El miércoles pasado, se reunieron en la Casa Blanca el presidente Joe Biden y los representantes de la bancadas demócrata y republicana para resolver el bloqueo de los 100 mil millones de dólares de ayuda estadounidense a sus aliados. El encuentro pone en el centro del debate la necesidad de cambios estratégicos en Europa y el resto del mundo.
El republicano ultraconservador Mike Johnson, presidente de la Cámara de Representantes, postergó in aeternum el proyecto de asistencia militar a los aliados externos con la excusa de un pedido de fondos ampliados para la política migratoria por 13 mil millones. Biden dijo que está dispuesto a negociar, pero el núcleo duro de los republicanos no está quiere hacerle ninguna concesión al presidente, incluso si aprueba los nuevos fondos migratorios. La jugada le sirve a Putin y a la estrategia electoral de Trump.
Ucrania y el resto de Europa ya trabajan sobre la hipótesis del triunfo de Trump y su efecto negativo en el apoyo de Estados Unidos, tanto para que Kiev continúe la guerra como en el compromiso con la seguridad colectiva del hemisferio occidental.
En eso coinciden, de nuevo, con Putin. La decisión del líder ruso de llevar adelante una ofensiva ruinosa tiene sentido si se considera que se hace en el momento adecuado para darle la razón a los republicanos que aseguran que Rusia ganará la guerra porque tiene cantidades infinitas de recursos humanos y materiales. En el contexto de una competencia electoral descarnada, estos sectores propagan la idea de que ayudar a Ucrania es un desperdicio de recursos públicos.
El control republicano de la Cámara baja resulta en un impedimento para Biden a la hora de ampliar el apoyo que promete a Ucrania. E.U. tiene, literalmente, miles de tanques y aviones estacionados en sus depósitos. La disputa electoral pone un freno a las atribuciones presidenciales para enviarlos contra Rusia. El posible triunfo de Trump podría reducir esa asistencia a cero.
Los europeos no saben hacia dónde iría Trump en caso de resultar electo, pero tienen indicios de su política exterior cuando fue presidente. No olvidan que antes de dejarle el cargo a Biden ordenó un retiro apresurado de las tropas estadounidenses de Iraq y Afganistán. Tampoco que luego de la orden de Trump los talibanes derrocaron al gobierno afgano y que Irán ocupó con sus tropas el sur iraquí y empoderó a las milicias que luego le dieron el control del corredor que llega hasta Siria y Líbano. Israel también tiene memoria.
El primer spot de campaña de Trump tiene un tono premonitorio. Plantea que Estados Unidos es objeto de una invasión y coloca el tema migratorio y el narcotráfico en primer plano, para proponer luego enfocarse en los asuntos internos como prioridad política en los próximos cuatro años. Su enfoque es simple: explicar los problemas del país y de sus ciudadanos a partir del involucramiento en asuntos externos. Su solución es recortar la ayuda externa y resolver las crisis solo con su carisma y su capacidad para influir en otros líderes en el mundo.
Trump se ha mostrado ambiguo y contradictorio a la hora de condenar la invasión rusa, repitiendo como muletillas que “conmigo Putin nunca se hubiese atrevido” y “conozco a Putin y Zelensky muy bien”, para prometer una solución personal a la guerra. Lo cierto es que su cercanía y coincidencia con Putin está más basada en hechos concretos, como los negocios que hizo con parte de la oligarquía rusa desde la década de 1990. La suma de estos factores hace prever que la “solución rápida” de Trump para la guerra en Ucrania sea usar el apoyo que necesita Ucrania para forzarla a sentarse en una mesa de negociación para canjear paz por territorios. Es lo que Putin desea que suceda.
El mundo en el que Trump viajaba como presidente repartiendo abrazos y armas se parece muy poco al del presente. Hubo una pandemia, otra invasión rusa a Ucrania, China amagó en Taiwán, África se desmadró y Medio Oriente entró en erupción. Rusia ya no disputa el control de Crimea y el Donbás; ahora va por la anexión de otra parte de Ucrania y es integrante de un eje que incluye a Irán, Corea del Norte y otras naciones como Venezuela, Nicaragua y Bielorrusia, que ha desatado conflictos simultáneos en todo el globo.
