La lengua del populismo

Un nuevo lenguaje, en el que destaca la pobreza y la toxicidad, va calando en la esfera política y, por extensión, en el debate público de las democracias modernas.
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Hannah Arendt, Victor Klemperer, George Orwell y otros pensadores del siglo XX, como George Steiner, quisieron demostrar que el totalitarismo es una cultura política íntimamente ligada a la corrupción del lenguaje, y a su vez la corrupción del lenguaje establece los cimientos del totalitarismo.

En LTI, La lengua del Tercer Reich (Minúscula), Victor Klemperer señala: “el lenguaje no solo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones, dirige mi personalidad psíquica, tanto más cuanto mayores son la naturalidad y la inconsciencia con que me entrego a él”. Y continúa diciendo: “las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce un efecto tóxico”. Este filólogo e historiador de la literatura de origen judío creía que el principal elemento que permitió que el odio antisemita calase en la sociedad alemana fue la retórica: palabras aisladas, expresiones y formas sintácticas que acabaron por ser adoptadas de forma mecánica, inconsciente.

El estudio del lenguaje comunista demuestra, como en el caso alemán, que la retórica no solo es consecuencia de una cultura política, sino también su causa. Por poner otro ejemplo, en Los orígenes del totalitarismo Hannah Arendt centra su análisis en el nacionalsocialismo sobre todo a partir de 1938 y en el bolcheviquismo a partir de 1930 y destaca que ambos totalitarismos tienen algunos elementos comunes: uno de ellos es el uso de la propaganda y del lenguaje para adoctrinar y erosionar toda verdad y moralidad.

La principal lección de su análisis es que la democracia es frágil, y cuando los demagogos hablan y crean masas de seguidores que emplean su mismo lenguaje, debemos ser prudentes y prestar atención.

Vista la configuración del paisaje político actual y el tipo de retórica vertida por los partidos populistas, parece que un nuevo lenguaje va calando en la esfera política y, por extensión, en el debate público de las democracias modernas. Como algunos expertos indican, sería un error ver esta retórica como una simple heredera del lenguaje totalitarista; sin embargo, comparte varias características esenciales. La principal, que señalaba Klemperer, es su pobreza fundamental (“es como si hubiese prestado voto de pobreza”) que se observa por ejemplo en el uso de tópicos y en la vulgaridad del lenguaje, y la segunda, su toxicidad; al emplear la adjetivación, asociaciones y juegos de palabras que van introduciendo elementos tóxicos, creando connotaciones negativas en palabras que no son per se, negativas.

El discurso populista es simple, tangible y no se dirige al intelecto, sino que tiende a exaltar las emociones. Según Klemperer, “cruza la frontera hacia la demagogia o hacia la seducción de un pueblo cuando pasa de no suponer una carga para el intelecto a excluirlo y narcotizarlo de manera deliberada”. A través de asociaciones y palabras clave puede crear, en palabras del psicoanalista Paul Verhaeghe, “marcos de asociación subyacentes” que provocan “una poderosa carga emocional, creando una respuesta instintiva”, que a menudo triunfa sobre el “pensamiento racional”.

El sociólogo William Davies analiza en Nervous States las razones que han convertido el sentimiento en una fuerza política tan potente. Davies cree que “la política del sentimiento no se presta automáticamente al apoyo a los líderes autocráticos u ‘hombres fuertes’. Esto surge cuando se introduce una emoción particular, el miedo, que puede convertirse en un peligro por derecho propio”. El sociólogo francés Guillaume Le Bon, conocido por sus estudios sobre el comportamiento y la psicología de las masas, creía que las multitudes son susceptibles a caer en un círculo vicioso de miedo, en el que la percepción de las amenazas se amplifica y la ansiedad aumenta, hasta que el mero sentimiento de violencia produce violencia real.

Existe una línea muy fina entre lenguaje y violencia. La retórica populista en ocasiones demoniza al rival político o ciertas ideas, y demuestra arrogancia y cierto desprecio hacia lo diferente. Sin embargo, en su versión actual puede no aludir directamente a la violencia física, por lo que muchas veces este discurso se naturaliza inclusive dentro de las instituciones democráticas. Cuando es utilizado por líderes políticos desde tribunas en el Parlamento se pervierte el objetivo del debate democrático, que no es otro que el diálogo –parlamento deriva del francés “parlement”, que a su vez deriva del vocablo “parler” (hablar)–. El estilo, las preguntas retóricas y el tono irónico confirman una estructura retórica que roza en ocasiones la estética totalitaria, convierte el lenguaje en instrumento de coacción o arma política, degradando con ello el discurso público y creando una nueva “cultura política”.

A corto y medio plazo, parece que esta retórica va a coexistir con un lenguaje más moderado y de tintes democráticos de partidos progresistas en las democracias liberales. Sin embargo, el lenguaje populista ya está comenzando a naturalizarse y calar en la sociedad, y cada vez más políticos están empezando a adoptar una retórica que, en menor o mayor grado, los expertos califican como populista. Parece que ha llegado el turno de la emoción y que los políticos que triunfan son aquellos que apelan a las emociones.

Tenemos que preguntarnos si podemos desarrollar un mundo de hechos, de racionalidad inherente y valores de adelanto cultural para contrarrestar el mundo basado en las emociones, que es un mundo peligroso. Puesto que la cultura política está íntimamente ligada a la corrupción del lenguaje, quizás podemos empezar por cambiarlo. ¿Cómo puede responder el lenguaje progresista a la perversión de un lenguaje marcadamente emocional, propio del populismo?

Como concluye Paolo Cossarini haciendo referencia al nuevo libro que ha editado con Fernando Vallespín, Populism and passions, “la entusiasta devoción de la política progresista al cambio social debe articularse junto con un amor por los matices, un apego al pluralismo y una afición por la complejidad. La fuerza del razonamiento en la esfera pública, incluso cuando se canaliza por poderosos mensajes emocionales, no debe desaparecer de la etapa democrática”.

Los partidos progresistas harían bien en adoptar o crear un lenguaje comprometido con los valores democráticos que al mismo tiempo incorpore términos más actuales y acordes al nuevo contexto político actual, y que tenga como fin la preservación de una cultura política basada en el razonamiento.

El problema es que por el momento, el lenguaje de estos partidos progresistas y el estilo de los discursos y debates políticos son pruebas evidentes del abandono de la vitalidad y la precisión, y muchas veces demuestra trivialidad y superficialidad; una puesta en escena y un lenguaje tan artificial como la que se advierte en un anuncio de un perfume o un champú anticaspa. Muchas veces el lenguaje político parece diseñado precisamente para eludir los matices y la complejidad, y se queda en la superficie de las cosas al prescindir de un lenguaje más elaborado.

Cuando se pierde la fuerza vital del lenguaje y los discursos están llenos de clichés, de palabras inútiles… se contribuye a la mengua de los valores democráticos, y a la reducción de la vitalidad del proyecto de cambio y progreso. Esta decadencia en el lenguaje de las democracias de consumo masificado es lo que Steiner denominaba “el nuevo analfabetismo”, y Sartre la crise du langage. Por ahora, los peligros del lenguaje populista y de la vulgarización del lenguaje progresista en las democracias modernas han sido ignorados, ya que muchos siguen sin entender la importancia del lenguaje en la conformación de una cultura política democrática.

 

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