La ley del más fuerte está privando en la política de un modo tan descarado, que cabe preguntarse si vale la pena luchar por otra cosa que no sea el puro poder y la pura hegemonía, a la macha, a la fuerza, sin principio alguno que no sea una voluntad despiadada de controlar la vida colectiva. Según los análisis racionales de la situación, el 10 de enero el tirano Nicolás Maduro, la vergüenza más grande de la izquierda en el último medio siglo, será investido como presidente de Venezuela, autoproclamado ganador de unas elecciones marcadas por el fraude. Un puñado de delincuentes acusados de crímenes de lesa humanidad seguiría gobernando un país cuyo sueldo mínimo es menor al de Cuba y Haití. Phil Gunson aconseja tratar de negociar con ellos como si no se hubiera negociado durante 25 años sin resultados tangibles en cuanto a una regla de oro de la democracia: la alternancia.
La violencia no es la partera de la historia, como decía el fracasado San Marx, sino, por lo visto, la historia misma, un río de sangre y pasiones con infinitos afluentes. La dictadura venezolana comunica por los medios de comunicación que tortura, secuestra, mata y apresa, con descaro, sin pudor alguno. “Operación Tun tun”: delata a tu vecino para que vayamos a la medianoche a su casa a sacar a hombres y mujeres de cualquier edad. Según los expertos al estilo de Gunson y otros colaboracionistas venezolanos que creen que el gobierno revolucionario puede manejarse con lindas palabras, quien le hable bonito a la tiranía podrá convencerla. No es cierto: los venezolanos no tenemos otra opción que la acción pacífica y concertada, pero no basta la fuerza popular en la calle sin la retirada del apoyo de las fuerzas armadas, es decir, sin la pistola en la cabeza del tirano y su deleznable nomenclatura.
El liderazgo de María Corina Machado ha tenido una dimensión indispensable en estos casos de asimetría absoluta entre las partes en conflicto: la valentía. Su convocatoria a salir a la calle el jueves 9 de enero está respaldada por un “yo voy contigo” que implica la salida de la clandestinidad, de una soledad en la que resuenan las voces de millones. Poner el cuerpo es la forma más acabada de la protesta, y allí estará ella con todos los riesgos que implica; de hecho, dio instrucciones precisas para que no se hagan negociaciones humillantes con la dictadura a cambio de su libertad. Por supuesto, los colaboracionistas detestan este tipo de conducta porque es una interpelación directa al coraje personal y porque reconocen el poder omnímodo del gobierno: se supone que puede haber avances aunque no se reconozca la victoria de Edmundo González Urrutia.
Es comprensible la postura colaboracionista porque hay que seguir viviendo, pero hablar de “avances” no solo es una fantasía, sino una inmoralidad de cara a la situación de la población venezolana. La vía electoral está definitivamente cerrada luego del descomunal fraude ampliamente demostrado por la oposición; el gobierno se resiste a aplicar los correctivos económicos necesarios y aunque se levantaran las sanciones no es posible pensar en una economía sensata en manos de Nicolás Maduro; por último, la emigración en masa seguirá procurando humillaciones sin fin para mi gente. Solo hay una salida: sacar a la camarilla bajo amenaza de insurrección militar. Si la protesta masiva y valiente no ocurre o si no tiene respuesta dentro del sector armado, Venezuela seguirá enfangada y miserable con o sin sanciones extranjeras; una Cuba del siglo XXI con una plutocracia abyecta que come faisán a punta de negocios sucios.
La buena noticia es que las democracias del mundo parecen alinearse con la causa de la oposición venezolana. Hasta el presidente colombiano Gustavo Petro, horrorizado ante las detenciones de políticos y defensores de los derechos humanos, se pronunció en la red social X al respecto e indicó que, si bien su gobierno no romperá relaciones con el de Venezuela, no va a legitimar a Maduro con su presencia en la toma de posesión. La izquierda no sabe qué hacer con su monstruo, pero vale la pena rescatar este gesto, el rechazo frontal de Gabriel Boric y la venganza del patriarca ofendido presidente de Brasil, Lula da Silva, que no dejó entrar a Venezuela en el club BRICS porque su gobierno es mentiroso.
La salida pacífica depende, paradójicamente, de que los militares abandonen a Maduro, y ejerzan su función de árbitros de la vida en mi país desde las guerras por la independencia en el siglo XIX hasta hoy. Es lamentable que Venezuela sea militarista, pero hay que abrir la puerta al futuro: tal vez una intervención hoy signifique a mediano y largo plazo un país mucho mejor y, sobre todo, definitivamente civilista. En todo caso, la clave está en manos de María Corina Machado y de Edmundo González Urrutia, cuyas familias en Venezuela han corrido graves riesgos y penalidades: cómo liderar no solo a la oposición venezolana sino a un movimiento social que cifra las esperanzas de la democracia en el mundo de los Díaz-Canel, los Ortega, los Putin y los Bashar al-Asad. ~
Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.