Aunque nos hemos acostumbrado a escribirlas en plural, la historia de las guerras se explican mejor en singular: las vidas rotas, las horas de locura, los episodios de supervivencia improbable. Para mí, por ejemplo, los años de violencia del sexenio de Felipe Calderón adquirieron una claridad definitiva cuando entrevisté en radio a Martín Almanza y Cynthia Salazar, padres de Martín y Bryan Almanza Salazar, los dos pequeños asesinados, en circunstancias aún turbias, algunos metros delante de un retén militar en una de las zonas más difíciles del territorio tamaulipeco, en abril del 2010. Los señores Almanza habían llegado a la ciudad de México buscando justicia: no reconocían la versión de las autoridades de justicia militar, que habían eximido de responsabilidad a sus elementos argumentando que la muerte de los niños se había dado en medio de un enfrentamiento contra miembros del crimen organizado y no como producto del caos del despliegue militar. En la entrevista, Martín me mostró uno de sus brazos, deshecho en la balacera que acabó con la vida de sus hijos. Cynthia puso sobre la mesa las fotografías de los niños, uno de nueve y otro de cinco años de edad. Al hablar de ellos iba y venía entre el tiempo pasado y el presente, como si, en la remembranza, los reviviera. La crónica me estremeció: la angustia de encontrar un retén, la incertidumbre de las intenciones de los militares, la sensación de la violencia que se acerca… y, de pronto, la muerte: las balas, las esquirlas, los gritos, la sangre y, finalmente, el asesinato de dos niños que, instantes atrás, jugaban en el auto, muy temprano, rumbo a la playa del norte tamaulipeco. Ahí, en la narración de una pérdida tan veloz como brutal, entendí mejor que nunca la voracidad de la violencia del narco y la decisión del Estado mexicano de enfrentarla de manera tan improvisada.
Lo mismo me sucedió hace poco con otro conflicto tremendo que, de tan lejano, a veces resulta ajeno: la violentísima expansión de ISIS, el Estado Islámico, en Siria y el norte de Irak. Hasta hace poco, las atrocidades de ISIS eran solo un episodio más de la terrible guerra en Siria: un actor más del drama más sangriento de las últimas décadas. Después vino el par de videos de las ejecuciones de James Foley y Steven Sotloff, los periodistas estadounidenses decapitados por un maniático quizá británico en un paraje desolado aparentemente cerca de la ciudad de Raqqa, en el sur de Siria. Y aunque los dos videos no tienen la misma incontinencia visual salvaje de aquellos que producía Abu Musab Al Zarqawi en plena guerra de Irak (nunca he visto algo peor que la decapitación de Nick Berg), su intención es la misma: terror y propaganda. Aun así, para muchos, la violencia de ISIS sigue siendo una abstracción.
Para entender muy concretamente la locura del Estado Islámico, lo mejor es volver a las historias individuales, a la crónica del horror en primera persona. Hace poco me encontré con un video impresionante que, como en aquella ocasión con los Almanza Salazar, me puso las cosas en su justa dimensión. Está en el sitio del New York Times bajo el título Surviving an ISIS massacre. Cuenta la historia de un joven recluta iraquí de nombre Ali Hussein Khadim que se encontraba en una pequeña base militar en Tikrit cuando ISIS invadió la zona. Cuenta cómo ISIS detuvo a los soldados, los metió en camionetas como animales rumbo al matadero, los hizo marchar hacia su muerte sobre la carretera local y luego los ejecutó uno por uno, de un balazo en la cabeza. Khadim dice que se salvó gracias a un milagro incomprensible. Hincado y con las manos atadas, vio caer muertos a sus compañeros; uno tras otro, salpicando sangre, colapsados súbitamente. Cuando llegó su turno, el verdugo disparó. Al día de hoy, Khadim no sabe explicar a dónde fue a parar la bala. Lo único cierto es que no recibió ni siquiera un rozón. Para salvarse fingió estar muerto. Horas y horas después se puso en pie y caminó hacia el Tigris, donde se encontró a un hombre moribundo que, providencialmente, le cortó las ataduras. A pesar de la corriente feroz del río, Khadim logró cruzar al otro lado. Alguien le ayudó a reponerse. A los pocos días logró volver con su familia, el único sobreviviente de una masacre de una brutalidad abrumadora.
El gesto de Khadim en el video mientras observa las imágenes de la ejecución sumaria (ISIS produce videos de muchas de sus atrocidades, incluida esa en la que Khadim debió morir), me recordó el rostro lívido de los Almanza cuando me platicaron de su fatal encuentro en la carretera rumbo a Matamoros: el mismo azoro, el mismo trauma, el mismo dolor irreparable: el horror ante el horror, en pleno siglo XXI.
(El Universal, 8 de septiembre, 2014)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.