Twitter, o el infradebate

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Un día soleado, caluroso, una parvada de azulejos ocupa el árbol más frondoso del bosque. Aunque algunos pájaros están posados sobre las ramas más altas, las más luminosas, la marea de plumas azules ocupa los ramales inferiores. Un paseante que busca refugiarse del sol quemante corre a acogerse a ese árbol que ve a lo lejos, atraído por su generosa sombra pero también por los trinos de los azulejos, que parecen encadenar una bella armonía. Pero una vez bajo la copa del árbol, el paseante entiende que no ha llegado a un remanso de tranquilidad. La sombra del árbol anula toda claridad: ciega. Y los trinos, estridentes, son más bien graznidos, cacareos que aturden, y que en un instante, desafiando las leyes de la materia, dejan de ser cacofonía y se convierten en caca, blanca y espesa, porque el de los pájaros es –¡oh sorpresa!– un esfínter indisciplinado.

Esa es la experiencia del cuentahabiente de Twitter que ingenuamente se acerca a esa red social en busca de un espacio donde encontrar opiniones informadas, debate vigoroso, contrastes de ideas, y en lugar de eso acaba cubierto en las heces del infradebate público.

Ya se han identificado algunos de los frentes desde los que Twitter deteriora la calidad de la opinión pública: los estragos que causan las maniobras de los ejércitos de bots y mercenarios; la proliferación de posverdades; la entronización de la inmediatez noticiosa; la edificación de micropúblicos que poco a poco se van alejando de la realidad; la licencia para el anonimato artero y alevoso, que a su vez alienta opiniones descerebradas y desmedidas; los automatismos que deshumanizan el debate. Pero hay en Twitter otra fuente de contaminación del debate público cuyo origen brota de esa pareja de vicios humanos, demasiado humanos, que nunca deparan nada bueno: la ira y la soberbia. Twitter, con su arquitectura minimalista y gladiatoria, permite y a veces de plano alienta modos de interacción cavernaria y porril, formas corrompidas y embrutecidas de polemizar. No produce polemistas, en realidad, sino infradebatientes o arrobantes: otra forma de llamar al tuitero –o la tuitera– que arroba al prójimo para insultarlo, hostigarlo o menospreciarlo. Y no hablo del tuitero de las grandes masas, poco cultivado y que trolea por divertimento. Hablo del arrobante ilustrado y encumbrado, el que ha cultivado una feligresía numerosa en la red social y predica para ella. Esa es la protuberancia cancerosa en la esfera pública que debemos a Twitter.

Agresividad. El o la arrobante arroba a matar. Arroba para provocar, y provoca a la vista de los demás, para que la sangre del arrobado hierva y lo haga responder con la misma desproporción, comenzando así un ciclo de violencia que se cerrará solamente por agotamiento, o cuando la arrobante, aún con espuma en la boca, abra otro flanco de disputa. Twitter permite una reacción inmediata, y por lo tanto poco mesurada, porque no hay nada peor para enfriar la cabeza que la posibilidad de responder sin la serenidad de la espera. La agresividad más divertida, por hosca, es la que ocurre entre machos alfa, o arrobalfas, que se agreden verbalmente el uno al otro sin una pizca de sofisticación: eres un vendido, un neoliberal, un intelectual orgánico, antes no te quejabas, eres un impresentable, y cosas así. Los arrobalfas a veces atacan en jaurías, porque Twitter también alienta el espíritu gregario en la peor de sus manifestaciones. Hay agresividades más refinadas, como la agresividad pasiva de lo que podríamos denominar el arrobitching, pero las consecuencias para la opinión pública son las mismas: se sustituye el debate argumentativo por el pleito callejero. Así, en tiempos de cambio político, como en el México de la Cuarta Transformación, oficialistas y opositores al régimen intercambian mentadas de madre en lugar de intercambiar ideas. El proceso de la civilización ha consistido, en buena medida, en domeñar nuestras pulsiones violentas, particularmente en la esfera pública. Twitter nos desvía de esa senda civilizatoria. La involución se limita a las cuatro esquinas de la pantalla –cuadrilátero virtual–, aunque a veces la desborda. En muchos casos, la agresividad es, desde luego, una deliberada estrategia de marketing que el infradebatiente usa para hacerse de seguidores. En este sentido, Twitter es un auténtico artefacto (y artilugio) neoliberal: atribuye valor a las personas según la cantidad de activos (léase seguidores) que tengan. Pero ese es otro tema. Volvamos al nuestro: Twitter es un arrobo con violencia al ideal del debate público, el apogeo de un infradebate que proscribe la moderación, la sensatez y la posibilidad de reconciliar o compaginar visiones del mundo político.

