Hace exactamente año y medio, Israel estaba hundido en una crisis profunda: el Ejército, las agencias de inteligencia –Shin Bet y Mossad– y la tecnología militar hipermoderna, que protege con su cúpula defensiva el territorio de Israel, habían fracasado. Nadie pudo prever, y menos evitar, el ataque brutal de palestinos gazatíes encabezados por Hamás el 7 de octubre de 2023, que dejó una estela de violencia y muertos y rehenes a su paso.
El país había sufrido la peor masacre de judíos desde 1945, y estaba en guerra en varios frentes con terroristas financiados por Irán –vía Assad, que estaba todavía en el poder en Siria–: Hamás en Gaza y Hizbullah en Líbano.
Hoy, el escenario es otro. En buena parte, como resultado de una campaña militar y de inteligencia israelí bien planeada, pero básicamente porque el dictador sirio Assad, su régimen sangriento y su cercana alianza con Teherán han desaparecido, y con ellos el poder de Hamás y Hizbullah, el equilibrio de poder ha cambiado radicalmente.
Israel enfrenta ahora dos peligros: la hubris y su primer ministro, Benjamín Netanyahu. La arrogancia, que puede teñir la victoria de venganza, ha llevado ya a Israel a ocupar cinco colinas en el sur de Líbano, enclaves en territorio sirio, más allá de las alturas del Golán, y planear –en colaboración con el mercurial presidente de E.U.– la posible ocupación de Gaza y los territorios palestinos en el Margen Occidental.
Todos los israelíes quieren fronteras seguras, pero decenas de miles que representan a millones de votantes y han llenado una y otra vez las calles y plazas de Tel Aviv, no comparten la agenda de Netanyahu y la ultraderecha que lo sostiene en el poder: la expansión más allá de las fronteras reconocidas por la comunidad internacional. En una democracia parlamentaria como la israelí –y con una oposición fragmentada–, cualquier líder de un partido, por marginal que sea, puede convertirse en “hacedor de reyes”. Ese es el papel que ha cumplido en meses recientes Itamar Ben-Gvir, el líder de Poder Judío. Está a favor de volver a ocupar Gaza, así que abandonó la coalición gobernante cuando se declaró el cese al fuego e hizo su retorno triunfal cuando estalló de nuevo el conflicto.
De paso, le regaló a Netanyahu, que está agarrado del poder con las uñas, un año más de gobierno. Sin el partido de Ben-Gvir, Netanyahu no hubiera podido pasar el presupuesto el 25 de marzo y habría tenido que convocar a elecciones adelantadas. Ahora desgobernará hasta fines del 2026.
El primer objetivo de Netanyahu, sobre quien pesan acusaciones de corrupción, es no ir a la cárcel. El segundo es destruir –por convicción y conveniencia– las instituciones que salvaguardan la democracia israelí. Todos los dictadores posmodernos siguen el mismo guion: el primer ministro quiere acabar con el Poder Judicial. En días pasados promovió una moción de no confianza contra la fiscal general, Gali Baharav-Miara, para sustituirla, y su gabinete votó a favor de correr a la cabeza de Shin Bet, Ronen Bar.
Shin Bet, encargada de la seguridad interna, tiene tal poderío que podría ser usada para transformar la frágil democracia israelí en una dictadura. Ronen Bar lo sabe, porque conoce los intentos de Netanyahu para usar la inteligencia para fines ilícitos. Por eso, a pesar de haber reconocido su responsabilidad en la masacre del 7 de octubre, se ha negado a renunciar. Ha sacado, asimismo, un as que tenía guardado en la manga y que puede sellar el destino político de Netanyahu: reveló las estrechas ligas entre asesores cercanos de Netanyahu, que han recibido dinero, nada menos que con Qatar: el país que ha financiado con miles de millones de dólares a Hamás.
Qatargate, lo ha calificado sin exageración el diario liberal de oposición Haaretz, que hizo público y ha seguido el escándalo. Netanyahu es un político astuto, pero está metido en un callejón sin salida aparente: la Suprema Corte ha congelado el despido de Ronen Bar (y la posibilidad de que Netanyahu nombre a un aliado para encabezarla y convertirla en un arma contra sus rivales políticos). El despido de la fiscal enfrenta obstáculos aún mayores. Cualquier nominación requiere el beneplácito de un Comité plural, que difícilmente apoyará al primer ministro. Es una batalla entre un dictador y la legalidad sustentada por millones de israelíes que seguirán inundando las calles del país. ~
Publicado en Reforma el 6/III/25.