La mejor política exterior es… ¿la Alianza para el Progreso?

La visión de Andrés Manuel López Obrador sobre las relaciones internacionales es conocida y no ha variado en doce años. Fue claro desde el primer minuto del debate que moverlo de ese parapeto iba a ser un enorme reto. 
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Andrés Manuel López Obrador no es un político de ideas, sino de mantras. Esta es una característica que se ha ido exacerbando con los años. De haber ganado la elección de 2006, las ideas básicas con las que hubiera llegado a la presidencia se habrían topado de lleno con la realidad del ejercicio de gobierno. Algunas pocas ideas se habrían reafirmado, es de suponerse, pero es muy probable que la mayoría habrían sido desechadas.

Como esto no ocurrió, en la mente de López Obrador sus viejas ideas se han petrificado como mantras incuestionables e inflexibles: “El dinero que se ahorre con el fin de la corrupción financiará la política social”; “No se puede combatir violencia con violencia”; “Hay que apoyar a los campesinos para que siembren maíz y no amapola” son algunos de los que se escuchan en su campaña de 2018. Pero ninguno tan sólido e inamovible como “La mejor política exterior es una buena política interior”. 

Doce años lleva López Obrador repitiendo esta frase hueca, sin haberse visto obligado nunca a matizarla, modificarla o trascenderla. Por ello, fue claro desde el primer minuto que uno de los mayores retos para debatientes, público y moderadores iba a ser mover al tabasqueño de ese parapeto. 

AMLO no defraudó las expectativas. Una vez que halló el micrófono, su primera frase fue: “sostengo que la mejor política exterior es la interior”. Tres minutos después, León Krauze trató por todos los medios de extraer algún significado concreto a este mantra y el candidato de Morena resistió heroicamente para no comprometerse a nada.  

Se ha dicho muchísimas veces y aun así no se puede dejar de resaltar: a López Obrador no le interesa prácticamente nada del resto del mundo. Ni siquiera por curiosidad. La omnipresente relación con Estados Unidos es el único factor al que le dedica algo más que desdén, quizá porque los diarios ataques de Trump contra México hacen imposible ignorar esta amenaza externa. 

Esto, que sería inaceptable en cualquier candidato presidencial, es aún más problemático en alguien a quien muchos de sus seguidores insisten en definir como “de izquierda”. Parte de la explicación es que, mientras otros miembros de su misma generación estaban marchando en las calles en favor de la revolución cubana y los movimientos armados de otros países latinoamericanos, López Obrador estaba en el PRI. Ello le ahorró los peores excesos del internacionalismo o latinoamericanismo de izquierda en los años 70 y 80: el culto al Che y Fidel, la vocación militarista y antidemocrática de los militantes clandestinos, etcétera. Pero también lo privó de una visión estructural sobre los problemas de atraso y dependencia en América Latina y de la comunidad de intereses con otros países de la región. 

Como sea, aun dentro del PRI, AMLO pudo haberse sido expuesto a la pretensión de liderazgo latinoamericano que animaba al viejo régimen, la cual vivió algunos de sus mejores momentos en los años del Grupo Contadora y las iniciativas de paz para Centroamérica. Nada de eso ocurrió, y el tres veces candidato creció políticamente con una visión de túnel entre el Río Bravo y el Suchiate. 

Ricardo Anaya y José Antonio Meade sabían perfectamente que AMLO pelearía en patio ajeno y lo buscaron capitalizar de diferentes medios en el debate de anoche.  A cuarenta días de la elección, Meade se convirtió finalmente en el candidato que le habría gustado ser. Como excanciller, se notaba su dominio de los temas y datos. Su estrategia fue posicionarse como el candidato del sentido común, en cuestiones como el aumento salarial en el marco de la renegociación del TLCAN, la protección a los migrantes en Estados Unidos y la cooperación con América Central. Sin embargo, Meade llegaba derrotado de antemano por su cercanía con el presidente Peña Nieto, el papelón de la visita de Trump en 2016 y la idea de la continuidad.

Anaya se tomó en serio su video practicando box en camisa y llegó al debate con un claro ánimo pugilístico. Empezó tirando jabs y cuando se dio cuenta de que AMLO caía en la provocación, se lanzó a buscar el knock-out. Como este no llegó, la decisión quedó dividida. Hay quienes vieron a Anaya hostigar con verdades a medias (las cifras de financiamiento público en la Ciudad de México durante la gestión del tabasqueño), invadir físicamente el espacio de su rival y perderse en los ataques. Hay quienes vieron al López Obrador que siempre han visto: una persona de piel muy delgada que cayó muy bajo con su chiste de la cartera, los apodos y los francos insultos al candidato del Frente, cuando este simplemente le estaba mostrando la realidad en su cara. 

En mi opinión, cualquiera de las dos estrategias, la de Meade y la de Anaya, habría dado cuenta de López Obrador en un debate uno a uno. Tanto un tecnócrata moderado y estilista como un golpeador certero y disciplinado habría bastado para enviar a AMLO a la lona, dada su pobreza de propuestas y su franco desconocimiento de muchos temas de política exterior. 

Sin embargo, las dos estrategias juntas se diluyeron mutuamente y le permitieron al candidato de Morena salir inmune cuando propuso lo que en otros tiempos habría sido un escándalo en la izquierda: revivir la Alianza para el Progreso. Como algunos recordarán, la Alianza para el Progreso fue la principal estrategia de la administración de John F. Kennedy para contener la influencia de la revolución cubana en América Latina. A pesar de sus buenas intenciones, la Alianza fracasó debido a que el financiamiento de los programas quedó exclusivamente en manos de fundaciones, empresas y políticos estadounidenses, y porque muchos de los fondos terminaron en las cuentas bancarias de funcionarios de la región, sin que el progreso prometido se materializara.

No todos los saldos de este debate fueron negativos. La presencia del Bronco ha sido muy esclarecedora. Si bien AMLO comparte con Trump la lógica de la polarización extrema, recurso por excelencia del populismo descrito por Laclau, es el Bronco el que tiene más similitudes con el presidente de Estados Unidos, entre ellas la más sobresaliente: la orgullosa exhibición de la ignorancia. El culto a la tontería le ganó a Trump una elección en Estados Unidos. En México, solo le ha permitido al Bronco alcanzar un magro 2% de apoyo electoral. Hay esperanza.

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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