La banalización del voto

El votante de Trump piensa que detrás de las obscenidades y amenazas del candidato republicano hay buenas intenciones, quizá porque piensa que no se verá afectado por sus políticas.
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Solo importa el voto, no sus consecuencias. El voto como expresión emocional, denuncia inmediata, foto fija de un momento concreto. Como escribe Manuel Arias Maldonado, muchos votantes entienden el voto “como una insignia metafórica que confiere dignidad e igualdad”. El voto enfadado es caliente y no tiene una conexión con la realidad que le sigue. Algunos partidarios del Brexit se arrepintieron de su voto. Quizá pensaban que caducaba, que duraba solo 24 horas y luego las cosas volvían a estar como están.

Los estadounidenses han votado a Donald Trump. El candidato republicano ha recogido un descontento básicamente vertebrado en el racismo, la nostalgia nacionalista, la misoginia, el resentimiento cultural de una población blanca y la sensación de olvido de una parte de la población por parte del establishment.

Trump solo ha ofrecido el diagnóstico, que en buena medida es falso, no las soluciones (ha prometido que solucionará problemas, no cómo los solucionará). El voto se ha ajustado al diagnóstico, pero no ha atendido a las posibles consecuencias, que pueden intuirse fácilmente. Trump es un líder narcisista, egocéntrico, sin experiencia de gobierno, que sucumbe a las más bajas pasiones y no sabe controlarse cuando se ve amenazado. Quizá es el presidente más psicoanalizado y el más inestable emocionalmente. Es el peor candidato posible para ser el commander-in-chief.

El voto a Trump parece aspiracional. No se cuestionan los hechos pasados, y deleznables, del candidato, ni siquiera los presentes, sino que se proyecta una imagen idealizada de lo que hará en el futuro. No importa esto malo que ha hecho, sino lo bueno que seguro hará. Esta banalización del voto no es nueva, y ni siquiera es exclusiva de los votantes de partidos y líderes populistas. Preocupa especialmente en la izquierda alternativa, que ha caído en la trampa de la falsa equivalencia. Muchos votantes de izquierda creen que Trump y Clinton son igual de indeseables. Confiados en que era obvia la victoria de Clinton, votaron a un tercer candidato, o no votaron. Garantizaron así su pureza y confirmaron su narcisismo ideológico.

Zizek considera incluso que Trump es mejor, porque subvertirá el sistema y alterará el statu quo, lo que abrirá el espacio “para un cambio diferente y más auténtico” y un “cambio social radical.” Obvia, como el votante populista y enfadado, las consecuencias reales del voto. Se queda en la abstracción o teorización sobre la posibilidad de una revolución tras la catástrofe. Primero va la catástrofe. Hay un cambio de gobierno, un cambio de paradigma que afecta a personas reales. Solo desde el plano simbólico, con la legitimación de las posturas radicales de Trump, ya hay motivo de preocupación. Ideas que estaban en los márgenes, o que deberían estar en los márgenes, ahora están en el centro de la oficina oval.

El votante de Trump piensa que detrás de toda la maraña de obscenidades, incompetencia, amenazas e inestabilidad del candidato republicano hay buenas intenciones. Probablemente lo piensa porque no es el objetivo de los insultos y el desprecio de Trump. El votante de izquierdas que desprecia por igual a Trump y Clinton cree lo mismo: que Trump será un revulsivo revolucionario tras la catástrofe, probablemente porque a él no le tocará vivir esa catástrofe con la misma intensidad que las minorías a las que ha atacado Trump.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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