Arrogancia. El arrobante es arrogante: la plataforma es inmejorable para serlo. Porque Twitter, con su visión dicotómica de la comunicación política que divide entre seguidos y seguidores, fulmina la unicidad fraterna del “amigo”, tan propia de espacios como Facebook (red social que no está exenta de problemas, dicho sea de paso).

((Juan Espíndola Mata, “La moral(eja) de Facebook”, Nexos, 1 de abril de 2014.
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Desde luego, un tuitero suele ser las dos cosas simultáneamente: sigue y se hace seguir. Pero en el cálculo final es sobre todo uno o lo otro. En esa jerarquía comunicativa, es previsible que la arrogancia (o llamémosla arrobancia, para denotar su génesis tuitera) aflore sin cortapisas. Quien tuitea desde la arrobancia no trata de convencer, ni siquiera de rebatir: mediante proclamas, trata de ningunear, despreciar, insultar, de asumir su presunta superioridad moral. La razón arrogante, como la bautiza el filósofo Carlos Pereda en alusión a la razón pura de Kant, es un modo de encumbrarse, de inmunizarse ante las interpelaciones de los otros. Y la razón arrogante anda por Twitter como pez en el agua. Y así es como pierde el debate público: de una opinión pública, digamos, despersonalizada, interesada en las ideas y su valía, y donde las ideas tienen su propio peso e influencia, pasamos a otro lugar donde prevalecen las ocurrencias bajo el ropaje de los tuits, donde importa lo dicho según quién lo dijo, y con qué grado de picardía y engreimiento. La astucia abruma a la inteligencia, el out- smarting doblega a la argumentación.

Rabia y soberbia. Estos dos vicios cardinales –y muchos otros que no alcanzo a retratar– se intercalan, se entreveran con otros, se manifiestan en personas con distintos oficios, intereses, posiciones de poder, ideo- logías, estratos sociales, etc., dando lugar a una taxonomía compleja y rica de tuiteros. Son los resortes esenciales del infradebate público.

No se trata de esnobear a Twitter. Sé que hay mucho de valor en él. Algunos usuarios lo emplean con eficacia, sin hipérbole y sin patología, para empujar alguna causa política. Acaso esa sola utilidad redima a Twitter de lo otro, del estruendoso tuiterío que lo inunda casi todo. Es verdad también que hay espacio, reducido, casi diría escaso, para el debate serio. Después de todo, es posible abrir un hilo para ser exhaustivo. Admitamos también, no obstante, que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un hilo por el ojo de un tuitero. Y, en todo caso, ese debate más serio convive con el otro debate, el infradebate, parasitado y a veces sustituido por él. Tampoco idealizo el ecosistema de comunicación política que precedió a la hegemonía tuitera, sujeto como estaba a las directrices de poderes corporativos y políticos. Acaso intercambiamos un mal por otro: la influencia de la cartera por la influencia del cretino.

¿Tiene remedio Twitter? La verdad es que lo dudo. Cada usuario podría depurar su registro de seguidores para tener una línea de tiempo menos tóxica. Pero se nos iría la vida bloqueando infradebatientes (y además, irónicamente, el infradebatiente se siente validado con cada bloqueo; cada bloqueo le da alas para seguir infradebatiendo, con lo cual esta cura exacerbaría el mal antes que remediarlo). La purga podría ser colectiva, instigada en el seno de la propia red con el llamado #denunciaauninfradebatiente; después de todo, las campañas de desprestigio, fundadas o no, son el pan nuestro de cada día en Twitter. Pero esta cacería de brujas apelaría al lado más oscuro de la red social, donde brotan sentimientos tan innobles como los que dan origen al infradebate. No: no hay remedio, y no puede llamarse a engaño quien insista en permanecer a la sombra de este árbol para escuchar a alguno de esos pocos azulejos que sobresale en la parvada: hay que pagarlo con el precio de la mierda. ~

 

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es académico del Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM.


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