Las importantes movilizaciones y protestas en Hong Kong, que en las últimas semanas han concentrado a millones de personas de todas condiciones, son sintomáticas de un malestar mayor, que la población arrastra desde hace algunos años. La falta de sufragio universal y los constantes intentos de China por intervenir en la política local han debilitado la relación entre ambos.
Cuando Reino Unido regresó el territorio de Hong Kong a China en 1997, se acordó un periodo de transición que duraría 50 años, durante el cual Hong Kong tendría cierta autonomía económica y política bajo el principio de “un país, dos sistemas”. Desde entonces se ha mantenido como una “región administrativa especial”, lo cual le ha permitido mantener libertades civiles inexistentes en China continental, como la libertad de prensa, de expresión y de reunión, o el acceso a internet sin censura.
No obstante, a medida que la influencia y el poder de China crecen en el escenario internacional, su injerencia en las políticas y en la elección de la gobernante de Hong Kong es cada vez más obvia. La actual jefa del Ejecutivo, Carrie Lam, es una fuerte aliada del presidente Xi Jinping y en varias ocasiones ha reiterado su apoyo al gobierno central y a la idea de Hong Kong y China como un solo país. Las acciones de Xi Jinping y de su partido han levantado dudas sobre si la nación asiática pretende respetar los veintiocho años que le restan al acuerdo.
Los hongkoneses están conscientes de su situación y saben que la toma de control del gobierno central sobre ellos es cuestión de tiempo. Saben de los cambios que esto traerá consigo, y es precisamente esta idea la que les produce miedo e incertidumbre, particularmente a la juventud, que ha crecido con privilegios y libertades que los chinos continentales no tienen. “Simplemente no concebimos un futuro de prohibiciones”, dice Bobby, un joven manifestante.
Esta generación de jóvenes ha atestiguado dos acontecimientos importantes en menos de una década, que han despertado su conciencia política. En 2012, un grupo de estudiantes adolescentes se opuso al intento de China de implementar un programa educativo que enaltecía el comunismo. Dos años después, Hong Kong fue escenario de una serie de protestas conocidas como “revolución de los paraguas”, que llevó a miles de manifestantes a acampar en las calles del centro de la ciudad, durante meses, para exigir elecciones democráticas.
Bajo ese ambiente social, Hong Kong se había convertido en una especie de olla de presión, que finalmente explotó cuando Carrie Lam quiso aprobar una ley que permitiría extraditar a cualquier sospechoso a China.
Esta iniciativa despertó viejos demonios. Los hongkoneses rápidamente entendieron el mensaje como una nueva táctica de China para censurar a críticos y disidentes del Partido Comunista. En 2015 hubo una noticia que sembró temor en la población, cuando cinco empleados de una librería que vendía libros de política prohibidos en China desaparecieron misteriosamente. Meses después se supo que fueron secuestrados y detenidos por las autoridades chinas, en un caso que dio la vuelta al mundo y expuso el grave nivel de censura existente.
Con ese antecedente, y conociendo la estrecha relación entre Lam y China, millones de hongkoneses salieron a las calles a principios de junio de este año, para exigir que se cancelara el proyecto de ley.
La negativa de Lam ocasionó que el 12 de junio miles de estudiantes se dieran cita en las afueras de las oficinas del Consejo Legislativo para evitar la primera ronda de votaciones para aprobarla, lo que desató un violento enfrentamiento con la policía y terminó con varios heridos y detenidos. Como respuesta, el gobierno rápidamente tildó a los manifestantes de alborotadores y reiteró su apoyo a las fuerzas policiales.
Esa noche fue muy significativa para los millares de jóvenes que participaron, ya que puso de manifiesto la gran brecha entre los intereses de los ciudadanos y los de aquellos que están en el poder, dejando entrever el futuro incierto de Hong Kong y la división que existe en la ciudad.
Quizás el punto de quiebre entre la sociedad civil y la autoridad ocurrió en Yuen Long, al norte de Hong Kong, cerca de la frontera con China. La noche del 21 de julio, en la estación del metro del mismo nombre, un grupo de hombres vestidos de blanco y armados con tubos de acero atacaron de manera indiscriminada y brutal a los manifestantes que volvían a casa. Decenas de personas intentaron llamar a los servicios de emergencia, que en ese momento, sospechosamente, no funcionaron. La policía y los elementos de seguridad no acudieron a auxiliar a las víctimas y a pesar de que los atacantes fueron identificados como parte de las denominadas triadas (organizaciones criminales), no hubo arrestos.
