Daniel Gascón

Las noticias en la era del posperiodismo

La objetividad de la cobertura informativa ha dejado de ser un fin para muchos medios mainstream. Eso implica la muerte del buen periodismo.
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Antes me enfadaba cuando leía el periódico por las debilidades de políticos y bribones de otras profesiones que describía, o por cosas como leyes destinadas a impedir que las mujeres pudieran abortar. En otras palabras, no me gustaban las malas noticias, pero tenía que leerlas de todos modos. Hay que estar informado.

Ahora, sin embargo, me enfado por otra razón: el sesgo ideológico de cada fuente de noticias que leo, sea de derecha o de izquierda. De hecho, no conozco una sola fuente de noticias cuyo sesgo no sea visible. A la izquierda tenemos HuffPost, uno de los ejemplos más indignantes, pero también el New York Times y el Washington Post, que se han vuelto completamente woke. Incluso en la sección de opinión es difícil encontrar un columnista conservador (¿recuerdas que despidieron al director de opinión del NYT porque permitió que se publicara un artículo del senador Tom Cotton?). La derecha es aún peor, con sitios como Breitbart o The Daily Wire, que tienen un enfoque absolutamente predecible en todo. Me dicen que el Wall Street Journal tiene una sección de noticias muy buena, pero editorialmente está muy a la derecha, y no estoy seguro de querer suscribirme a un periódico así.

Supongo que lo que me gustaría es un periódico cuyas noticias fueran objetivas, no ideológicamente sesgadas en el tono y los asuntos que escoge cubrir, y cuya sección de opinión me hiciera pensar: me desafiara con opiniones heterodoxas contrarias a las mías, o al menos, si fuese de izquierda, que tuviera enfoques meditados e impredecibles. No conozco un periódico así. Leo algunos blogs de Substack como los de Andrew Sullivan y Bari Weiss, porque a veces me sorprenden, pero también son meditados, incluso cuando no esté de acuerdo. No sustituyen a las noticias. Son un comentario de las noticias.

En otras palabras, la situación de las noticias es muy mala. La tesis del artículo que ha publicado en City Journal Martin Gurri es que los medios mainstream (MSM para los cognoscenti, según las siglas en inglés) han entrado una fase posperiodística en la que la objetividad de la cobertura informativa ha dejado de ser un fin. Ese objetivo ha sido sustituido, argumenta Gurri, por un periodismo que satisface a una audiencia de nicho, espera que esta vuelva si la asusta y no finge una cobertura imparcial. Así me parece que son el WaPo y el NYT.

Gurri es un exempleado de la CIA y ahora es analista de medios, y el City Journal lo publica el conservador Manhattan Institute for Policy Research, pero esa no es razón para desdeñar el argumento de Gurri. (Por cierto, me irrita de verdad cuando la gente descarta un argumento solo porque viene de una parte del espectro político, o si el escritor ha dicho una o unas cuantas cosas equivocadas o estúpidas en otro lugar. No hagas eso en esta web, donde intentamos ceñirnos a los argumentos y no los rechazamos porque vengan de tal o cual persona o ideología. Los científicos discuten sobre los datos y sus significados, y no se preocupan por la ideología de sus oponentes.)

Pero me voy del tema. Hay muchas cosas en las que coincido con Gurri, y citaré unos fragmentos. En los comentarios se pueden discutir sus argumentos, al igual que señalarme qué fuentes de noticias me podrían gustar más.

Gurri escribe sobre todo acerca del Times, pero sus argumentos se pueden aplicar a cualquier periódico sesgado. Esta es su definición del periodismo “posperiodístico”:

Guiadas por el New York Times, unas cuantas marcas prominentes se trasladaron a un modelo que buscaba obtener ingresos de suscriptores digitales a los que atraía al otro lado de un muro de pago. Este enfoque tenía sus riesgos. La cantidad de información en el mundo era, en términos prácticos, infinita. Como la oferta superaba con creces la demanda, ahora las noticias buscaban al lector, en vez de al revés. Hoy, nadie que tenga menos de 85 años buscaría las noticias en un periódico. En esas circunstancias, ¿qué bien se podía poner a la venta?

En la campaña presidencial de 2016, el Times tropezó con una posible respuesta. Implica un desgarrador giro desde un periodismo de los hechos a un “posperiodismo” de opinión –un término acuñado, en su libro de ese título, por el estudioso de los medios Andrey Mir. En vez de noticias, el periódico empezó a vender lo que era, en realidad, una agenda, a una congregación de almas de mentalidad similar. El posperiodismo “mezcla las intenciones ideológicas abiertas con una oculta necesidad empresarial para sobrevivir”, observa Mir. El nuevo modelo de negocio requería un nuevo tipo de información. Su lenguaje buscaba modificar la polarización y la amenaza: los periodistas debían “asustar a la audiencia para que donara”. En juego estaba la supervivencia en la tormenta digital.

