En la película Escándalo en la Casa Blanca (Wag the dog,Barry Levinson, 1997), el presidente de Estados Unidos se ve envuelto en un escándalo sexual. La Casa Blanca llama a un asesor político, quien le recomienda al presidente iniciar una guerra falsa con un país lejano y desconocido por el público para distraer a la sociedad. Para ello, contratan a un director de cine. Este crea, mediante actores y efectos especiales hollywoodenses, imágenes falsas de una guerra, a fin de que los noticieros televisivos las transmitan incesantemente. El objetivo es convencer al público de que el país está en guerra y necesita unidad en torno al presidente.
En una escena, el asesor político le dice al director de cine:
Recordamos los eslogans, recordamos las imágenes, pero no recordamos las guerras, ¿y sabes por qué? Porque así es el negocio del espectáculo. […] En la Guerra del Golfo hubo 2,500 misiones de ataque al día durante 100 días. Pero todo lo que recuerda la gente es un video de una bomba inteligente entrando por una chimenea y destruyendo un edificio. El pueblo de Estados Unidos compró esa guerra con un solo video, de una sola bomba, porque la guerra es un espectáculo.
Treinta años después, ni los agudos escritores de Escándalo en la Casa Blanca hubieran anticipado que un personaje televisivo –Donald Trump– llegaría a ser presidente de Estados Unidos y que conduciría públicamente una guerra verdadera contra Irán desde su teléfono celular, creando con sus mensajes el guión de una película en tiempo real. En vez de comandante en jefe, hay un tuitero en jefe.
Lo que Trump ha hecho en días recientes con sus mensajes en redes sociales no es informar a sus gobernados ni al mundo sobre las causas y el desarrollo de la guerra contra Irán. Sus mensajes no buscan reducir el caos regional o mitigar la incertidumbre mundial. Buscan una sola cosa: que la historia lo recuerde como el presidente que logró poner punto final –mediante la fuerza de las bombas y la fuerza de los tuits– a las “guerras eternas” del Medio Oriente. Trump se presenta en redes sociales como un “pacificador” que, como lo haría cualquier pacifista que se respete, decide bombardear a sus enemigos. Estamos ante el newspeak orwelliano más puro: si le crees a Trump, entonces debes creer que “la guerra es la paz”.
Trump además le pone título a su aventura bélica (“La guerra de los 12 días”) y, para que la realidad se adapte al guion, declara triunfante un alto al fuego entre Israel e Irán. “¡ISRAEL, NO ARROJES ESAS BOMBAS, REGRESA A TUS PILOTOS AHORA!” escribía fúrico en sus redes sociales. “¡EL ALTO AL FUEGO ESTÁ EN VIGOR. POR FAVOR NO LO VIOLEN!”, ordenaba a las naciones combatientes desde algún sofá. Cuando las bombas siguieron cayendo, Trump regañó en vivo a israelíes e iranís como un director de cine enojado con sus actores por olvidar sus líneas: “¡No tienen la más maldita idea de lo que están haciendo!” se le vio decir fúrico ante las cámaras. Solo faltó que gritara “¡corte!”.
La comunicación de Trump es, como siempre, visceral, cruda y personal, lo que conecta con su base de seguidores duros al proyectar autenticidad y transparencia radical. Lo que les importa a ellos es precisamente que Trump no es como los políticos de siempre, que ocultan sus intenciones bajo palabras bonitas y buenos modales. Él se muestra exactamente tal cual es todo el tiempo, y por eso lo aprecian, porque “dice las cosas como son”. Para ellos, él está cumpliendo sus promesas, está arreglando todo el desastre que dejaron Clinton, Obama y Biden y está haciendo a América grandiosa otra vez.
El inmenso costo de darle esa satisfacción emocional al presidente y a los integrantes de su delirante movimiento MAGA es lo de menos. Los muertos, los heridos, las familias evacuadas, los niños traumatizados, la destrucción de infraestructura, el costo financiero de la guerra, la amenaza de ataques terroristas y la incertidumbre global son un precio aceptable a pagar a cambio de unos puntitos en las encuestas y de unos días de reflector y gloria para Trump el “pacificador”. Si a eso se le puede sumar una cenita de lujo en Oslo para recibir el premio Nobel, pues, qué mejor. ~