(No proporcionaré ninguna cita en este artículo porque no se trata de un texto académico. Además, como el tema es inmenso y se ha escrito sobre él desde muchos ángulos, cualquier cita simplemente planteará la pregunta de por qué se citó a esos autores y no a otros. Se trata, pues, de una mera opinión personal y, como sabemos, los individuos no importan. )
Las élites intelectuales de Europa del Este tienen dos problemas. Son: el nacionalismo y el provincianismo.
Para entender los nacionalismos (en plural) de las élites de Europa del Este hay que echar un vistazo a la historia reciente. Por “reciente” me refiero a los últimos dos o tres siglos. Europa del Este fue terreno de competencia imperial. Los imperios solían absorber con éxito a las élites nacionales, pero con el aumento de la alfabetización, la urbanización y la mayor proporción de intelectuales en las poblaciones locales, las élites pasaron a definir la “nación”. Es una tendencia que formaba parte del movimiento romántico paneuropeo. Las élites intelectuales empezaron estudiando las costumbres locales, la poesía, las danzas folclóricas, luego se orientaron hacia la codificación y estandarización de las lenguas, y pasaron a las reivindicaciones de autodeterminación nacional. Dependiendo del imperio del que formaran parte, el nacionalismo de las élites era antirruso, antiotomano, antiaustríaco o antialemán. En algunos casos (como Polonia) se dirigía simultáneamente contra los tres.
El nacionalismo está detrás todas las rebeliones del siglo XIX: La serbia, la griega y más tarde la búlgara y la albanesa contra los otomanos, la polaca contra el Imperio ruso, la croata contra los húngaros, la húngara contra los austriacos.
Tras el Tratado de Paz de Versalles, parecía que los objetivos de las élites se habían cumplido: cuatro potencias imperiales se desintegraban. Pero fue un éxito ilusorio para las élites nacionalistas, cuyo objetivo siempre fue incluir al 100% de su nacionalidad (que a su vez podía estar definida de forma amplia) dentro de sus fronteras, aunque ello supusiera incluir a otros pueblos que, a su vez, querían incluir al 100% de su nacionalidad dentro de sus propias fronteras. Así, tras el fin de los imperios se produjeron conflictos inter-nacionales en países que estaban compuestos por varias nacionalidades (el Reino de Yugoslavia, y Checoslovaquia) o contenían minorías significativas (Polonia y Rumanía); o se quedaron con el sentimiento de privación nacional precisamente porque incluían dentro de sus fronteras mucho menos del 100% de su nacionalidad (Hungría).
Dichas élites estaban ideológicamente muy próximas al fascismo y no es extraño que el apoyo del que gozaban los nazis en Europa del Este fuera significativo, y los lugares en los que no gozaban de apoyo eran los países en los que los nazis planeaban destruir a las élites locales. De ahí que las élites tuvieran que volverse contra ellos.
En todos los casos, las élites nacionalistas buscaron el apoyo occidental. A veces lo recibieron, como cuando las principales potencias occidentales (Reino Unido y Francia) tenían interés en desmembrar los imperios (a partir de 1916 con respecto a Austria-Hungría), o cuando intentaban contenerlos por motivos ideológicos (como con la Unión Soviética), o por razones puramente militares (Francia con respecto a Alemania entre las dos guerras mundiales). En otros casos, el apoyo no llegó y los países fueron traficados por las grandes potencias en Versalles y Yalta. Pero eso no impidió que las élites se creyeran defensoras de la “civilización occidental”. Dependiendo de las condiciones, la defendieron (o “defendieron”) contra el comunismo, el asiatismo ruso, los otomanos turcos o contra quienquiera que la intelectualidad nacionalista considerara menos avanzado culturalmente que ellos mismos y su propia nación.
