Imagen: lopezobrador.org.mx

La consulta, una kermés democrática

Por la manera en que ha sido organizada y puesta en marcha, la consulta sobre el nuevo aeropuerto no sirve para empoderar a una ciudadanía sin poder. Por el contrario, siguiendo a Mary Beard, es la ocasión para desahogar nuestros prejuicios y descontentos en una votación de sí o no.
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Ayer, en el programa de radio de Denise Maerker, mientras explicaba cómo iban a estar distribuidas en el país las mesas de votación para la consulta sobre el nuevo aeropuerto, Roy Campos hizo un par de comentarios poco afortunados, señalando que en la alcaldía de Miguel Hidalgo, en la Ciudad de México, habría casillas en las colonias Pensil, Argentina y en algunas otras por “el rumbo de Observatorio”, ¡pero no habría ninguna en Polanco ni en Lomas! La casilla más cercana que iban a tener los pobres polanquenses ¡era hasta Constituyentes! Por si fuera poco, señalaba Campos, en la alcaldía de Cuajimalpa, en donde está ubicada Santa Fe, solo habría  dos casillas, pero ¡ninguna en Bosques! Y remataba: “Si vieras en dónde están los que vuelan en avión, están en esas colonias [las que quedaron fuera]”.   

El desaforado apunte me hizo pensar que quizá la consulta nacional sobre el nuevo aeropuerto podía ser una estupenda oportunidad para que esos grupos que tradicionalmente no se movilizan mucho en las calles –pero que, al parecer de Campos, sí lo hacen por los aires– salieran a las calles, coparan las colonias populares en donde están las casillas, e hicieran escuchar su voz a través de su voto. Un ejercicio que nos permitiría conocernos, acercarnos los unos a los otros. Por supuesto, estaba yo delirando de fiebre. Porque, aunque la afluencia de la consulta fuera masiva, la manera en la que se está llevando a cabo es tan endeble y poco seria que da básicamente lo mismo si votas o no. Me explico.

A las diez de la mañana, voté a las afueras del metro Portales. Desde un par de pequeñas mesas, cuatro personas identificadas con una playera y un gafete trataban de atraer transeúntes para que emitieran su voto. La boleta es un volante que no tiene folio ni alguna medida de seguridad. Para darme una, me pidieron la credencial de elector: “Solo voy a anotar en mi celular la clave de elector. Es para llevar un registro y no voy a tomarle fotografía”, me dijo el chico que me entregó la boleta y que me explicó que podía haber votado en cualquier casilla en cualquier parte del país. El voto lo haces sobre las rodillas o sobre la mesa en la que están estas cuatro personas (no hay mamparas) y depositas tu boleta en una urna. Acto seguido, y más por azar que por método alguno, los votantes salen, o no, con el dedo pulgar teñido de violeta de genciana. Todas estas carencias e improvisaciones ponen en entredicho, aun más, la confianza en los resultados. Decir que esta consulta no se parece en nada a lo que ocurre en la elección presidencial es una necedad, pero su pretensión de replicar ciertos protocolos de seguridad raya en lo ridículo. La última vez que jugué a votar en una kermés había más controles. 

Votar en esta consulta me llenó de profunda decepción cívica. Es la primera vez que acudir a las urnas me parece un acto inane (y consideren que, en todas las votaciones en las que he participado, mi voto ha sido siempre a favor del candidato u opción –en el caso del presupuesto participativo– que termina perdiendo). ¿Por qué el presidente que resultó elegido por la mayor cantidad de votos en la historia (votos que consiguió siguiendo las reglas y las instituciones democráticas) se empeña en convertir esa “fiesta democrática” en una kermés, en la que, durante los siguientes tres días, todos nosotros, los de un bando y los de otro, “desahogaremos nuestros prejuicios y descontentos en una votación de sí o no”, como dijo Mary Beard? Decidir entre Texcoco o Santa Lucía “no es la manera de volver a empoderar a una ciudadanía sin poder” (Beard de nuevo), y quizás ese teatro es el que me molesta más.  

 

 

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Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.


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