El parque de la memoria
Parque de la Gloria Eterna. Un grupo de jóvenes moja los pies en la fuente del memorial a los soldados de la Gran Guerra Patriótica (la Segunda Guerra Mundial en terminología soviética), repleto de estatuas de héroes proletarios con bigotes poblados y el ceño fruncido: hay campesinos, campesinas, soldados del ejército rojo, obreros fabriles y mártires varios. Unos niños juegan encima de tanques soviéticos de la Segunda Guerra Mundial pintados de amarillo y azul, los colores de la bandera ucraniana (un ejemplo inocente de revisionismo histórico: durante la época soviética, la bandera ucraniana estuvo prohibida y no se recuperó hasta la independencia en 1991). Algunos se suben a los tanques y se sientan a horcajadas sobre los cañones mientras sus padres los fotografían.
Una estatua plateada, la Madre Patria, de 104 metros de alto. En la mano derecha, una espada de dieciséis metros, en la izquierda, un escudo de la Unión Soviética de ocho. La gente se tumba en el césped, a su sombra, que llega casi hasta el río. Es una patria ambigua, quizá como todas: homenajea la victoria del ejército rojo sobre los nazis, en la que participaron muchos ucranianos (la gran mayoría de ellos, unos siete millones, luchó con el ejército soviético), pero también es el símbolo de un régimen represivo que, en Ucrania, persiguió, esclavizó y mató a millones de personas. El presidente Petró Poroshenko aprobó unas leyes de “descomunización” en 2015 que acabaron con símbolos comunistas en todo el país, pero los monumentos de la Segunda Guerra Mundial se mantienen. En la ley, se cambia el nombre de Gran Guerra Patriótica por Segunda Guerra Mundial, y en lugar de seguir la lógica soviética, que coloca el comienzo del conflicto en 1941, cuando empezó la guerra entre la URSS y Alemania, se establece la fecha convencional, y más global, de 1939.
Las estatuas brutalistas y realistas de la época soviética tienen especial simbolismo en el contexto actual: tras la Revolución de la Dignidad, a finales de 2013 y principios de 2014, que sacó a millones de personas a la calle en protesta por la negativa del expresidente corrupto Yanukóvich a firmar un acuerdo de asociación con la UE, Rusia se anexionó la península ucraniana de Crimea e invadió el este del país, iniciando una guerra que ha dejado ya 10.000 muertos. Las excusas de la propaganda rusa son variadas y falsas (protección de la población rusa y rusoparlante que está siendo discriminada y perseguida, reacción al supuesto golpe de Estado fascista en Kiev), y forman parte de la estrategia imperialista de Rusia. Putin cree que Ucrania y los países bálticos son provincias del imperio ruso. Históricamente, muchos en Rusia han considerado, de manera condescendiente, que los ucranianos no son más que pequeños rusos (se suele decir irónicamente que un ruso demócrata deja de ser demócrata cuando empieza a hablar de Ucrania). Hoy, varios pequeños rusos, convencidos de su nacionalidad ucraniana, pasean al sol bajo los símbolos de su opresión histórica.
Junto al memorial de la Gran Guerra Patriótica se encuentra el memorial del Holodomor (“matar de hambre”), la hambruna estalinista en los años treinta, provocada por las políticas de colectivización forzosa de la tierra. Es quizá el mayor ejemplo de la barbarie soviética en Ucrania. La estatua de una niña con trenzas, escuálida, ojerosa, con un poco de trigo en las manos, las manos junto al pecho. Un gran obelisco con cruces de hierro y cigüeñas que simboliza el renacimiento de la nación ucraniana. El suelo, de color marrón oscuro, representa la fertilidad de las tierras ucranianas. Bajo el obelisco acristalado en forma de vela, un museo subterráneo de la hambruna. En la entrada, un cartel que indica que está prohibido cazar pokémons en el museo. En el interior hay aperos de labranza, carros, vídeos de campesinos trabajando, libros de cuentas sobre las cuotas de producción, que nunca se conseguían cumplir. ¿Cómo se hace un museo sobre el hambre?
