Asistir a las convenciones de los dos grandes partidos políticos estadounidenses antes de una elección presidencial es una experiencia instructiva. Todas las expresiones se reúnen en un solo sitio para tratar de encontrar compromisos no sólo del propio candidato, sino de sus casi incontables acólitos. En el cónclave demócrata antes de la elección en la que Barack Obama competiría contra John McCain, uno de los grupos más animados era el de los latinos. Después de ocho años de soportar el crecimiento de los ultraconservadores de la derecha evangélica —xenófoba y racista—, los hispanos veían en Obama la posibilidad de regresar a la viabilidad política. El entusiasmo del grupo Latinos for Obama, reunidos en unos de los salones más espaciosos del centro de convenciones de Denver, era francamente contagioso. Pero sobre todo era admirable. Me impresionó el grado de detalle del sistema ideado por Cuauhtémoc Figueroa, un joven organizador cuasi sindical que se había convertido en el brazo derecho de Obama con los hispanos. Cada uno de los presentes debía convertirse en una especie de líder comunitario: coordinando reuniones, visitando casas, haciendo miles de llamadas, promoviendo el registro de votantes y hasta presionando a los medios de comunicación locales. Todo con el único fin de conseguir la elección del hombre que prometía cambio. Al final, el resultado fue extraordinario. Los hispanos favorecieron de tal manera a Obama que el futuro presidente ganó no sólo Florida —el bastión de los cubanos republicanos—, sino los estados claves del suroeste, donde el voto de los mexicanoestadunidenses fue fundamental.
Las cifras de la elección estadounidense de noviembre de 2008 no dejaron lugar a dudas: Barack Obama había recibido un mandato mayoritario de cambio y renovación. Entre los hispanos, el llamado fue aún mayor. Los contingentes latinos que se organizaron en los meses previos a la elección en Nevada, Nuevo México, Florida, Illinois, California y tantos otros estados buscaban la consecución de una agenda muy clara: una reforma al sistema de salud y mejoras a la educación pero, sobre todo, el fin de la política de deportación y redadas de la era Bush y, claro, la aprobación de una reforma migratoria integral. Debe haber sido doloroso cuando Obama, presionado en diversos frentes, optó por darles la espalda. Ni amainaron las redadas ni disminuyeron las deportaciones (de hecho, más indocumentados resultaron expulsados en el primer año de Obama que en el último de Bush). La reforma migratoria quedó en el mismo eterno “veremos” de siempre. Por si fuera poco, justo en la era del presidente del “cambio”, un estado, Arizona, aprobó una de las iniciativas de ley más abiertamente xenófobas desde la lamentable Propuesta 187 de Pete Wilson.
Sobra decir que los hispanos no están contentos. En los últimos 12 meses, Obama ha perdido 12 puntos porcentuales de aprobación entre los latinos (el mismo índice se ha mantenido mayormente estable entre los negros y blancos). De acuerdo con Gallup, los dos momentos clave en la disminución de la popularidad de Obama entre los latinos coinciden claramente con momentos en los que el presidente optó por otras prioridades antes que por la reforma migratoria. Las consecuencias de este desánimo pueden ser gravísimas para el propio Obama y para el Partido Demócrata. Si los latinos deciden castigar a Obama absteniéndose de votar en noviembre, el único beneficiado será el Partido Republicano, enemigo —ése sí— de la agenda migratoria. Sería una desgracia. Por eso, aunque la molestia de los hispanos sea comprensible y aunque las pasiones y los agravios quieran dictar lo contrario, los latinos deberían dejar a un lado la decepción y optar por el pragmatismo. Castigar a los demócratas implicaría, paradójicamente, una especie de suicidio.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.