¿Adiós al siglo americano?

No se necesitaba una máquina del tiempo en 2016 para saber que el proyecto de Trump podía llevar a un escenario distópico.
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Con su vasto conocimiento sobre los éxitos y fracasos de muchas naciones en el camino a la modernidad, Daron Acemoglu, el reciente Premio Nobel de Economía, no pone entre interrogaciones el título de su artículo “After the American century”. Da por hecho que la hegemonía de E.U. ha muerto y se coloca desde un mirador del futuro, en el año 2050, para explicarnos cómo falleció.

Acemoglu es muy bueno para acentuar el perfil melodramático de tropiezos y caídas históricas irreversibles. En este artículo se queda corto: no hay equivalencia posible entre los errores de Biden y Trump, tampoco el país refulgía sobre todos los demás en el camino a la prosperidad y democracia plena en 2015, y la catástrofe no fue ni repentina ni inesperada. Aun así, fue sorprendente, dice Acemoglu hablando desde 2050, que a fines de los treinta la economía norteamericana dejara de crecer.

Los aranceles a países aliados, que culminaron –predice– en una guerra comercial, devastaron a la industria manufacturera; dispararon la inflación y los recortes a los impuestos a los ricos y a las grandes corporaciones elevaron la aplastante deuda, de 36 trillones de dólares, a más de 50 trillones a principios de los años treinta.

El éxito económico de E.U. en la posguerra estaba fincado en la innovación, que dependía, a su vez, de instituciones fuertes que permitían a todos invertir en nuevas tecnologías con la confianza de que sus inversiones estaban bien protegidas. Un sistema judicial fuerte, que protegía la propiedad, castigaba los abusos de las grandes corporaciones y evitaba la corrupción.

Y la gran promesa de la democracia norteamericana era garantizar el bienestar fruto de ese crecimiento y proteger el poder del voto, garante de la división de poderes y de la posibilidad de mandar a su casa a cualquiera que rompiera ese equilibrio. Los dictadores eran anatema. Es cierto que la mancuerna crecimiento económico compartido y democracia plena había empezado a resquebrajarse en los ochenta y muchos votantes empezaron a perder la fe en el sistema. Pero no se necesitaba una máquina del tiempo en 2016 para saber que el extraño proyecto de Trump y sus vasallos, una mezcla de libertarismo a ultranza de corte autoritario con una vena religiosa que es un marco de valores trasnochado y cavernario, pretendía destruir la economía, creando una burocracia leal pero impreparada y dándole todo el poder a los multimillonarios y a las grandes corporaciones a costa de las clases medias y de la democracia.

Y lo lograron: una encuesta tras otra mostraron por años que la confianza del electorado en sus instituciones se había desplomado y la polarización había sentado sus reales, alimentada por las redes sociales. En 2024, una mayoría llevó de regreso a Trump al poder. Acemoglu no predice el resultado de la elección del 2028, pero su epitafio es escalofriante. El destino de un país no está grabado en bronce, pero en E.U. todos fallaron: los electores desinformados y sectarios, los políticos y los activistas. Tal vez, concluye, los norteamericanos tuvieron a los políticos que se merecían, porque no hicieron nada para demostrar que se merecían otra cosa.

Paradójicamente, en un país que regresa una y otra vez al aislamiento, lo que puede sacar de cauce al trumpismo podría venir de fuera. Su política exterior es como la de una banda de pandilleros de barriada dedicados al cobro de piso, la extorsión y la violencia fortuita. Pero con la inmensa riqueza y poderío militar de E.U. en su arsenal. Inexplicablemente, ha vulnerado los cimientos de la alianza con sus vecinos, con los países europeos y la OTAN, con Japón (que tampoco “le paga para protegerlo”) y desafiado a China. Pero lo que no tiene precedentes, porque sólo a un narcisista, ignorante, irracional y sin límites se le podría haber ocurrido, es pactar con su adversario histórico –un dictador corrupto e implacable como Putin, el presidente ruso– y entregarle un país entero, Ucrania, a cambio de nada. Trump no sólo ha traicionado los acuerdos formales de 1994 y los tácitos que estableció Biden con el presidente ucraniano Zelenskii, sino que con el pretexto de obligar a Ucrania a firmar la paz, interrumpió la ayuda que mandaba al país y, peor aún, cortó la información satelital dejando a la defensa ucraniana a ciegas frente a un atacante que no respeta hospitales, escuelas o plantas nucleares.

Si el electorado norteamericano no aprende la lección y empieza a cambiar su voto en las parlamentarias, se merecen a Trump. Y el escenario distópico de Acemoglu encarnará en la realidad. ~


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