Según el historiador Serhii Plokhy, autor de The gates of Europe, una historia de Ucrania desde la prehistoria, casi cuatro millones de ucranianos murieron por la hambruna entre 1932 y 1934. Ucrania se conoce históricamente como la cesta de pan de Europa, o breadbasket, por sus tierras fértiles y su alta producción de cereales. Era esencial para el plan de industrialización de Stalin, para alimentar los centros urbanos e industriales de la Unión Soviética. En Tierras de sangre, el historiador Timothy Snyder narra las consecuencias de la colectivización: “Llegó un momento en Ucrania en el que había poco o apenas no había cereal, y la única carne era la humana. Se creó un mercado negro de carne humana; es posible que incluso la carne humana entrara en la economía oficial […] Un joven comunista en la región de Járkov informó a sus superiores de que podía cumplir la cuota de carne, pero solo usando seres humanos.” La cesta de pan de Europa se moría de hambre por la negligencia, la crueldad y la paranoia de Stalin. El dictador y sus asesores “se negaban a admitir la derrota y acusaban a los campesinos de sabotaje y de intentar matar de hambre a las ciudades y así perjudicar la industrialización.” Se morían para sabotear el socialismo.
En 2006, el parlamento ucraniano aprobó una resolución que considera que el Holodomor fue un genocidio y una hambruna provocada por el régimen estalinista. Pero según qué partido gobierna en Ucrania, dependiendo de su actitud ante Rusia, el Holodomor es más o menos importante. La decisión de considerarlo un genocidio la tomó el expresidente proeuropeo Yúshchenko, que en 2008 construyó el monumento en su memoria. Su sucesor, el prorruso Yanukóvich, en cambio, nunca lo ha considerado un genocidio.
Esta polarización es común en Ucrania. Como escribe Tim Judah en In wartime, una ambiciosa obra periodística que dibuja Ucrania en su complejidad étnica y cultural, “lo que piensas hoy del pasado, cómo te relacionas con él, determina lo que piensas sobre el futuro de Ucrania. Y lo que piensas del pasado es muy probable que esté ligado a la historia de tu propia familia y el lugar donde vives.” El mito de las dos Ucranias, una rusófila y otra nacionalista ucraniana, no es tan sencillo, pero existen obviamente experiencias diversas entre los ucranianos europeizados de Galicia, al oeste, en la frontera con Polonia y que formaron parte del imperio Austrohúngaro, Polonia o Alemania, y los del Donbás, en el este, muy influidos por Rusia y con un alto porcentaje de rusoparlantes (Ucrania es en esencia bilingüe, a pesar de que la lengua oficial es el ucraniano). Estas experiencias y orígenes distintos se reflejan claramente en la política institucional.
Desde las colinas del Parque de la Gloria Eterna se ven el río Dnieper y el Hydropark, una playa fluvial donde se bañan y hacen deportes acuáticos los habitantes de Kiev. Al otro lado del río, grandes avenidas y rascacielos soviéticos. Las nuevas construcciones postsoviéticas conservan la grandilocuencia y el horterismo neoclásico comunista. Junto al memorial del Holodomor, un gran obelisco que conmemora al soldado desconocido de la Segunda Guerra Mundial. Una llama eterna. Una pareja de recién casados se hace fotos y luego pasea por las lápidas de generales caídos. El memorial conmemora la misma guerra que la Madre Patria, pero desde la tragedia. No hay épica sino solemnidad y austeridad.
Ucrania fue uno de los países europeos que más sufrió durante la Segunda Guerra Mundial. Entre 1939 y 1945, murieron siete millones de ucranianos (un millón de ellos judíos), un 16% de la población. “Gracias a su reputación como cesta del pan de Europa -escribe Plokhy- y por tener una de las concentraciones de judíos más alta de Europa, Ucrania se convirtió tanto en el objetivo principal del expansionismo alemán como en una de las principales víctimas de los nazis”. Los alemanes se comportaron en Ucrania como una fuerza de ocupación colonial. En Mi lucha, Hitler ya esbozaba un plan de conquista y sometimiento de Europa del Este, cuya población consideraba subhumana. Timothy Snyder habla en Tierra negra, su historia de los orígenes y desarrollo del Holocausto, de la fascinación de teóricos nacionalistas y supremacistas alemanes con la explotación colonial en América, que querían emular con los eslavos. Hitler llegó incluso a comparar el río Misisipi con el Volga. Ucrania era esencial para la guerra y para el futuro imperial alemán, como fuente de materias primas y mano de obra esclava.