El experimento resultó polémico. Provocó un melodrama en torno a los criterios en el Times, con un conflicto entre jóvenes reporteros radicales y aturdidos editores de mediana edad. En un crisol de proclamas, disputas y reuniones, los requisitos del periódico como institución chocaban con el llamamiento posperiodístico a una lucha explícita contra la injusticia.

El campo de batalla era el tratamiento de la raza y el racismo en Estados Unidos. Pero la historia empezaba, como en apariencia debía hacer, con un personaje ineludible: Donald Trump…

Trump, por supuesto, era la pesadilla que había vendido paletadas de suscripciones al New York Times y otras publicaciones de izquierda (no sé en la derecha). Y Gurri data el cambio en el periodismo en un artículo del NYT de 2016 que más o menos declaraba que sesgar las noticias era comprensible, si no correcto:

En agosto de 2016, mientras la carrera presidencial avanzaba sórdidamente, el New York Times publicó un texto sobre la forma en que sería cubierta. El periódico declaraba que la prevalencia de la opinión mediática era un hecho irresistible, como el tiempo. O, como expresó Jim Rutenberg en un destacado artículo de primera página: “Si consideras la presidencia de Trump como algo potencialmente peligroso, tus artículos van a reflejar eso”. Se descartaba la objetividad en beneficio de una actitud “opositora”. No era un artículo de opinión contra Trump. Era una necrología de los valores de una era perdida. Rutenberg, que escribía de medios, había firmado un informe factual sobre la muerte del periodismo factual: el tipo de paradoja que se encuentra a menudo en las borrosas categorías del posperiodismo.

El artículo abordaba el tenso asunto de la raza y el racismo. Los opositores de Trump dan su racismo por sentado: le acusan de apelar a los peores instintos del público estadounidense, y quienes desean debatir el asunto caen de inmediato bajo la sospecha de ser ellos mismos racistas. El dilema, por tanto, no giraba en torno a si Trump era racista (eso era un hecho) o por qué aireaba sus ideas racistas (era un demagogo peligroso) sino, más bien, cómo informar de su racismo bajo las restricciones del periodismo comercial. En cuanto se sacrificaba la objetividad, se abría un campo inmenso de posibilidades subjetivas. Una idea del periodista como árbitro de la justicia racial no tardaría en dividir las generaciones de la redacción del New York Times.

Rutenberg expresó su opinión a través de preguntas hipotéticas-retóricas que, a veces, se acercaban a la sátira: “Si eres un periodista en activo y crees que Donald J. Trump es un demagogo que favorece las peores tendencias racistas y nacionalistas del país, que adula a dictadores antiestadounidenses y que sería peligroso que controlara los códigos nucleares de Estados Unidos, ¿cómo demonios se supone que debería cubrirle?” Rutenberg asumía que los “periodistas en activo” tienen la misma opinión de Trump; eso no se percibía como problemático. Una segunda asunción tenía que ver con la inteligencia de los lectores: no se podía contar con que procesaran los hechos. La respuesta a la pregunta cargada de Rutenberg, por tanto, solo podía ser: “desecha el periodismo estadounidense de manual que has usado el último medio siglo” y salta vigorosamente hacia el activismo. No se podía cubrir a Trump de manera segura; había que oponerse a él.

La parte de asumir que los lectores eran tontos es cierta: ¿qué periódico no tiene artículos cuyos titulares son: “X: esto es lo que necesitas saber”.

Gurri ofrece una sucinta historia del descenso el Times en el posperiodismo, exacerbada, afirma, por el fracaso del medio y de Mueller de destapar gran cosa sobre Trump y sus socios en el asunto del “Russiagate”. Aunque parecía un fracaso de la cobertura del periódico, daba muchos clics –y dinero:

Pero lo que parecía un fracaso periodístico era, de hecho, un asombroso éxito posperiodístico. El objetivo del posperiodismo era no representar nunca la realidad o informar al público sino producir en los lectores el suficiente fervor político como para que quisieran franquear el muro de pago en apoyo de la causa. Esto era ideología en cifras, y las cifras eran asombrosas. Las suscripciones digitales al New York Times, que se habían estancado, casi se doblaron el primer año de la presidencia de Trump. En agosto de 2020, el periódico tenía 6 millones de suscriptores digitales: seis veces más que el día de las elecciones de 2016 y una cifra más alta que cualquier periódico. La historia de la colusión rusa, aunque se refutó de manera objetiva, se había validado subjetivamente, con el crecimiento de la congregación de los fieles que pagaban.

