El pasado 5 de febrero el presidente López Obrador dejó caer sobre la Cámara de Diputados un conjunto de veinte iniciativas que buscan reformar la Constitución y dos leyes secundarias. Paradójicamente, es en el ocaso de la administración lopezobradorista cuando esta presenta su paquete de reformas más ambicioso. Los temas que abarca corren desde la protección a personas afrodescendientes, la militarización de la Guardia Nacional, la prohibición del maíz transgénico y el fracking, hasta la desaparición de organismos constitucionales autónomos como el INAI, o la reducción de la edad para la obtención de una pensión a las personas adultas mayores. Las variopintas iniciativas bien pueden ser catalogadas como el reconocimiento tácito de todas las cosas que el presidente no pudo lograr por la vía de la negociación en el Congreso.
Son, también, un buen testimonio de lo que ha sido un gobierno plagado de improvisaciones, devaneos reformistas y una buena dosis de demagogia legislativa. Se ha dicho con razón que, al no contar el presidente con una mayoría calificada en el Congreso para su aprobación, las iniciativas buscan distraer a la opinión pública y llevarla a un debate inerte e irrelevante. Sin priorizar temas, sin articular el impacto y pertinencia de unas iniciativas con otras, y sin una estrategia legislativa clara, parecería que el paquete de iniciativas de AMLO es más una lista de mandados para la candidata de Morena que busca sucederlo. Un bastón de mando con jiribilla. Tendrás el poder pero no podrás hacer lo que tú quieras. Un testamento político que espera paciente su apertura cuando el 1 de octubre Claudia Sheinbaum, ese es el deseo del presidente, rinda protesta ante la Cámara de Diputados.
Llaman particularmente la atención aquellas iniciativas que buscan replantear la configuración del Estado mexicano tal y como lo conocemos hoy, sobre todo porque no provienen de un análisis objetivo ni empírico sino de una valoración expresamente política. En primer lugar, aquellas que buscan reformar el poder judicial y, en segundo, el relanzamiento de la fallida ley electoral mejor conocida como el Plan A. Me concentraré aquí en la iniciativa de reforma electoral, no sin antes señalar que la designación “popular” de las y los ministros de la Suprema Corte es, sin darle muchas vueltas, el tiro de gracia para la autonomía del poder judicial. Basta mirar la crisis constitucional que Evo Morales provocó en Bolivia con un Tribunal Constitucional Plurinominal, electo por voto popular, que sirvió a sus intereses primero y luego, muy a su pesar, a los de su sucesor.
La iniciativa de reforma electoral busca modificar dieciocho artículos constitucionales para lograr dos objetivos: uno, debilitar la autonomía frente al poder político de las instituciones que organizan las elecciones e imparten justicia electoral y, dos, mermar la representación política de la ciudadanía al desaparecer de tajo la figura de representación proporcional en ambas Cámaras del Congreso y en los congresos locales.
El Plan A propone la transformación del Instituto Nacional Electoral (INE) en el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (INEC), un organismo que, de entrada, centralizará las funciones actualmente delegadas a los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLE), a los que la misma propuesta propone desaparecer de una vez por todas. Esta concentración de funciones pretende, equivocadamente, abaratar el costo del sistema nacional electoral, como si absorber las funciones de una institución local no significase un gravamen adicional, material y humano, para la institución atrayente. Esta propuesta supone, ingenuamente, que solamente durante un proceso electoral sería necesario contratar personal eventual y que, una vez concluido este, el INEC no tendría nada que hacer de cara a la siguiente elección. ¿En dónde despacharía el funcionariado del INEC en las 32 entidades de la República? ¿Acaso quienes redactaron esta reforma no se enteraron de que la función electoral tiene un carácter permanente debido a que todos los años hay elecciones en México?
Al igual que en el caso de la designación de ministros de la SCJN por la vía del voto popular, someter la designación de las personas que integrarán el Consejo General del INEC y el Tribunal Electoral a un voto universal conlleva riesgos de control, transparencia e injerencia del poder político. La iniciativa desdeña, vaya contradicción, las propias vicisitudes de organizar una elección con controles de calidad que garanticen equidad y doten de confianza a los resultados. ¿Quién y cómo organiza esta elección garantizando condiciones de equidad entre sus aspirantes? ¿No es el gobierno en turno el principal beneficiario, dada su capacidad para promover ante la opinión pública perfiles “ciudadanos” que le son afines?
La segunda cuestión relativa a la representación política en el Congreso no es menos importante. Atrincherada en la narrativa de la austeridad, la iniciativa elimina 200 diputados plurinominales, 32 senadores de primera minoría y 32 de representación proporcional. El argumento falaz de que un Congreso compacto y austero es más eficiente que uno grande y oneroso revela que la verdadera intención de la reforma es concentrar el poder en los votos de mayoría relativa. Así, se busca reducir la pluralidad política que hoy caracteriza al poder legislativo a nivel federal.
A nivel local, la iniciativa va más lejos, no solo cancelando la figura de representación proporcional sino además proponiendo eliminar 459 escaños en los 32 Congresos locales, bajo el mismo argumento austericida. En realidad, viniendo del partido que, junto con sus aliados, gobierna 22 entidades del país y cuenta con la mayoría simple en ambas Cámaras del Congreso, no se necesita ser un genio para advertir que, el verdadero beneficiario de esta iniciativa es el presidente y su partido, y no el “pueblo de México” al que han utilizado de marioneta de ventrílocuo en su discurso populista.
La necesidad de contar con elecciones confiables, organizadas de manera transparente y con los suficientes controles administrativos y recursos jurídicos es el cimiento narrativo sobre el cual se construyó el sistema electoral mexicano. Apostar por una reforma que, utilizando este argumento, ponga en riesgo la autonomía y calidad con las que se organizan las elecciones hoy en México es apostar por la incertidumbre ahí en donde ahora tenemos certezas. El sistema es perfectible, pero su mejora no puede provenir de una visión interesada en hacer avanzar un proyecto político al tiempo que se debilitan las condiciones de equidad en la contienda para las fuerzas políticas que hoy son oposición. Es bueno que haya pocas posibilidades de su aprobación, pero muy preocupante que la idea de regresar al pasado del partido monolítico prevalezca entre quienes hoy parecen liderar las preferencias electorales de cara al 2 de junio. ~
es investigador del CEIICH-UNAM y especialista en comunicación política.