Ucrania sufrió en los años treinta y cuarenta una colonización interna soviética, con hambrunas, persecución de disidentes, purgas y campos de concentración, y una externa nazi, con limpieza étnica, esclavismo, pogromos y antisemitismo. Algunos ucranianos recibieron a los nazis con alegría, tras el sufrimiento causado por el terror estalinista. Pensaban que el nacionalsocialismo, al incluir la palabra socialismo, traería el socialismo real. Otros simplemente esperaban una mejor vida. Algunos se unieron a milicias locales creadas por los nazis, que fueron aplastadas por los soviéticos, y otros se unieron a fuerzas nacionalistas ucranianas como la UPA, el ejército insurgente ucraniano, que al principio colaboró con los nazis hasta que sus deseos de independencia chocaron con los planes alemanes.
Como en todas las guerras, a muchos les tocó luchar en un bando u otro por sus circunstancias y según dónde se encontraban, y no por una cuestión ideológica. Es algo que en las posguerras muchos olvidan, especialmente en las guerras civiles. Según Plokhy,
bajo la ocupación alemana, Ucrania se convirtió en un modelo a gran escala de campo de concentración. Como en los campos, la línea entre la resistencia y la colaboración, el victimismo y la complicidad criminal con el régimen se difuminó pero no desapareció. Cada uno tomó una decisión personal, y los que sobrevivieron tuvieron que vivir con sus decisiones en la posguerra, algunos en armonía, otros con una eterna angustia. Pero todos sufrieron la culpa del superviviente.
Olvidar el trauma
Yevhen Hlibovytsky, un intelectual, activista y politólogo, sorbe con dificultad un café americano demasiado caliente en una cafetería junto a Maidán, la Plaza de la Independencia. En ella se celebró la independencia en 1991, se protestó en 2004 en la Revolución Naranja y murieron más de cien personas en 2014 en la Revolución de la Dignidad. Es el día de la Independencia y todo el mundo viste una vyshyvanka, una camisa tradicional ucraniana, que suele ser blanca con un bordado colorido en torno al cuello. En cada región es diferente. El bordado de Hlibovytsky no es folklórico sino un código QR. Su patria está en internet, como la de muchos jóvenes que salieron a las calles en 2013 para protestar contra el régimen mafioso y oligárquico de Yanukóvich: la revolución del Maidán comenzó con un post en Facebook.
Yevhen cree que Ucrania experimenta un trauma similar al de una víctima de violación: “Al crecer nos hemos dado cuenta de lo que nos ha pasado, y de quién nos lo hizo. Ahora la cuestión es si vamos a dejarnos llevar por la venganza o vamos a encontrar la manera de que no ocurra de nuevo.” Quizá no es la analogía más acertada, pero es un buen ejemplo de la carga que supone para los ucranianos su historia. La memoria histórica se parece más a un trauma y a la memoria individual que a la historia; tiene que ver más con la proximidad emocional y psicológica que con el rigor; es cuestión de percepciones, más que de realidades. En muchas ocasiones, es simplemente ilusoria o falsa. Por eso es es un arma efectiva para populistas, nacionalistas y reaccionarios. La Rusia putinista falsea la historia y explota la memoria histórica ucraniana con un objetivo propagandístico.
En su polémico libro Contra la memoria, el periodista estadounidense David Rieff cuestiona la opinión extendida de que la memoria es una obligación moral de las sociedades.
La memoria histórica colectiva tal como las comunidades, los pueblos y las naciones la entienden y despliegan -la cual, para reiterar lo esencial, siempre es selectiva, casi siempre interesada y todo menos irreprochable desde el punto de vista histórico- ha conducido con demasiada frecuencia a la guerra más que a la paz, al rencor más que a la reconciliación y a la resolución de vengarse en lugar de obligarse a la ardua labor del perdón.
