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La justicia transicional en tiempos de la militarización de la seguridad

Las primeras acciones del nuevo gobierno para impulsar un proceso de justicia transicional dejan una sensación de incertidumbre. La creación de la Guardia Nacional pone en riesgo su desarrollo.
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Avanza. Y luego retrocede. Ilusiona y desconcierta. Genera expectativas, que después hace falta recalibrar, a la alza o a la baja. Da un rodeo y quién sabe a dónde llegue. Esa es la sensación de incertidumbre que dejan las primeras acciones del nuevo gobierno para construir un andamiaje desde el cual impulsar un proceso de justicia transicional, entendido este como el conjunto de medidas y procesos institucionales para atender el problema de violencia masiva asociado al tráfico de drogas y su combate, y cuyos propósitos centrales son identificar a las víctimas de la violencia, resarcir el daño perpetrado en su contra, atribuir responsabilidades a los culpables, develar las causas y las consecuencias de los acontecimientos e instituir las medidas necesarias para que no vuelvan a ocurrir.

Uno de los andamios en cuestión es la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia, anunciada apenas dos días después de que el presidente entrante asumiera su mandato y que se pondrá en marcha a mediados de este mes. Se trata de una comisión enclavada en el poder Ejecutivo, presidida por la Secretaría de Gobernación e integrada también por representantes de la sociedad civil e incluso por los padres de familia de los estudiantes desaparecidos de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa. La comisión –que supone un repudio claro y necesario a la llamada “verdad histórica” diseminada el sexenio pasado– da a la investigación de los hechos el respaldo presidencial que hasta ahora no había tenido y, más importante aún, abre al menos dos frentes de innovación con respecto a la labor hecha en el pasado. En primer lugar, formaliza la cooperación de las autoridades mexicanas con instancias internacionales para que acompañen el proceso de investigación. Tal acompañamiento internacional, ya ensayado de manera exitosa en otros procesos de justicia transicional en el mundo, tiene el propósito de fortalecer las capacidades institucionales nacionales y de darle credibilidad al proceso de investigación, actualmente muy mermada. En segundo lugar, la comisión de la verdad, cuyo mandato consiste sobre todo en esclarecer los hechos antes que en imponer penas, allana el camino para instituir una fiscalía especializada que –esta sí– castigue a quienes en su caso resulten responsables de actos criminales.

No obstante lo alentador de esta perspectiva, no se entiende por qué la administración de Andrés Manuel López Obrador –con todo su capital político– optó por una comisión de la verdad para el caso específico de Ayotzinapa y no por una con alcance nacional, que también investigue otros casos (Allende, Coahuila, San Fernando, Tamaulipas y tantos otros). Desde luego, la existencia de la primera no cierra la posibilidad de que se conforme la segunda y sería deseable que eso ocurriera. Es lo que hace falta, dada la magnitud de la crisis de violencia en México.

Además de las comisiones de la verdad, las amnistías, que extinguen condenas o procesos penales en contra de sus beneficiarios, son otra de las piezas fundamentales de la justicia transicional. En México, el actual gobierno prometió en campaña su uso juicioso. En este tenor, la senadora Nestora Salgado enarboló la propuesta de amnistiar a casi doscientos presos políticos o de conciencia, entre ellos Gonzalo Molina, promotor de la policía comunitaria en Guerrero, detenido en 2013, y a comuneros del Estado de México, culpados de causar la muerte de un empresario floricultor en una disputa por el acceso a servicios de abastecimiento de agua en 2003. Con independencia de lo atinado o no de revisar estas condenas específicas, que pueden haber sido muy injustas, vale la pena preguntarse si estas son las amnistías que muchos esperaban. No es claro que así sea: ¿por qué estos casos y no otros?, ¿por qué no dar prioridad a mulas o campesinos al servicio del narcotráfico, como se prometió en campaña?, ¿cuáles fueron los criterios (claros, transparentes e impersonales) utilizados para elegir a los potenciales beneficiarios? Así, hasta no conocer más detalles, no sabemos si las amnistías de Salgado son parte de un proceso de justicia transicional, de una agenda independiente de la senadora o una mezcla de ambas.

La comisión de la verdad y el uso de amnistías son dos piezas positivas, aunque modestas y no despojadas de cierta ambigüedad, de un proceso en ciernes. Pero una mano quita lo que la otra da. Nada pone más en riesgo el desarrollo apropiado de la justicia transicional en México que la creación de una Guardia Nacional con mando de fachada civil pero de fondo militar y conformada casi en su totalidad por elementos castrenses. Generar instituciones y políticas de justicia transicional en un contexto de militarización (y peor si es una militarización constitucionalizada) es pedirle peras al olmo. La mayoría de los especialistas lo tiene muy claro: la intervención de las fuerzas militares en las tareas de seguridad pública antes que contener la violencia la exacerba. Entre otras razones porque el Ejército (y la Marina) están entrenados para abatir al enemigo, no para ofrecer seguridad, distender las situaciones de conflicto o gestionar y minimizar la violencia. Las autoridades han querido atajar esta preocupación ofreciendo garantías para un despliegue militar “domesticado”, pero ninguna de ellas es convincente. Por ejemplo, la promesa de transformar aquellos rasgos de la cultura, la mentalidad y el entrenamiento castrenses que son incompatibles con el respeto a los derechos humanos es poco realista si una de las herramientas pedagógicas más poderosas para hacerlo (el castigo a los soldados que cometen abusos y atrocidades) no forma parte central del proyecto de cambio en la estrategia de combate al crimen organizado. Al contrario, algunas de las propuestas de reforma constitucional aprobadas por la Cámara de Diputados, que amplían el fuero militar para casos de violación a la disciplina militar y atribuyen a la propia Guardia facultades de investigación del delito, pueden ser fuente de abuso e impunidad. Y, al parecer, para una propuesta de protocolos y leyes rigurosos y exhaustivos sobre el uso de la fuerza militar o para el desarrollo de cuerpos policiales profesionales hay que esperar hasta las calendas griegas. Con ese trasfondo, y a la luz de la inveterada tradición de las fuerzas armadas mexicanas de no rendir cuentas al poder civil, la apuesta por una militarización presumiblemente tersa pone en tela de juicio el compromiso de impulsar políticas de justicia transicional. ¿Qué garantías de no repetición de las atrocidades –meta central de la justicia transicional– puede ofrecer un Estado que en su lucha contra el crimen organizado despliega a militares que no le rinden cuentas a nadie y cuyas acciones ocurren siempre tras un grueso velo de secrecía e impunidad?

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es académico del Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM.


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