Quienes en 1985 no habían nacido o no teníamos edad suficiente para salir a las calles y sumarnos a los brigadistas, crecimos oyendo y leyendo historias sobre el pasmo e inoperancia que mostraron los cuerpos de seguridad del país y el papel fundamental que jugaron los ciudadanos, los jóvenes en particular, durante los primeros días de la emergencia. Es más: no son pocos los que afirman que el terremoto del 1985 es el acta de nacimiento de la “sociedad civil” mexicana.
Treinta y dos años después, un nuevo sismo nos puso a prueba y no dudamos en repetir esa hazaña que ya sentíamos como propia: salimos rumbo a los edificios colapsados y lo primero que tuvimos que enfrentar fue un caos de organización que nos tomó más de ocho horas coordinar antes de poder empezar a ser realmente efectivos con la ayuda.
En esas primeras horas había, ni duda cabe, mucha solidaridad, pero nuestras poquísimas nociones de protección civil en la zona de desastre eran alarmantes. Los brigadistas llegamos por decenas pero sin equipo alguno (y me refiero al equipo más básico, que yo por lo menos tengo en casa, pero que no me pasó por la cabeza llevar conmigo: guantes de trabajo, casco, lámpara, cuerda, una pala, bolsas de basura grandes, cubetas); no liberamos la zona de coches ni hicimos espacio para tener margen de maniobra; elaboramos tardíamente un censo de los habitantes del edificio así que en principio no sabíamos a cuántos buscar; los primeros víveres que se suministraron tenían un destinatario poco claro, así que lo mismo pasaban de mano en mano –a lo largo de cadenas humanas que se armaban y desarmaban de manera espontánea– latas de atún abre fácil que churriguerescos pasteles embalados para fiestas de cumpleaños. Lo mismo sucedió con los medicamentos: muchas vendas, aspirina y paracetamol. Estábamos siendo genuinamente solidarios, ¿pero fuimos efectivos durante esas primeras horas vitales?
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Las bases de la protección civil en México pueden rastrearse hasta 1986, cuando se publicó en el Diario Oficial de la Federación el decreto por el que se aprueban las bases para el establecimiento del Sistema Nacional de Protección Civil y el Programa de Protección Civil. De entonces a la fecha ha habido diversos cambios legales y ahora tenemos una Ley General de Protección Civil, un Programa Nacional de Protección Civil (2014 – 2018), un Sistema Nacional de Protección Civil, leyes de Protección Civil en todos los estados de la República, un Centro Nacional de Prevención de Desastres, una Escuela Nacional de Protección Civil que da cursos gratuitos y en línea y, como no podía faltar, un Día Nacional de Protección Civil.
Pero la obligatoriedad de implementar, supervisar y actualizar todos estos protocolos de prevención, mitigación, preparación y respuesta ante un sismo queda tan diluida a lo largo de tantos legajos de jerga institucional y buenas intenciones que ahora comprendo porque nuestra pobre educación sobre protección civil se reduce a evacuar el inmueble sin correr, gritar o empujar. También llama mucho la atención que las guías que son más o menos claras asumen que después de un sismo vamos a quedarnos en nuestras casas esperando a que el “personal capacitado” atienda la emergencia. Suponer eso es ingenuo porque, aunque en esta ocasión la respuesta del gobierno local y federal (recuerden que en 1985 la CDMX era departamento administrativo) fue mucho más expedita, sus recursos humanos y materiales siguen siendo limitados y en muchas ocasiones rebasados. Dejar todo en manos de “las autoridades” no funcionó en 1985, no sucedió la semana pasada y ¡no va a suceder jamás! Desde hace una semana volvimos a demostrar nuestra capacidad de organización. Ahora demandemos ser vinculados y capacitados formalmente en las labores que se tejen alrededor de las zonas de rescate, y empecemos a tomarnos en serio, de una buena vez, los simulacros y la necesidad de tener un plan de emergencia en nuestras casas y trabajos.
Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.