El verdadero peligro, según Rieff, no es olvidar, sino recordarlo todo demasiado bien. “Incluso si al olvidar se comete una injusticia con el pasado, esto no implica que al recordar no se cometa una injusticia con el presente, condenándonos a sentir el dolor de nuestras heridas históricas y la amargura de nuestros resentimientos históricos mucho más allá del extremo, por nuestro bien y el de la posteridad, en el que debimos dejarlos atrás.” Su tesis es arriesgada y polémica, y a veces discutible: no siempre el recuerdo implica el resentimiento, la polarización, el nacionalismo, la guerra. Pero paseando por Kiev uno tiene la tentación de pensar que el olvido de tanta tragedia, al menos la que se remonta a varias generaciones atrás, no puede ser del todo malo para el progreso del país. La memoria histórica de Ucrania es un trauma muy vivo, realimentado constantemente con nacionalismo y guerra, con amenazas externas e internas que lo reavivan y reafirman. Siempre quedan heridas por cerrar y una justicia histórica que es necesario aplicar.
Yevhen piensa que todo el sufrimiento ucraniano ha desarrollado en la población ucraniana una gran resiliencia, su gran virtud: “Casi todas las generaciones ucranianas han sufrido catástrofes. Esto deja un gran trauma. Tenemos delante a la primera generación que no había sido traumatizada, los nacidos después de 1991. La guerra con Rusia les ha pillado de improviso. Acostumbrados a los valores del desarrollo, están adaptándose a los de supervivencia. Estábamos avanzando, alejándonos de los extremos, y las circunstancias nos han traído de nuevo al estado de supervivencia.” Utiliza mucho el término resiliencia de Nassim Taleb, autor de los famosos ensayos Cisne negro y Antifrágil. A veces parece un emprendedor o un tecnolibertario: habla de “ventana de oportunidad”, una expresión en boca de todos los reformistas ucranianos, cree que un gran problema de la diplomacia internacional es que se basa en “juegos de suma cero” que buscan agradar a todas las partes, cuando esto no es posible: “No podemos contentar a Hitler y a los judíos a la vez”.
Aunque cauto con respecto al futuro de Ucrania, no pierde el humor, y no deja de contar chistes y usar metáforas. “Tengo una reunión con diplomáticos británicos. Voy a preguntarles si necesitan ayuda”, bromea en referencia al Brexit. Maidán lo ha convertido en una especie de activista, pero reflexiona más sobre valores y cultura democrática que sobre reformas concretas. El manifiesto del think tank Nestor Group que lidera, con un título que parece parte de una novela de Aldous Huxley (“Contrato de la dignidad para el desarrollo sostenible”), busca crear un nuevo contrato social y parece un proyecto de reformistas liberales del XIX, incluida la construcción de un Estado-nación moderno: quiere fomentar una cultura democrática que prime la responsabilidad individual y acabe con la histórica apatía de los ucranianos hacia los gobiernos y las instituciones. En un estado clientelar, corrupto y dominado por oligarcas (el primero de ellos, el presidente Poroshenko, dueño del imperio del chocolate Roshen) es una tarea difícil. “La guerra no puede ser una excusa para la falta de reformas, como han demostrado Israel y Corea del Sur”, concluye Yehven. “Es más, la guerra obliga más aún a la necesidad de reformas. Ucrania necesita ‘desimperializar’ Rusia, tiene que forzar a Rusia a dejar de ser un imperio. Y tiene que ser la fuerza democratizadora de la región.”
Casi todos llevan hoy, día de la Independencia, una camisa vyshyvanka. Tras el desfile militar por la mañana, la atracción que más público atrae en Jreschátyk, la gran vía de Kiev, siempre llena de músicos y actuaciones en la acera, es un circuito en mitad de la calle con coches y motos que derrapan y echan humo. La música no es la tradicional ucraniana, aunque por la noche un coro de mujeres canta canciones horteras sobre la gloria de Ucrania y los campos de trigo, sino un electro machacón y con aires “postsoviéticos”.