Es poco probable que la mirada Magnum y los discursos con labios finitos tengan efecto sobre los líderes y grupos asociados a cada crisis. Menos aún, que un recorte de la asistencia y la cesión de territorios sea un estímulo para frenar los combates de manera unilateral. Tampoco parece claro que el enemigo predilecto de Trump, que es China, desaproveche la oportunidad de oro que le ofrecería un repliegue de E.U. dentro de sus fronteras.
La oposición de MAGA a la ayuda no se limita a los 61 mil millones prometidos a Ucrania. También incluye desertar en la ayuda a Israel, Taiwán y Filipinas, dejando que otros se hagan cargo de los apetitos territoriales que están en marcha en esas regiones.
Y Trump no es el único que propone aislacionismo; ni siquiera es el más radicalizado en ese concepto. Es hora de presentar a Marjorie Taylor Greene, la otra líder del movimiento MAGA y uno de los activos más valiosos que tiene el Kremlin en el Congreso estadounidense. Taylor Green es una supremacista y ultraconservadora nacionalista que desde el principio de la invasión rusa de febrero de 2022 se opuso a toda forma de asistencia, sea militar o financiera, a Ucrania.
Los motivos de su oposición son tan variados como favorables a Putin. Ella sostiene que Rusia es la víctima de la historia, y que se vio obligada a invadir a Ucrania por el avance de la OTAN promovido por los demócratas y globalistas coligados contra Putin. Es el mismo discurso que intenta imponer el Kremlin para justificar su ataque. A diferencia de otros republicanos que ponen trabas a la asistencia en forma de pedidos de auditoría frente a un supuesto desvío de recursos, Taylor Greene se opone desde hace casi dos años a la entrega de cualquier ayuda militar, financiera o política al gobierno de Zelensky. Ha caracterizado al gobierno ucraniano como un nido de corrupción, y a su líder como un personaje ambicioso y malgastador de vidas en la guerra. Es una narrativa calcada de la que sale de las usinas de propaganda rusa.
Taylor Greene no es amante de la cordura y su biografía está plagada de declaraciones conspiracionistas. Sostuvo que el ataque del 9/11 al Pentágono fue un montaje, que Soros dirige un plan contra Estados Unidos y que los incendios en California en 2018 fueron causados por “láseres judíos”. También que hay un plan de los demócratas para inundar el país con musulmanes y latinos para destruir a la raza blanca norteamericana y aumentar el caudal de votos de sus adversarios. Pese a sus postulados lunáticos, Taylor Green tiene una gran influencia entre los republicanos.
Es importante entender cómo funciona MAGA para comprender que, incluso si Trump cambiase de opinión y decidiera apoyar a Ucrania, enfrentaría una oposición poderosa desde sus propias filas.
Biden se enfrenta a un problema similar. La furia de los grupos contrarios a la asistencia a los aliados de Estados Unidos puede privarle de la ayuda que se necesita para hacerle frente a agresiones en curso y a amenazas creíbles de parte del eje autocrático o de China en el futuro. Al presidente norteamericano le quedan algunas cartas arriesgadas, como entregarle a Ucrania los 300 mil millones de dólares retenidos al gobierno y a Putin y su entorno. Aun así, podría enfrentar la censura de la mayoría republicana en la Cámara baja y la resistencia de la minoría en el Senado. O lo que es peor, esa decisión multiplicaría los recursos ucranianos a un punto extremo, con lo que podrían ser un factor decisivo para que Putin sienta que sus adversarios cruzaron una línea sin retorno para sus planes imperiales.
Mientras tanto, Biden puede hacer uso de programas de cesión de material en desuso, brindar apoyo en inteligencia, asistir en la compra de armas o “distraerse” para que alguna tecnología les permita a los ucranianos dar un salto evolutivo en el desarrollo y producción de sus armas. Pero esos atajos no sustituyen el gran paquete de 61 mil millones. Por el contrario, servirían como un bono extra a Kiev, en un año en que necesitará de toda la asistencia posible para continuar peleando en igualdad de condiciones.
Hasta ahora, Estados Unidos ha entregado un total de 71,380 millones de ayuda a Ucrania. La Unión Europea ha entregado 70 mil 860 millones, el Reino Unido 10 mil 380 millones y Canadá 7 mil 800 millones. Ucrania mantiene el grueso de sus aportes, pero la situación generada en Washington afecta su capacidad de resistencia.