El dominio comunista que llegó a muchos países con el ejército soviético hizo que el nacionalismo pasara a la clandestinidad. Sus expresiones ya no se toleraban. Pero siguió existiendo, y a medida que el dominio comunista se aflojaba y su fracaso económico se hacía más evidente, las “aguas” subterráneas del nacionalismo crecieron hasta convertirse en un torrente. Ese torrente se llevó todo por delante en las revoluciones de 1989-90. Las revoluciones fueron autointerpretadas por los participantes y las élites occidentales como la revolución del liberalismo. En realidad, eran revoluciones de nacionalismo y autodeterminación dirigidas contra una potencia imperial, la Unión Soviética (identificada con Rusia). Dado que las revoluciones de 1989-90 contaron de repente con un amplio apoyo popular, fue fácil proclamarlas como revoluciones de la democracia y no del nacionalismo. Eso fue especialmente fácil en los países sin minorías étnicas ni “otros”. Pero donde no fue así, desembocó en conflictos violentos: en la disolución de Yugoslavia y de la Unión Soviética. Su capítulo actual, y el más sangriento, se está escribiendo ahora en la guerra entre los dos Estados sucesores más importantes de la URSS: el conflicto que ya se temía en la época de los Acuerdos de Belovezha, pero que se esperaba evitar de algún modo.
Los nacionalismos de Europa del Este siempre se definen a sí mismos como “emancipadores” y “liberales” cuando tratan con potencias más fuertes, mientras que, una vez en el poder, con respecto a los más débiles o menos numerosos, se comportan de forma imperial, reproduciendo los mismos rasgos que critican en los demás.
No es sorprendente que el nacionalismo vaya acompañado de provincianismo. Cuando nació el nacionalismo de Europa del Este en su versión moderna, solo le interesaba el equilibrio de poder europeo, porque entonces Europa (occidental) dominaba el mundo y escribía las reglas. Durante el periodo comunista, el interés y la obediencia se extendieron de Europa occidental a Estados Unidos. Estados Unidos siempre fue más atractivo para los nacionalistas de Europa del Este que las potencias europeas porque estaba más lejos y no tenía históricamente ningún interés particular ni reivindicaciones sobre Europa del Este. Para los estadounidenses, Europa del Este solo existía como proveedora de mano de obra inmigrante barata. Así pues, por razones de desinterés histórico estadounidense, su peso económico y político y su papel antagónico frente a la Unión Soviética, Estados Unidos se convirtió en un aliado ideal.
Esto iba de la mano de la ignorancia del resto del mundo. Para las élites intelectuales de Europa del Este, la descolonización, la guerra de Vietnam, Mossadegh, Allende, Mao y el ascenso de China, la no alineación india, el G77, Bandung nunca sucedieron. El nivel de desinterés de unos dos tercios del mundo, y a veces de arrogancia, se vio en los últimos treinta años exacerbado por la pertenencia a la Unión Europea, que dio a las élites, que siempre padecieron un complejo de inferioridad, la sensación de pertenecer por fin a Occidente. Como en las maquetas de los mapas del mundo que publica The New Yorker, donde el resto del mundo, visto desde Manhattan, se reduce a un punto microscópico, para las élites intelectuales de Europa del Este el mundo sólo existe al noroeste de donde ellos viven.
Este patrón particular de pensamiento de las élites abre un problema posiblemente irresoluble para la élite intelectual rusa. Comparte, gracias a su anticomunismo y a pesar de sus antecedentes imperiales, muchos de los rasgos de las élites de Europa del Este. Pero como estas últimas son antirrusas, ambas no pueden coexistir en armonía. La élite prooccidental rusa se encuentra en tierra de nadie. No puede encontrar ninguna simpatía entre las élites de Europa del Este, ni tampoco entre las élites occidentales porque éstas apoyan a Europa del Este. Dado que el nacionalismo y el odio al otro son los principales componentes de la visión del mundo de las élites de Europa del Este, la única forma de que la élite liberal rusa sea aceptada como «occidental» consiste en odiar a alguien más oriental que ellos. Y no hay nadie así.
La élite rusa se encuentra así intelectualmente (y en términos de simpatía) aislada. Pueden proferir banales puntos de liberalismo, pero nadie les cree. O pueden, como muchos parecen estar haciendo, volver al imperialismo e inventar una ficción de euro-asianismo que les dé un lugar especial en el mundo en el que no necesiten la aprobación de las élites occidentales y de Europa del Este. En cualquiera de los dos casos, el resultado es nefasto.
Traducción del inglés de Ricardo Dudda.
Publicado originalmente en el blog del autor.
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).