Unos días antes, una escaramuza en la frontera ucraniana con el territorio ocupado de Crimea despertaba el miedo de un nuevo conflicto con Rusia en otro frente, que se uniría al ya abierto en el Este. El objetivo de Rusia no es una guerra abierta, sino un conflicto congelado, una tensión mantenida similar a la de los territorios secesionistas de Transnistria (en la frontera entre Moldavia y Ucrania) u Osetia y Abjasia (en Georgia): pequeños amagos de violencia, escaramuzas, el mantenimiento de un foco de desestabilización. Rusia no puede acabar con Ucrania, pero puede evitar que progrese y contribuir a que se convierta en un Estado fallido de facto. Quizá esto no consiga que vuelva a su área de influencia, pero al menos puede mantener al país en un limbo y dificultar su entrada en la UE o en la OTAN.
Rusia utiliza tácticas de guerra híbrida, que combina la guerra convencional, como en el Este, con el uso de propaganda online (crea webs de desinformación dedicadas al lector europeo, tiene “granjas” de trolls que se dedican a extender información falsa y manipulada a través de internet). En muchos casos, la propaganda rusa explota la memoria histórica ucraniana: acusa a los miembros del Maidán de ser simples banderivtsi, simpatizantes de Stepan Bandera, el polémico nacionalista ucraniano cuya organización paramilitar, la UPA, colaboró con los nazis en la Segunda Guerra Mundial, y acusa al gobierno ucraniano de ser una “junta” fascista surgida de un golpe de Estado apoyado por los gobiernos occidentales. Suele ser muy efectiva: Rusia se aprovecha del simbolismo del antifascismo en la URSS para extender la idea de que Ucrania ha vuelto a 1941.
“A veces mienten abiertamente, pero en general la propaganda rusa lo que hace es extender ‘medias verdades’, dice Alina Mosendz, periodista de Stop Fake, una organización creada en 2014 en la facultad de comunicación de la Universidad de Kiev-Mohyla que busca refutar las mentiras de la propaganda rusa. Está en ocho idiomas; busca contrarrestar la influencia de medios del Kremlin como Sputnik o RT (antes Russia Today), que se traducen a decenas de idiomas. Estamos en un restaurante típico ucraniano en el centro de Kiev y hemos pedido una especie de zumo de arándanos en jarras. Las paredes están empapeladas con héroes pop de la época soviética, desde atletas a cantantes, pero la música es casi toda americana de los setenta (suena “Hooked on a feeling”, en la versión de Blue Swede, “Hold the line” de Toto). Mientras me comenta su proyecto, con un marcado acento argentino (aprendió español en estancias en parroquias en Argentina), Alina colorea el dibujo de unos cosacos en un mantel para niños. Con los mismos lápices de colores hace pequeños esquemas y dibujos para explicarme mejor la prensa bajo Yanukóvich, o las tácticas de la propaganda rusa.
“Uno de los objetivos de la propaganda rusa es probar que la UE no funciona, que es como un Estado fallido. Tienes el Brexit, por ejemplo, que demuestra un descontento con la UE. Medios del Kremlin como Sputnik o RT explotan esto y buscan crear desconfianza hacia la UE en otros países. Inventan un Swexit, un Grexit…” La propaganda rusa no se centra en vender Rusia sino en desacreditar los países occidentales y aprovecharse de las fisuras y debilidades consecuencia de su pluralismo y su capacidad de autocrítica. Como escriben Edward Lucas y Peter Pomerantsev en “Winning the information war”, un estudio del Centre for European Policy Analysis,
Su objetivo no es tanto convencer a los medios mainstream sino apelar a audiencias que ya desconfían de sus propios sistemas, que creen, a priori, en teorías de la conspiración y están buscando cualquier información, aunque sea ridícula, que confirme sus prejuicios. La naturaleza de los medios online -especialmente las redes sociales- permite al Kremlin trabajar dentro de “cámaras de eco”, mundos online donde los hechos y los fact-checkers no pueden penetrar. El Kremlin no creó el mundo posfactual que ha afectado todo desde las elecciones estadounidenses a la propaganda de ISIS en Europa, pero está bien posicionado para explotarlo.