La prensa lo tituló como “la pesadilla de Yuen Long” y dio a conocer un video en el que se ve a un legislador pro China saludar, horas antes de los ataques, a uno de los hombres en cuestión, lo que despertó sospechas sobre la participación del gobierno central en el episodio. Ello provocó un enojo generalizado y expuso las tácticas represoras del gobierno y de la policía.
Sin embargo, la mayor crítica provino de la falta de respuestas y acciones para encontrar a los culpables y la constante negativa de Lam para investigar la violencia policial. La situación actual es producto de las malas decisiones del gobierno local en los últimos años y la falta de comunicación entre las autoridades y la sociedad civil.
Fue a partir de la revolución de los paraguas que los jóvenes activistas han aprendido a jugar el juego; entienden el alcance del poder del gobierno central, pero también son conscientes de la fuerza ciudadana y han aprendido de los errores del pasado. El fracaso de aquel episodio se debió a que los manifestantes pro-democracia acamparon en el centro de Hong Kong por más de dos meses. A la larga esto generó descontento social, con lo que perdieron apoyo ciudadano. Ese intento democratizador terminó con el arresto de decenas de personas y la condena de los líderes por disturbios.
Las protestas de este año, en cambio, se han caracterizados por la extrema organización, el anonimato y la ausencia de un líder. Los activistas utilizan la consigna de “Be water” – “Sé agua”– para moverse. Esta frase icónica de la estrella local Bruce Lee alude a que el agua es algo que fluye y, por tanto, puede adaptarse a cualquier forma, pero al mismo tiempo, puede golpear. Significa que los manifestantes saben que entre más se muevan, cambien de dirección y se dispersen, más difícil es para la policía detenerlos.
Además, el anonimato se ha convertido en uno de los elementos claves para el movimiento. Ante las tácticas de espionaje y videovigilancia que tanto el gobierno central como el local utilizan para rastrear disidentes y encarcelarlos, los manifestantes se han visto obligados a emplear diferentes métodos para evitar ser identificados por la policía, como cubrir sus rostros y evitar el uso de identificaciones personales, como las tarjetas de transporte público. Sin líderes visibles como en el pasado, la gente se coordina a través de apps de mensajería encriptados, como Telegram, y otras más creativas, como Tinder o Pokemon Go.
En las últimas semanas, Hong Kong ha visto el mayor número de protestas en su historia. Decenas de miles de personas de todas las edades se han unido en diferentes puntos de todo el territorio a las manifestaciones. Las más recientes incluyeron la toma del aeropuerto internacional de Hong Kong, que, tras días de ser pacíficas, finalmente se tornaron violentas el 12 de agosto. Los activistas se enfrentaron a la policía y tomaron las terminales. Más de doscientos vuelos fueron cancelados y todos los servicios se vieron afectados.
Treinta años después de la masacre de Tiananmen de 1989, cuando el ejército chino abrió fuego contra cientos de manifestantes, Hong Kong se encuentra en medio de protestas que exigen, entre otras cosas, una investigación independiente sobre el uso de la brutalidad policial, sufragio universal y la renuncia de la jefa del Ejecutivo. El 20 de agosto, ella ofreció desplegar de inmediato una plataforma de diálogo con los ciudadanos.
China no ha intervenido de manera directa, pero no ha vacilado en amenazar a los activistas con desplegar su ejército, que actualmente se encuentra en la ciudad fronteriza de Shenzhen, si las protestas no cesan.
El Gobierno de Xi Jinping se ha encontrado con la tenaz resistencia de los jóvenes hongkoneses, quienes están dispuestos a luchar por sus libertades, sin importar el costo. Los ciudadanos saben que el Hong Kong que conocen tiene fecha de expiración, pero también saben que el futuro de la ciudad le pertenece a sus jóvenes. Y quieren luchar por él.
Periodista freelance viviendo en Hong Kong.