El primer ministro serbio Zoran Djindjic fue asesinado en 2003, después de estar menos de tres años en el poder (fue el primer primer ministro después de la caída de Milosevic). Por su relativa juventud (tenía 50 años) cuando fue asesinado, y por su excepcional inteligencia y vida inusual, se convirtió progresivamente en un héroe, en un icono para muchos en Serbia. Más o menos como Kennedy, que fue asesinado muy pronto en su vida política, su vida interrumpida permite a todo el mundo construir una historia plausible sobre cómo las cosas habrían sido mucho mejores si hubiera vivido. Dragan Lakicevic, un amigo de instituto y universidad de Djindjic, acaba de escribir unas excelentes memorias de su amistad, tituladas (con una alusión obvia a Joyce) Retrato del político adolescente.
El libro es muy bueno y se lo recomendaría a todos los lectores serbios (y croatas). Pero mi intención aquí no es discutir la vida de Djindjic, sino subrayar un pequeño aspecto, secundario, del libro. Tanto Djindjic como Lakicevic estudiaron filosofía en la universidad de Frankfurt (a principios de los 80). Escucharon a muchos profesores famosos, entre ellos Habermas. Después de que la secretaria de Habermas le rechazara, Djindjic consiguió hablar con el filósofo, entrando por la ventana de su oficina (y dándole un buen susto). Así es como se convirtió en estudiante universitario.
El camino del autor hacia la educación universitaria fue en cierto modo menos extravagante, pero creo que su historia es la más interesante de las dos. Tanto Djindjic como Lakicevic eran muy pobres, y vivían a base de salarios irregulares y mínimos. Sobrevivían haciendo trabajos esporádicos (en la construcción, en clubes de noche o en el contrabando) junto a gastarbeiters [trabajadores inmigrantes “invitados”] yugoslavos y turcos, y a base de que estos, o mujeres que seducían, los invitaran a cenas y alcohol.
Es el contraste entre la vida durante el día -compuesta por lecciones de filosofía en una universidad prestigiosa y seria, donde los profesores llegan a tiempo, dan citas con un mes de antelación, imparten clases sobre contrato social, alienación, ontología, epistemología… donde las bibliotecas son inmensas y tranquilas, los libros llegan rápido, cargados por ayudantes silenciosos- y el mundo de la noche -donde nuestros héroes regresan a sus dominios- lo que resulta llamativo.
El gran edificio de alquiler donde viven está dividido en pequeñas habitaciones que solo tenían lavabos, con baños compartidos, donde prácticamente ningún inquilino tiene muebles, y donde en muchas habitaciones viven cinco, seis o siete trabajadores legales o ilegales (con sus familias) de Yugoslavia, Turquía, Marruecos, Bangladesh, Nigeria. Los inquilinos, escribe Lakicevic, casi nunca se saludan: avergonzados de su pobreza, se cruzan en silencio como fantasmas si se encuentran frente al edificio.
Pero algunos apartamentos son una excepción para esta gente dócil, amarga, machacada, hosca. Son apartamentos donde proxenetas organizan matrimonios entre gastarbeiters y prostitutas alemanas, matrimonios que, como en los Estados Unidos, permiten a trabajadores ilegales ser legales. Hombres serios de mediana edad, vestidos con sus mejores trajes de cuadros, con calcetines blancos y buenos zapatos acuden a los apartamentos de los proxenetas, donde eligen entre las futuras esposas y acuerdan un precio y una duración del matrimonio.
Cuando amanece, Lakicevic vuelve al mundo del aprendizaje, donde la discusión trata de las mejores maneras de organizar una comunidad, los derechos y deberes de los ciudadanos, las clases trabajadoras y la burguesía, l’etre et le n’eant. Pero el mundo del día y el de la noche no tienen nada en común. No es solo que la gente del día y la de la noche tengan diferentes intereses y pasados. Ambos puede decirse que no pertenecen a la misma comunidad. Son dos mundos.
Naipaul vio esta misma dualidad entre los blancos y los esclavos miserables africanos. En un bello pasaje escribe:
Estaba el mundo del día; era el mundo de los blancos. Estaba el mundo de la noche; era el mundo africano, de espíritus y magia y dioses verdaderos. Y en ese mundo, hombres harapientos, humillados durante el día, se transformaban -a sus propios ojos, y a los ojos de sus compañeros, en reyes, hechizeros, herboristas, hombres en contacto con las fuerzas verdaderas de la tierra y poseídos de un poder total… Para el forastero, el dueño de esclavos, el mundo de la noche africana podía parecer un mundo de imitación, un mundo de niños, un carnaval. Pero para el africano…era el mundo real: convertía a los hombres blancos en espectros y la vida de la plantación en una ilusión (“Los cocodrilos de Yamoussoukro”, El escritor y el mundo).
Yo también vi, aunque de una manera mucho menos dramática, la gran brecha que había entre dos mundos durante las protestas de los indignados en España. Las manifestaciones comenzaron en 2011 en la Puerta del Sol, una noche de mayo, a no más de 100 metros del apartamento donde vivía entonces. Continuaron durante días y se extendieron al resto de España. Mucha gente ha comentado lo pasionales y lo bien que se comportaron los jóvenes que tomaron las calles en las ciudades de España. Y es verdad, les he visto con frecuencia en las noches calurosas españolas, sentados en pequeños círculos, como en ágoras, discutiendo, levantando las manos, votando diferentes propuestas.
Pero lo que no se mencionó fueron las personas a los márgenes de estos ejercicios de democracia directa. No era la policía, ni la Guardia Civil. Había cientos de africanos para quienes las asambleas de tanta gente en un lugar implicaban nuevas oportunidades de negocio: vender agua embotellada, chicles, frutas, bolsos falsos de Vuitton y relojes Rolex. Su actividad, siempre presente en la Puerta del Sol y calles vecinas, aumentó vertiginosamente. Había más y más de ellos y estaban vendiendo más cosas. La policía, que no intervino contra los jóvenes, no podía tampoco detener a los africanos. Así que el negocio floreció.
Lo sorprendente era el enorme abismo entre estos dos mundos de jóvenes, porque era gente de la misma edad. (Creo que los jóvenes españoles, mayoritariamente, ni siquiera se percataron de los jóvenes africanos; debían de parecer para ellos como extras de una película). Mientras un grupo discutía Habermas y Bauman, el otro grupo, probablemente inconsciente incluso de a qué se debía tanto alboroto, vio esta aglomeración como una oportunidad para aumentar en unos pocos euros sus miserables ingresos.
¿Eran parte de la misma comunidad? En absoluto. Como en el caso alemán de los ochenta, el caso español de 2011 ilustra la inmensa distancia entre quienes son miembros de una comunidad y los que no.
La difícil tarea de Europa será integrar a estos dos grupos. Pero como muestran los ejemplos, poco ha cambiado en treinta años, y es poco probable que las cosas mejores en los próximos treinta. ¿Pueden dos comunidades diferentes, compuestas por ciudadanos y metecos, coexistir para siempre?
Traducción del inglés de Ricardo Dudda. Publicado originalmente en glineq.blogspot.com
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).