Las historias sobre el golpe de Estado en Kiev han calado en muchos medios occidentales, aunque donde más éxito tienen es en las redes sociales. Alina ha tenido que refutar que Estado Islámico tiene campos de entrenamiento en el sur de Ucrania o que los soldados ucranianos crucificaron a un niño en la guerra del Este. A veces los medios caen en errores más inocentes: Alina se queja de que, para escribir de los rusos que invadieron Donbás, los medios hablen de separatistas en lugar de terroristas, un debate que recuerda al País Vasco de ETA. La tarea de Stop Fake es hercúlea. “No solo nos centramos en la propaganda contra Ucrania, sino en todo tipo de propaganda rusa en Europa y el mundo”. ¿Cómo convencer con fact-checkers de que una noticia es falsa a alguien que necesita creerla para reafirmarse en sus ideas y su identidad e historia, especialmente en mitad de una guerra como en Ucrania? “Stop Fake se centra en las mentiras de los medios. Hay alternativas, una persona no conforme con lo que ve en la tele puede encontrar más información. Pero el problema es también las malas prácticas de los medios. Tenemos fact-checkers que han refutado historias de medios serios que luego no rectifican.”
Con la UE o sin la UE
El Hotel Ucrania es un feo y siniestro edificio entre brutalista y neoclásico en Maidán Nezalezhnosti, la icónica Plaza de la Independencia en el centro de Kiev. Se inauguró en 1961, bajo el gobierno de Jruschov, y todavía sigue siendo de titularidad pública. El 20 de febrero de 2014, tras meses de protestas en Maidán contra el expresidente Yanukóvich, francotiradores de las fuerzas especiales del gobierno (Berkut) se apostaron en las ventanas del hotel y dispararon a matar a los manifestantes de la plaza. Murieron 53 personas. Según diversas fuentes, tropas rusas entrenaron a los miembros de las fuerzas especiales ucranianas. En un documental de la BBC, el periodista Gabriel Gatehouse intenta desentrañar una teoría extendida entre los manifestantes del Maidán, aunque no demostrada: hubo mercenarios rusos que atacaron ambos bandos (policía y manifestantes) para crear una matanza y crear el caos que justificaría una intervención rusa. Un día después, el 21 de febrero, Yanukóvich abandonó el país. Todavía sigue en el exilio, en Rusia, y la justicia ucraniana lo acusa de ser quien ordenó disparar a los manifestantes. En total, más de cien personas murieron en la Revolución de la Dignidad, ahora conocidas como los “Cien en el cielo”.
El suelo de la plaza de la Independencia está desgastado y tiene grietas y huecos. Los adoquines que los manifestantes arrancaron para lanzar a la policía no se han sustituido, y están amontonados en un memorial improvisado de los “Cien en el cielo”, con fotografías y velas. Fotos de chavales de dieciséis años que salieron a la calle para luchar por un país mejor. Ancianos barbudos, hombres con peinados cosacos, Serhiy Nigoyan, un chico musulmán armenio-ucraniano que muchos consideran la primera víctima de la revolución. Fotos de soldados muertos en el Este se mezclan con los muertos en Maidán, lo que provoca el enfado de algunos. Muy pocas mujeres.
Anna sí que estuvo, y además desde el primer día. Es editora de una revista de prestigio en Kiev. Paseamos por Maidán en el día de la independencia. Me cuenta cómo sobrevivió a un choque entre la policía y los manifestantes, cómo un policía apartó a su madre y a ella del tumulto y las salvó. A veces me da la sensación de que se le quiebra la voz y temo que va a romper a llorar, pero pronto descubro que su timbre es así. Es seria, tiene la mirada dura. Su sonrisa tiene un punto de amargura. Parece cansada de ver los memoriales, de recrearse en ese sufrimiento: placas, flores, crucifijos, cascos de los manifestantes colgados en los árboles. Soldados suben y bajan la calle adoquinada donde se produjeron la mayoría de muertos. El edificio de los servicios secretos, a un lado de la calle, está totalmente rodeado por militares. En los soportales de la plaza, la policía se amontona. Un grupo de soldados, subido a un todoterreno con altavoces, arenga a unas veinte o treinta personas que gritan Slava Ukrayini! (¡Gloria a Ucrania!), Heroyam slava! (¡Gloria a los héroes!). Pasamos por debajo del Hotel Ucrania, que parece totalmente vacío, y me explica desde dónde salieron los disparos. Las imágenes de televisión sobre la masacre, que recorrieron todas las cadenas internacionales, enfocan ventanas oscuras, las cortinas ondeando al viento. Las cámaras buscan a los francotiradores.