No es solo la salida de su mayor aportante; un cambio en las condiciones de asistencia afectará el traspaso de información y tecnología que necesita. Por ahora, Ucrania solo puede esperar que se cumpla con la entrega pautada de los aviones F16 y esperar que se resuelva el entuerto republicano.
Lo más sensato desde el punto de vista europeo es armar una arquitectura de seguridad para su zona de interés que prevea una ausencia de Estados Unidos a partir del 20 de enero de 2025. El movimiento comenzó a notarse en una serie de novedades. 120 de los 705 eurodiputados iniciaron la aplicación del artículo 7° del Reglamento interno de la UE para quitarle el voto a Hungría en el Consejo Ejecutivo y destrabar la asistencia por 50 mil millones de euros a Ucrania para el año 2024.
A Viktor Orbán, el fiel aliado de Putin en Europa, se le acusa de “perturbar las acciones de los estados miembros” al vetar de forma sistemática la ayuda a Ucrania. El presidente húngaro replicó con una propuesta para que los integrantes de la UE la ayuden por su cuenta. Sus adversarios dentro de la UE le contestaron con un pedido para congelar y auditar la asistencia por 10 mil millones de euros a Hungría que obtuvo a cambio de aceptar el pedido de adhesión de Ucrania al espacio europeo. Es un aviso para Orbán y para los aliados de Putin abiertos o enmascaraos dentro de la estructura de la UE, que son minoría, pero provocan la mayoría de los problemas. Ucrania es una prioridad para la mayoría de los estados y el juego prorruso tiene un límite.
Mas allá de estos números, Europa se prepara para hacerse cargo del riesgo que significa que Estados Unidos pueda dejar temporalmente el club de países que ayudan militarmente a Ucrania. Gran Bretaña firmó un acuerdo con Kiev por un valor de 3 mil 200 millones de dólares en ayuda militar. Estonia prometió donar el 0.25% de su PIB hasta 2027. Suecia enviará 50 millones de coronas suecas. El parlamento italiano votó a favor de prorrogar la asistencia por otro año.
Alemania ya informó que aseguró el envío de 7 mil 600 millones de euros en armas, dentro de un programa de asistencia por 20 mil millones. Pero además, cansados de las eternas deliberaciones, los parlamentarios alemanes abordaron la cuestión de la calidad del material enviado a Ucrania. A instancias del partido CDU, la oposición en el Bundestag someterá a votación un pedido para que el canciller Scholz resuelva de una vez por todas el envío de los misiles Taurus que reclama Kiev desde hace meses y que necesita para llegar a la retaguardia profunda del ataque ruso. Francia ya autorizó la entrega de 50 misiles SCALP adicionales y 80 bombas guiadas. Estos son solo los anuncios de los primeros días del año 2024, pero sirven para contraponer la asistencia acelerada de Europa con la incertidumbre que generan las noticias que llegan desde América.
Ursula Van Der Layen, presidenta de la Comisión Europea, ya aclaró que la UE no dejará de apoyar a Ucrania en 2024 y que sostendrá ese apoyo hasta que Rusia deje las tierras invadidas. Es toda una declaración de principios que responde a las dudas sobre la continuidad del respaldo a Ucrania y tiene un doble propósito. Por un lado, busca responder a la campaña de desánimo que lanzaron los rusos, y por el otro, reunir a la tropa europea ante un nuevo paradigma de seguridad.
En Bruselas no quieren depender de las ambigüedades de Trump, los apuros legislativos de Biden y los delirios de Taylor Greene. Anticipan que el triunfo de Trump implicaría cuatro o más años con Estados Unidos mirándose el ombligo. Y que, por haber dejado de desarrollarse militarmente, han quedado a una altura que los condena a contemplar también a ese mismo ombligo.
Cuando alcance el ideal de gasto de defensa del 2% del PIB, Europa podrá contar con un presupuesto de 290 mil millones de dólares. Sumando los 78 mil 200 millones del Reino Unido, estaría por encima de Rusia, pero aún muy lejos de los 886 mil millones de E.U.
