La camioneta que pregona “se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que vendan” sigue escuchándose en la Ciudad de México, pero ahora más en colonias como la Del Valle que en la Roma o la Condesa, donde cada vez hay menos colchones viejos y más vecinos que entienden el nuevo pregón bilingüe: ui purcheis mattress, droms, refriyereitors… A algunos nos causa gracia, pero a otros les acelera el pulso para proferir insultos y protestar contra los “invasores”. Molesta el inglés en los cafés, los precios en dólares, la oferta de departamentos para turistas, las rentas de lujo. Pero estamos entendiendo mal el fenómeno. La gentrificación no es culpa de los gringos ni de los mexicanos con dinero. Es el síntoma de algo más simple pero más importante: no estamos dispuestos a construir más edificios con vivienda para que más personas vivan aquí. Punto.
Como si lo hubiesen escrito para nosotros, para pensar en la gentrificación de la Roma y la Condesa o, mejor aún, para pensar en el rencor y las protestas que esa gentrificación genera, en marzo de este año Ezra Klein y Derek Thompson publicaron el libro Abundance, donde abordan el tema de la vivienda como un problema de capacidades del Estado, que incluso se liga con el ascenso de los extremismos y los populismos. Sí: aparentemente, eso de que un departamento en San Francisco sea impagable también favoreció la elección de Donald Trump.
Klein y Thompson ponen la lupa sobre lo que llaman la “ideología de la escasez”: una forma de gobernar que no impulsa, sino que detiene para proteger. Es una forma de organizarnos que prohíbe en lugar de permitir por miedo al cambio. No al basurero, no a las reformas energéticas, no a los edificios altos, no al segundo piso, no al metro, no a los comercios y por supuesto, no a la construcción de vivienda.
Lo que argumentan Ezra y Klein –y lo hacen con datos– es que la crisis de vivienda no se debe a que haya más gente queriendo vivir en ciertas ciudades. Eso es inevitable. Lo que la vuelve insostenible es que no construimos suficientes viviendas para recibirlos. Eso aplica tanto a San Francisco como a la colonia Roma.
No es difícil de entender. Si llegan 10 mil personas nuevas (de otros estados, otros países u otras generaciones del mismo sitio) y solo construimos 500 departamentos1, lo lógico es que se repartan como se pueda, y generalmente se puede con dinero: desplazando a otros, encareciendo rentas y desatando el resentimiento.
Este problema degrada a las ciudades lentamente. En México vimos una protesta nacida del resentimiento, pero ese es solo el rostro más idiota y burdo del descontento silencioso plenamente justificado por el hacinamiento, la falta de vivienda digna, la ansiedad por la renta, la salud mental, movilidad, periferias dormitorios, baja productividad laboral, tráfico y oportunidades de educación. La vivienda lo cruza todo.
En la Ciudad de México tenemos lo que Klein y Thomson critican de San Francisco: procesos largos y sinuosos, zonificación obsoleta, juntas vecinales con poder de veto, regulaciones que solo una mafia inmobiliaria rica y corrompedora puede cumplir.
Hay otros modelos. Leo que Tokio construye mucha vivienda en un contexto de demanda tan alto que nadie debe dejar la ciudad por el costo de la vivienda, aunque esta sea de dos metros cuadrados. En Viena lo hacen mejor: más del 60 por ciento de la población vive en casas de interés social, que no están pensadas a fondo perdido en barrios depauperados de las periferias, sino para la clase media en edificios bien diseñados, con contratos estables y buena ubicación. En Helsinki, hay una política llamada Housing First para reducir el problema que allá no es el desplazamiento de una clase social por otra, sino el número de personas sin hogar (es decir, en la calle).
Hay un movimiento que respalda esta lógica. Se llama YIMBY: Yes In My Back Yard. A diferencia del famoso NIMBY (Not In My Back Yard), que se opone a todo nuevo desarrollo, el YIMBY dice: “Sí, construyamos aquí, también aquí”. En Toronto, Estocolmo y Londres hay activistas que pelean para que sus ciudades dejen de cerrarse. Unos piden un mercado más libre, otros un Estado más constructor.
Lo que proponen los autores de Abundance es una mezcla: usar al mercado para producir más, y al Estado para regular con inteligencia. La idea es que haya mucha vivienda para abaratar los costos, no que se detengan los flujos en donde ganan los que mejor pueden pagar. Construir con reglas y construir mucho, con menos barreras pero no sin reglas. Con mejores reglas.
Luchar contra la gentrificación cerrando barrios para que solo los de toda la vida vivan ahí puede sentirse justo, pero es tonto porque termina por hacer el problema más grande. Si no hay lugar para nadie nuevo, tarde o temprano tampoco habrá lugar para las nuevas generaciones de los “endémicos”.
En vez de pelearnos por quién tiene derecho a vivir en un barrio, tendremos que pelear en favor de que haya más barrios donde vivir bien. El derecho a la ciudad no puede entenderse como si las colonias fueran la propiedad privada de quienes llegaron primero. La gentrificación puede combatirse, sí, pero no poniendo aduanas, sino construyendo mucha vivienda, muchísima más. La oferta suficiente sí detiene la inflación inmobiliaria.
No necesitamos menos extranjeros ni menos ropavejeros bilingües, porque se gentrifica también en español. Necesitamos más casas. ~
- Los números los estoy poniendo como ejemplo. En la Ciudad de México hay un déficit de vivienda que se estima en un rango que va de las 200 mil al medio millón, dependiendo de la fuente, normalmente el Infonavit, gobierno o cámaras empresariales. ↩︎