En septiembre de 2004, el candidato presidencial prooccidental Yúshchenko cayó gravemente enfermo. En el hospital los médicos descubrieron que había sido envenenado. Se especula que detrás estaban los rusos, porque el veneno usado puede obtenerse en Rusia pero no en Ucrania. Consiguió salvar la vida. Con la cara desfigurada, con grietas y quemada, se presentó a las elecciones contra Yanukóvich, y perdió. Sin embargo, poco después unas grabaciones filtradas de su equipo de campaña demostraron que los resultados se habían amañado. 200.000 personas salieron a la calle, a la Plaza de la Independencia, a protestar, en lo que posteriormente se llamaría la Revolución Naranja. Entre ellos estaba también Anna. Las elecciones se repitieron y Yúshchenko venció esta vez a Yanukóvich. Su gobierno dio pasos débiles en dirección a Occidente y la UE, pero estuvo lleno de grandes fracasos en la lucha contra la corrupción, el poder de los oligarcas y las reformas en la justicia. En 2010, Yanukóvich ganó de nuevo las elecciones (sin pucherazo) y los pequeños avances democratizadores, de libertad de expresión y acercamiento a Europa se congelaron del todo. Más cercano a Rusia, gobernó con autoridad y convirtió Ucrania en un régimen cada vez más autocrático e iliberal. En 2013 se negó a firmar un acuerdo de asociación con la UE, que acercaría al país cada vez más a la unión, lo que provocó que la gente saliera, como en 2004, a protestar a la Plaza de la Independencia, pero esta vez con banderas de la Unión Europea.
La Revolución del Maidán de 2013-2014 se ha vendido en Occidente como una revolución por la Unión Europea. Se conoce como el Euromaidán. Ha servido para la autocomplacencia de muchos líderes europeos: ¡luchan por entrar en Europa justo cuando otros quieren salirse! Comenzó, en efecto, como consecuencia de la negativa de Yanukóvich a acercarse a la UE. Pero iba más allá. “Era antes que nada una lucha por valores básicos de existencia humana”, sentencia Anna. “No tenía que ver con los derechos LGBT, con la libertad de expresión, sino que estaba en una fase inferior: pedíamos un nivel de existencia digno. No exactamente económico. Se trataba de reivindicar un respeto básico por el derecho de la gente a sentirse segura, protegida y no perseguida por el Estado, a tener políticos que rindan cuentas…”
Muchos en Kiev coinciden en que no todo tenía que ver con la Unión Europea. Ahora, tras la crisis de refugiados, el auge de los populismos de ultraderecha y el Brexit, la Unión Europa tiene poco interés en Ucrania. “Desde la perspectiva ucraniana -dice Yevhen Hlibovytsky-, vemos la UE como un puñado de estúpidos que están desaprovechando una idea brillante. Apreciamos mucho no tener una guerra en setenta años. No matarse unos a otros es maravilloso.” No cree que vayan a entrar en la UE pronto, ni siquiera en la necesidad de hacerlo. Quizá la solución sea, como comentan algunos intelectuales ucranianos, “europeizarse” (armonizar leyes, adoptar su Estado de derecho) sin necesidad de entrar en la UE. Coinciden en que sirve como corsé democrático. Sin ella, muchos políticos que se dicen reformistas, el presidente Poroshenko entre ellos, representante del mismo sistema oligárquico que es necesario derrocar, no sentirían tanta presión. Pero no todo tiene que venir de fuera. “Si hubieramos esperado a Europa habríamos muerto”, sentencia Yevhen. El himno de Ucrania se titula “Ucrania todavía no ha muerto”. En el día de la independencia, suena épico y atronador en Maidán. Habla de la gloria eterna, de la libertad y de la derrota de los enemigos. Pero es difícil imaginar un himno nacional más amargo.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).