La guerra de Ucrania mostró que la disuasión atómica y los programas ultra ambiciosos para armas de ensueño tecnológico son lujos grotescos frente a guerras libradas en trincheras embarradas y duelos de artillería interminables que consumen cantidades prodigiosas de munición. Las reuniones interminables del pasado para revisar la huella de carbono que generaba un tanque o sobre la paridad de género entre pilotos de helicópteros deberán ser reemplazadas por una mirada mas realista sobre la inadecuación y la dependencia militar que se ha hecho evidente.
Esa liviandad se expande hacia otros escenarios fuera de Europa. Bruselas no participa como actor central de la crisis en torno a Israel y el Mar Rojo. Su rol menor muestra la falta de una postura común para hacerle frente a un conflicto que afecta más duramente a Europa que a Estados Unidos.
Quizás esa crisis de adecuación explique por qué Gran Bretaña y Holanda enviaron buques para integrarse a la flota de 20 naciones liderada por E.U., mientras que Francia y Alemania envían naves que actuaran por fuera de ella. Hay un mar de fondo que comienza a tener consecuencias.
También para los aliados de Estados Unidos fuera de Europa las elecciones en ese país tendrán secuelas. Taiwán, Japón, Corea del Sur y Filipinas, por citar solo algunos casos, deberán hacer previsiones en caso de que Washington se encierre en una burbuja naranja.
Japón fue el primer país en entenderlo, al lanzar un plan para convertir sus fuerzas armadas de una organización defensiva a una capaz de proyectar su poderío y hacerle frente a los movimientos chinos, norcoreanos y quizás rusos para cubrir el vacío estratégico. Corea del Sur apuró la conversión de su industria militar para sumar socios estratégicos en Europa, como es el caso de Polonia, en donde sus productos compiten con los de Estados Unidos, y con Turquía, previendo además que el aislacionismo le ofrece oportunidades para tejer más alianzas. Australia recorre el mismo camino y debe apurarse, porque con un retiro gradual de Estados Unidos quedaría a cargo del flanco sur de la problemática zona del Mar de la China. Ya vivió la misma situación en 1939 y el que se quema con aislacionistas, cuando ve un peinado raro llora.
A días de la masacre del 7 de octubre, Trump descalificó al presidente israelí Benjamín Netanyahu al decir que era un improvisado, elogió la “inteligencia” de Hezbolá y luego criticó la decisión de Biden y los aliados de Estados Unidos de atacar a las posiciones hutíes proiraníes. Trump considera que las crisis deben solucionarse con negociaciones y que su intervención personal es la clave para frenarlas. Queda claro que en su concepción no hay asistencia militar y que lo que opine cada estado afectado, sea Israel o Ucrania, no es parte de su ecuación ganadora.
Israel, que hoy está protegido por la flota estadounidense, ya debe haber analizado la opinión de Trump respecto a que la respuesta militar de Washington a Irán, Hamás y a los hutíes fue un error. Esas declaraciones y el corte de la asistencia son puntos que deben tener en cuenta.
Los espacios que dejaría desatendidos un gobierno republicano concentrado en sus asuntos internos incluyen además a África y América Latina, donde Europa tiene intereses vitales que van desde lo económico a las alianzas políticas, y que debería afrontar en adelante por sus propios medios.
El desenlace de las elecciones estadounidenses está lejos de ser un asunto de política interna y está generando reacomodos en Europa y otras regiones del mundo, movidos por la urgencia para llenar los vacíos que dejaría un triunfo de Trump.
Europa ya está respondiendo con una batería de anuncios de ayuda a Ucrania, pero debe resolver el problema de la coordinación en sus políticas exteriores; neutralizar a los mandatarios afines a la narrativa rusa, homogenizar las agendas de franceses y polacos y encontrar un discurso coherente entre los que condenan los ataques de Irán y sus perros terroristas y aquellos que , como el español Pedro Sánchez, los relativizan.
Ante un riesgo de aislacionismo republicano, Europa debe sacudirse la artrosis y los miedos acumulados de dos guerras del siglo pasado y recuperar la mayoría de edad estratégica que perdió al ponerse al amparo y tutela militar estadounidense. Esos cambios serían facilitados con una victoria republicana y un consiguiente aislacionismo estadounidense. Europa no tendría más opciones, porque la guerra está en su región hace casi dos años y lo que en Washington es especulación política, en Europa es riesgo vital. ~
Escritor y periodista argentino.