Llegaremos a Jumilla, pero perdonen que empiece por Hialeah, una pequeña ciudad de Florida, cuyo gobierno decidió en 1987 prohibir el “los sacrificios de animales para cualquier tipo de ritual, independientemente de si se va a consumir o no la carne o la sangre del animal”. La prohibición incorporaba excepciones para la caza y la pesca, el sacrificio kosher y los conejos vivos usados para alimentar a los galgos de carreras. La norma, aparentemente, tenía como finalidad la legítima protección del bienestar animal; sin embargo, en 1993, la Corte Suprema de los Estados Unidos considerará, en su conocido precedente Church of the Lukumi Babalu Aye, Inc. v. Hialeah, que esta disposición era contraria a la cláusula de libertad religiosa que consagra la Primera Enmienda de la Constitución, al entender que no se trata, pese a su apariencia, de una norma materialmente neutral respecto a la religión. En Hieleah, como en otros lugares de Florida, mucha población es de ascendencia cubana. Algunos practican el catolicismo y otros los ritos de la santería que, por lo común, prescriben el sacrificio de animales como forma de purificación de la energía. La Iglesia de Lukumi era uno de los centros santeros de la ciudad cuya práctica religiosa se vería afectada por la prohibición. Para valorar la constitucionalidad de la medida, la Corte Suprema indagó si realmente se trataba de una norma cuya finalidad era neutral respecto a la religión, para lo que acudió a la motivación esgrimida por sus proponentes. Y la realidad era que el origen de la normativa estaba en una moción que, en palabras de sus promotores, consideraba esta práctica contraria a los valores religiosos del país y a la propia tradición bíblica, además de ser incompatible con la moral pública y aborrecible. En definitiva, se trataba de una norma no neutral sino hostil contra una concreta forma de religiosidad y, por lo tanto, inconstitucional.
Desde Hieleah hasta Jumilla, podríamos preguntarnos si la litigiosa moción que finalmente han aprobado los concejales de VOX y el PP supera un juicio de constitucionalidad con base a la neutralidad y la libertad religiosa que consagra nuestra propia Constitución en el art. 16 Como es conocido, el texto finalmente aprobado es bastante parco. Por un lado, insta al consistorio a “promover actividades, campañas y propuestas culturales que defiendan nuestra identidad y protejan los valores y las manifestaciones religiosas tradicionales en nuestro país” y, en segundo lugar, a modificar el reglamento sobre el uso de instalaciones deportivas para que la utilización de estas “sea exclusivamente para el ámbito deportivo o actos y actividades organizadas por el Ayuntamiento de Jumilla, y en ningún caso para actividades culturales, sociales o religiosas ajenas al Ayuntamiento”.
En Jumilla hay una importante población musulmana, se calcula que entre un 7 u 8 por ciento del total del padrón. Un ritual central de este culto es la fiesta del cordero, durante la cual se ofrece el sacrificio de este animal como conmemoración y acción de gracias a Dios por salvar la vida de Ismael, hijo del profeta Abraham. En Jumilla este rito se ha venido practicando en centros deportivos municipales. Unas dependencias deportivas no son lo que los juristas llamamos un foro público. Es decir, un lugar de titularidad pública que por su naturaleza esté destinado al ejercicio de la libertad de expresión o la libertad religiosa. No hay, por lo tanto, un derecho fundamental a celebrar un meeting político en un polideportivo ni tampoco una ceremonia religiosa.
La moción aprobada por el ayuntamiento de Jumilla podría considerarse, por lo tanto, una opción legítima por parte de esta corporación de cara a garantizar el uso exclusivamente deportivo de las instalaciones municipales destinadas a este fin. Sería una opción, digamos, neutral desde el punto de vista religioso. Ahora bien, como veíamos en el precedente Church of the Lukumi, cuando la aplicación de una norma va a implicar en la práctica la restricción de un culto religioso, hay que considerar si, tras esa neutralidad formal, se esconde una hostilidad discriminatoria hacia la religión. Creo que, en este caso, valorando la propia mención que hace la moción a la defensa de la identidad religiosa del país, y, sobre todo, el hecho de que esta moción tiene origen en una anterior presentada por VOX, que calificaba esta práctica religiosa de “retroceso cultural”, negaba –contra la legalidad vigente– “el notorio arraigo” a la confesión islámica en nuestro país, e instaba a proteger, frente a esta religión, el “ethos” y la “soberanía espiritual” de España –sea lo que sea lo que esto quiera decir–, no es muy complicado llegar a la conclusión de que se trata de una norma con un claro propósito discriminatorio, no neutral respecto a la religión y, por lo tanto, contraria a la Constitución.
