobre esta línea continuó la proyección de Fidel Castro. “Empiezo por decir que quien no tenga una actitud de combate (…) no será jamás un revolucionario”, advirtió en 1966 durante la conmemoración del VI aniversario de la creación de los Comités de Defensa de la Revolución.

“Queremos que cada dirigente del Partido (…) actúe con intransigencia en el cumplimiento del deber”, aclaró a finales de 1975 en el discurso de Clausura del Primer Congreso del Partido Comunista.

La intransigencia viaja del mambí del siglo XIX al revolucionario de 1959, del comunista de 1975 al Barrillot-padre de Centro Habana, de Jaruco o de Camajuaní que sale de su casa, recoge en la sede municipal del PCC su tranca de almendro de la India, tan habitual en nuestros parques, y se dispone a partirle la crisma, bajando por la calle Galiano, al primero que reclame un mundo diferente. Y si del lado de los insurgidos está su hijo, su hija, pues sobre ellos caerá también el peso de la Revolución a través de un trozo de madera.

Básicamente esto ocurrió luego de que el presidente Díaz-Canel, de regreso de una sofocante visita a San Antonio de los Baños, convocó “a todos los revolucionarios a salir a las calles a defender la Revolución en todos los lugares”. Alto y claro. El rostro más visible del gobierno lanzaba a sus fieles, que son muchos, a combatir a quienes protestaban de manera pacífica, como los tantos que he visto en un video subir por Galiano. Por su cabeza no pasó llamar a la calma ni, como en tantas partes en el mundo, abrir una mesa de diálogo para construir un camino de cambio y conciliación.

Porque la idea es no ceder. Ni entender la política como un juego de toma y daca con la ciudadanía. Y una vez más las imágenes hablan por sí solas. “No vamos a entregar la soberanía, ni la independencia de esta nación”, enfatizó el mandatario. “Tienen que pasar por encima de nuestros cadáveres si quieren enfrentar a la Revolución”.

En el momento en que escribo ya tiene rostro y nombre el primero de esos cadáveres: no es un agente de la CIA, sino un hombre todavía joven de la periferia de La Habana que reclamaba algunos derechos y una vida menos ardua, menos gris, si bien las autoridades se ocuparon de advertir en su nota a la población que tenía antecedentes por desacato, hurto y alteración del orden.

Una vez más, el culto a la intransigencia contraía nupcias con la barbarie. Y ya sabemos que esta suele estar a la vuelta de la esquina. En los escritores cubanos que se delatan entre sí, que redactan informes, a mediados de los años 70 –según le confesó Heberto Padilla a Ángel Rama–, o en 2021, pues nada nos indica que esto haya cambiado. En la vecina que te “mandó a matar” en 1996 porque tenías una antena parabólica ilegal para captar canales de televisión más divertidos, o en el otro que quemó un monigote de tela y guata en forma de Tío Sam en el jardín de tu casa, cuando todos se enteraron de que en la primavera de 1980 habías decidido algo tan sencillo como mudarte de país.

Y, por supuesto, en la parienta que ahora mismo, pocos días después del 11 de julio, cuando se recrudece la cacería, le pasa al oficial de la Seguridad del Estado que la visita los nombres de los tres o cuatro descarriados de su cuadra que salieron a protestar aquel domingo. No importa si entre estos está la hija del Barrillot-padre, una muchacha delgada, “medio rara”, dice, que escribe poesía y que todos vieron subiendo eufórica por Galiano, dirección a la calle Reina. La Revolución es sagrada, más grande que todo lo demás.

La barbarie está en cualquier esquina, incluso en un golpe de pestaña que busca justificar la represión o en el silencio de un ser que tiene tu propia sangre. Lo dice alguien que, con 50 años, no oculta el convencimiento de que tres o cuatro miembros de su familia –de la carnal y la política–, personas buenas y honestas, no me cabe duda, habrían aceptado sin reparos e incluso con orgullo dirigir un pelotón de fusilamiento si la Revolución cubana, ese ente que ama, dispone y manda, se los hubiera pedido.

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(La Habana, 1971) es narrador y ensayista. Autor de "El último día del estornino" (Viento Sur, España, 2011), Cuerpo a diario (Hypermedia, España, 2014), Notas al total (Bokeh, Países Bajos, 2015) y Hotel Singapur (Audere, E.U., 2021), entre otros.


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