En los primeros informes de gobierno no suele revelarse el estado real de la nación, sino la puesta en escena del mando. Todos los presidentes –sin importar si llegaron tras acusaciones de fraude o con el respaldo de un mandatario poderoso que aún quiere gobernar desde el retiro o la sombra– tienen una urgencia común: consolidar su legitimidad y su mando. Una de las herramientas más usadas para lograrlo es definir un adversario: simbólico o concreto, un enemigo al que se venció, se está venciendo o que acecha como amenaza.
Me dio curiosidad y revisé los primeros informes presidenciales desde 1988 hasta la reciente ceremonia en el Zócalo.1 Releer las palabras, el tono y las preocupaciones de cada presidente me da otra perspectiva hoy para tomar distancia del presente y, paradójicamente, comprenderlo mejor. Hice un esfuerzo de síntesis que comparto.
Quítense, atrasados, que ahí les voy
Carlos Salinas de Gortari llegó a 1989 con una promesa de modernización que buscaba reconvertir al Estado mexicano en un actor competitivo dentro de la economía global. Su enemigo era lo viejo: la inercia institucional, el atraso. No hubo una sola mención al presunto fraude electoral de 1988, pero sí un guiño calculado al reconocimiento de los triunfos opositores en los estados, como prueba de que su gobierno encarnaba una forma de gobernar moderna y a la vanguardia. Su tono era optimista y condescendiente, como el del experto que explica despacio a una audiencia a la que considera inmadura o desinformada. El cambio era un deber técnico, una ruta inevitable hacia el progreso. Para apaciguar al ala menos tecnocrática de su partido (es mi hipótesis), hablaba de una modernización a la mexicana: “Ante la transformación de la comunidad de naciones, México ha escogido el camino de la modernización nacionalista y popular”.
El doctor que sabía cómo hacerlo
Ernesto Zedillo enfrentó un país hundido en una doble crisis: financiera y política. En su primer informe, el priista centró su discurso en la fragilidad institucional, pero sobre todo en la responsabilidad pedagógica para salir del agujero. Detalló con minuciosidad los orígenes de la devaluación, los efectos de la crisis y las razones detrás del programa de ajuste. Su lenguaje técnico, a veces árido, reflejaba una política de contención, casi quirúrgica: una administración del daño. El enemigo era el colapso del presente pero, desde su perspectiva, México era afortunado porque él sí podía diagnosticar el ahorro interno y el financiamiento gubernamental, además de que traía jeringas.
Espérenme tantito, ahí voy
En 2001, Vicente Fox llegó al Congreso con un discurso breve que intentaba sin éxito explicar su visión de “humanismo emprendedor” y justificar el freno de mano que traía puesto. El panista marcó distancia con el presidencialismo autoritario del pasado y apostaba por el diálogo con las distintas fuerzas políticas. No decía que esas fuerzas se le subían a las barbas, sino que ahora había democracia, y por eso algunas cosas –naturalmente– se atoraban. Su tono era defensivo: respondía a la desconfianza y al enojo que comenzaban a gestarse en la opinión pública tras el clima de expectativas incumplidas. Su enemigo no era el pasado ni sus adversarios, sino la decepción. Fue un mensaje sobre la transición cumplida… pero aún en pañales. O estancada.
La guerra como plan de gobierno
En 2007, Felipe Calderón presentó su primer informe como soldado orgulloso de haber ideado una estrategia militar. Su adversario no era político: era el crimen organizado. Su discurso giró en torno a un país sitiado, donde el Estado de derecho debía ser defendido como una plaza amenazada y en el que los mexicanos debían unirse por una sola causa común: la batalla contra el crimen organizado. “Seguridad” y “legalidad” fueron sus palabras ancla y la Plataforma México fue su emblema. La guerra, aunque no siempre nombrada así, se volvió el relato fundacional de su mandato.
Abróchense el cinturón
Enrique Peña Nieto, en contraste, moderó el conflicto pero aceleró la actitud. Parecía decir: “es el momento, 3, 2, 1, ¡despegamos!” En su primer informe insistió en los acuerdos que –según su perspectiva– harían posible la “transformación” (esa palabra tuvo sobre uso en el discurso): reformas educativa, de telecomunicaciones y de competencia económica. Su supermotor ya ronroneando era el Pacto por México, presentado por él como la herramienta democrática para un cambio pactado, plural e institucional. El tono fue tecnocrático, alejado de lo humano, entusiasmado con la mecánica misma del poder y la promesa de la gran transformación. El sonido del motor importaba más que el viaje.
Consumatum est
Andrés Manuel López Obrador trajo la carga moral. En su primer informe de 2019, el enemigo fue la corrupción, la élite, el viejo poder económico. El lenguaje era confrontativo, impregnado de una ética popular y de denuncia, pero sobre todo, de consumación. Ya llegó el gobierno correcto para el pueblo; ya se separó el poder político del económico; ya recuperamos Texcoco; ya es otro país. No se describía como administrador, sino como redentor. En su relato, la tarea había sido cumplida. Sí: en el primer año (y eso que todavía no hablaba de Dinamarca).
Aceite en el sartén
A Claudia Sheinbaum, en 2025, la tengo demasiado cerca como para hacer una síntesis que exprima su tono como lo hice con los anteriores, pero queda claro que hay inercia con estilo propio. Es la primera que se envuelve en la bandera de la continuidad, paradójicamente, de la transformación. Le gustan esos oxímoron. La corrupción y la noche neoliberal siguió siendo el blanco retórico, el gobierno sigue siendo el correcto y el enemigo tiene dos caras: la de los conservadores y la de los desleales. Lo más importante de su mensaje es que ella tiene por el mango el sartén del poder concentrado en el que puede freír a los unos y a los otros.
Si se mira este recorrido sin la urgencia del presente, aparece un patrón casi literario: cada presidente necesita, en su primer tramo, definir su papel en la historia y justificar por qué fue una buena idea que él –o ella– llegara al poder. Salinas contra la obsolescencia, Zedillo contra la crisis, Fox contra el pasado persistente, Calderón contra el crimen, Peña contra la inmovilidad, López Obrador y Sheinbaum contra la élite. En todos los casos, el adversario no solo justifica el mandato: lo escenifica. Es una figura de contraste que permite narrar el poder como acción moral.
Pero lo que me genera verdadero interés es intentar entender cómo el discurso presidencial fija el escenario para la puesta en escena del mando. Para quienes estudiamos el poder –en sus formas, ficciones y obsesiones– este repertorio ofrece una galería de espejos: deja ver sus constantes, sus transformaciones… y todos sus fracasos. ~
- Algunos presidentes presentaron ese primer informe ante el Congreso; otros, por mandato legal, rindieron cuentas a los nueve meses y luego ofrecieron un discurso político al cumplirse el primer año. Otros solo ofrecieron el discurso y al Congreso enviaron a un representante con los documentos. En todos los casos, consolidé el momento inaugural de su narrativa: la primera gran puesta en escena del poder. ↩︎