Pese a que la cuestión constitucional no es, en mi opinión, demasiado compleja, la moción original de VOX, un auténtico adefesio jurídico, como ha explicado bien aquí Germán Teruel, tiene la virtud, sin embargo, de invitar a una reflexión más general sobre nuestro modelo constitucional de relaciones Iglesia-Estado y su vigencia ante la nueva realidad religiosa del país. No cabe duda de que, desde un punto de vista histórico, entre las grandes decisiones constitucionales que el constituyente español tuvo que adoptar fue la relativa a la definición religiosa del Estado. En aquel momento, dicha fórmula no tenía que integrar el pluralismo religioso de la nación, inexistente aquel entonces, sino una querella arquetípica en los países concordatarios, entre laicos y católicos. El enunciado “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, satisfizo a los primeros, al consagrar una definición laica del Estado, y la mención explícita a la Iglesia Católica, junto al mandato de cooperación con las confesiones, garantizó que la transición política no supusiera para esta segunda una grave capitis diminutio de su estatus, como bien reflejan los Acuerdos del Estado Español con la Santa Sede, aprobados paralelamente a la propia Constitución.
Buscar la profecía autocumplida
Dediqué, probablemente como reacción freudiana a años de férrea –y valiosa– educación dominica, mi tesis doctoral en derecho al estudio de la separación Iglesia-Estado. Mi trabajo fue, de alguna forma, una defensa bastante ortodoxa de la laicidad, a través de la cual denunciaba la inconstitucionalidad de parte del desarrollo que, sobre todo en materia educativa y fiscal, se ha hecho de los Acuerdos con la Santa Sede. Uno de los miembros del Tribunal, el admirado Fernando Rey, hizo una objeción a mi trabajo que no he podido olvidar y que hoy adquiere pleno sentido: usted, por momentos, está leyendo España en francés. Más allá de que la laicidad francesa es más una filosofía que un principio constitucional bien definido y de que tiene mucho de mito jurídico, lo cierto es que mi trabajo incurría por momentos en una ingenuidad muy española que es la de valorar excesivamente el éxito en la práctica de ciertos principios republicanos franceses. El modelo de laicidad francés, su propia escuela republicana, ha fracasado a la hora de integrar el pluralismo religioso y, en concreto, a la tercera generación de ciudadanos franceses de credo musulmán. Por usar el diagnóstico de Macron, en la V República existe un separatismo religioso.
Desde luego, integrar en sociedades democráticas bastante secularizadas a millones de ciudadanos con una fuerte identidad religiosa ajena a la tradición nacional no es una cuestión sencilla y tampoco existen políticas públicas o fórmulas jurídicas infalibles. Nos enfrentaremos, sin duda, a problemas y fracasos en la integración. Ahora bien, creo que la plasticidad –y la propia postmodernidad– del modelo de relaciones Iglesia-Estado español, que contiene una tensión entre separación y cooperación, y que es contrario a una visión hostil del fenómeno religioso, ha demostrado tener ciertas virtudes a la hora de integrar el pluralismo. El secularismo, como ha afirmado la propia jurisdicción europea de Estrasburgo, está íntimamente vinculado a la idea de Estado de Derecho, al gobierno de las leyes. Ahora bien, dicho secularismo no es incompatible, sino al contrario, con tomarse la libertad religiosa en serio, considerando también, obviamente, que atender a la importancia de la práctica religiosa para los creyentes y evitar cualquier hostilidad pública hacia la religión no quiere decir que haya de permitirse todo. España no tiene un problema de integración religiosa como el que tienen Francia y otros países europeos. Esto no quiere decir que no pueda llegar a tenerlo. La moción propuesta por VOX que, más que inconstitucional, constituía una suerte de apelación a la necesidad de otra Constitución y otra Nación, parece buscar, por el dramatismo y la agresividad de su articulado, una profecía autocumplida: que se produzca en España una quiebra de nuestro modelo de integración de tal forma que, a la manera de Francia, el separatismo religioso sea el primer problema político de los españoles. Todo ello, claro está, con la finalidad lógica de que, al igual que ocurre allí, la extrema derecha sea la que capitalice electoralmente este malestar en la comunidad política. Tras el intento de leer Jumilla en francés hay así un proyecto lepenista español que rima, dicho sea de paso, con el ya en marcha proyecto lepenista catalán. El conocido enfrentamiento de VOX con la Iglesia Católica a raíz del suceso jumillano no es tan extraño dentro estas coordenadas. El fácil consenso en torno al artículo 16 de la Constitución española debe mucho la declaración Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa. Para un partido integrado en una internacional autoritaria que aspira a una restauración iliberal del orden político, el conflicto con la Iglesia postconciliar es tan natural como el conflicto con la propia Monarquía parlamentaria.