Estoy a favor de la censura. Donde hay censura hay fruto prohibido, y la sola mención de esa idea es la campana de Pavlov del goce. Incluso el hecho de escandalizarse ya es un placer, decía Pasolini. También estoy a favor de la censura por una cuestión práctica: lo contrario carece de sentido. La censura se instala en el límite de la moralidad, así que va a existir queramos o no.
Estos días mucha gente está sintiendo el goce de escandalizarse gracias a Juan Soto Ivars y su último libro, Esto no existe. Un grupo de idealistas incluso acudió a protestar a su presentación en Sevilla. Estamos a favor de lo bueno y en contra de lo malo, dicen. Sus intenciones son honestas y admiro su anhelo por un mundo mejor. Sin embargo, hay algo que chirría, y es el hecho de que lo que identifican como “malo” es algo comunmente percibido como “bueno”: un libro.
Doy algunas ideas por si alguien quiere experimentar el goce del escándalo de forma más sofisticada en las próximas presentaciones del libro. Hay dos estrategias para ocultar esa flaqueza. La primera es contestar a la cultura con más cultura, lo que tal vez incluso produzca una epifanía estética en el espectador. Guy Debord expone que no hay que censurar El nacimiento de una nación de D.W. Griffith (1915) aunque se trate de una película racista: “Es mucho mejor détournarla (alterarla) en su conjunto, sin modificar su metraje, añadiendo una banda sonora que la convierta en una contundente denuncia de los horrores de la guerra imperialista y las actividades del Ku-Klux-Klan”. Si seguimos esa idea, para protestar contra algo como un libro hay que añadir, no eliminar. Gritar “vergüenza, vergüenza”, como ocurrió en Sevilla, es como escupir hacia arriba. Te puede caer en la cara. Hubiera sido más fructífero un gesto simple como llevar la batukada: los asistentes se hubieran dispersado rápidamente. Aún mejor, la batukada podría llamarse BUAJ! (Batukeras Unidas A Juan), y llevar su cara impresa en los tambores. Vaya, qué despiste haberla puesto justo donde aporreamos. Conociendo a Juan, todo hubiera acabado bien, en risas, abrazos y vinos.
La segunda estrategia es apelar a la idea de “David contra Goliat”. Es una versión de “el bien contra el mal”, que identifica el bien con la gente, y el mal con el poderoso desviado. Apela a nuestro instinto moral de contener a quienes se aprovechan de la comunidad en beneficio propio. Es una retórica fundamental en el activismo para generar autoridad moral. La famosa escena del hombre del tanque lo ejemplifica: aunque sea una sola persona, sentimos que representa un sentir general.
La prensa autodenominada “crítica” invocó esta dinámica: “Sevilla se moviliza para impedir que Juan Soto Ivars presente su libro por apología a la violencia machista”. ¡Toda Sevilla toda dejó de ver sus stories de Instagram ese día para mover el culo por el bien! Maravilloso. Me recuerda a la retórica de las protestas contra Jorge Cremades en 2017: si estás con la gente, a favor del bien, no puedes ir al teatro a escuchar chistes machistas. Y se ponían en la puerta para asegurar que nadie se dejase seducir por Mefistófeles por despiste o tozudez. Pero ya sabemos que la censura marca la frontera tras la que empieza el pecado, e inevitablemente los chistes de Cremades adquirieron el aroma del fruto prohibido.
Por entonces aún no nos dábamos cuenta de que estábamos a merced de algo mucho más despiadado. Los algoritmos de las redes sociales habían perfeccionado ya su modelo de furia express perpetua para aumentar el engagement, y por ende nuestra exposición a la publicidad. Creíamos que estábamos siendo David, pero solo eramos soldados de un nuevo Goliat.
Se había producido un giro que, es verdad, nos pilló a traspié. Con la dinámica de los algoritmos y su parasitismo moral se creó un entramado de falacias que era difícil de esquivar: solo pueden hablar las víctimas, y si no aceptas lo que digan es que no tienes corazón. Fue una etapa difícil. Los caraduras se inventaron nuevas categorías de victimismo ad hoc. Los virtuosos lo asumieron y se fueron por el camino inútil de la culpa y la penitencia. Los prácticos callaron para que no se dijese que no tenían corazón, es decir, que eran machirulos. Los timoratos nos escabullimos por la tangente de la ambigüedad. Pero Juan embistió de frente. Desmontaba falacias con excelente retórica y buenos modales, y así cuestionaba la superioridad moral de los caraduras sin quitar la razón donde la tienen: queremos el bien, minimizar el dolor, apoyar a las víctimas. Estemos de acuerdo o no con sus conclusiones, para mí esa ha sido su gran aportación en la última década. La protesta en Sevilla es su culminación: la constatación, por fin, de que no se trata de censurar un chiste, sino de que censurar es el chiste (y yo estoy a favor de los chistes). Tomárselo en serio no hace más que activar la campana de Pavlov del goce, y saboreamos ahora las páginas de Esto no existe con el deleite añadido del fruto prohibido.
Esto me lleva a una idea de Albert Camus: el arte reúne. Permite atravesar barreras morales y ver qué hay más allá. A veces apunta lugares que no nos atrevíamos o no habíamos sabido mirar. Este libro se enfrenta a la censura precisamente en la medida del muro moral que atraviesa. Señala un sitio a gente hasta ahora dispersa y ninguneada. Cuenta Juan que a cada presentación vienen 30 o 40 personas que se ven reflejadas en el libro y se echan a llorar. El arte reúne, y es ese acto de reunir, más que en ningún otro, lo que nos hace humanos.