Esto llevó a dos debates en vídeo entre el personal más joven del medio y los editores, el primero de ellos el editor ejecutivo Dean Baquet, que es negro. La primera reunión se celebró en agosto de 2019, y trataba de cómo se debía cubrir a Trump, y si había que referirse a él como racista en la sección de las noticias. Ya, nota con perspicacia Gurri, Twitter había empezado a ser un editor del periódico y sigue siendo así. El futuro del periódico fue descrito por un joven empleado en esa reunión:

Si Trump mentía o hacía declaraciones racistas, los periodistas tenían un deber moral de denunciarlo como mentiroso y racista. El principio era absoluto y se extendía a todos los temas. Como, señaló uno, “el racismo y el supremacismo blanco” habían sido “más o menos la fundación de este país”, las consecuencias debían señalarse explícitamente. “Me parece que el racismo está por todas partes”, afirmó. “Debería considerarse en nuestra información científica, en nuestra información cultural, en nuestra información nacional”.

Y así fue. Ya lo ejemplificaba el proyecto 1619, que no era realmente periodismo –y tampoco historia– sino un intento por parte de un periódico de inclinar las mentes de los estadounidenses y sus hijos (se utiliza en el currículum escolar) hacia una ideología específica.

También llevó a la debacle que provocó la segunda reunión: la publicación en el NYT del artículo de Tom Cotton, “Enviemos a las tropas”, que defendía que debía enviarse al ejército para detener la violencia cuando hubiera manifestaciones descontroladas (se refería a los problemas raciales). Era una opinión compartida por la mayoría de los estadounidenses, pero los jóvenes periodistas del Times argumentaban que el artículo de Cotton los había herido e incluso puesto en peligro. Eso, por supuesto, era ridículo, pero también decretó el final de las piezas de opinión verdaderamente conservadoras en el periódico. Si miras el periódico ahora verás a Ross Douthat escupiendo un poco de floja cerveza conservadora y criticando a Trump, pero nunca volverás a ver un artículo como el de Cotton. (El artículo de Cotton ahora está adornado de advertencias y explicaciones insertadas por el periódico, y nunca se publicó en la edición impresa.)

Gurri:

El día después de que se publicara el artículo de Cotton, los empleados del Times enviaron una carta a quienes tenían poder decisión en el Times, expresando su “profunda preocupación” por el texto. Este documento señaló la culminación lógica del proceso que el artículo de Rutenberg había empezado cuatro años antes. La objetividad ahora estaba desechada y la cuestión era qué voluntad subjetiva debía controlar la agenda informativa.

Los autores de la carta partían de una serie de llamativas presuposiciones. En primer lugar, el telón de fondo era una lucha apocalíptica entre el bien y el mal, una historia “que no tiene un precedente directo en nuestras vidas”. Estaba en juego el lugar del New York Times en esa lucha. En segundo lugar, algunas opiniones eran peligrosas. Físicamente. La opinión de Cotton entraba en esa categoría. “La decisión de presentar su punto de vista sin contexto añadido deja a miembros del público estadounidense […] en posición vulnerable para sufrir daños”, y pone en peligro “la capacidad de nuestros reporteros de trabajar de forma segura y efectiva”. En tercer lugar, el deber del periódico era menos informar que proteger a esos lectores “vulnerables” de las opiniones dañinas. Al permitir que Cotton entrase en la tienda, el Times había fallado a sus lectores.

Esa era la esencia del posperiodismo: “protección” informativa –polarización– vendida como un bien. La objetividad se había desmoronado ante el peligroso Trump. Sobre la cuestión de quién decidía el peligro de un artículo cualquiera, los rebeldes de la redacción presentaron amplias exigencias. Los futuros artículos de opinión debían ser revisados “por todo el personal diverso antes de publicarse”, y se debía invitar a los vectores “a expresarse”. Los jóvenes reporteros pensaban que ellos tenían una mejor idea de lo que querían sus lectores que los mayores. Teniendo en cuenta la divisoria generacional en las redes sociales, esto era casi sin duda cierto.

Todo eso parece bastante cierto. En lo que no coincido con Gurri es en su pronóstico. Él piensa que el camino por el que fue el Times llegará a un callejón sin salida, porque la joven generación que, en general, controla lo que publica el periódico a base de quejarse en Twitter no es la de sus principales consumidores. Gurri cree que esto es insostenible, pero no se da cuenta de que los escritores del Times son de una generación que no lo lee, y los escritores, así como las redes sociales, guiarán la dirección del Times. Yo no veo nada que vaya a detener esta tendencia, y por eso creo que lo woke aumentará con Biden. ¿Qué puede detenerlo ahora que incluso el centroizquierda se ha rendido ante la Cultura de la Indignación, por temor a las acusaciones de racismo? Pero terminaré con la predicción de Gurri:

Las revoluciones tienden a la radicalización. Lo mismo ocurre con las turbas de las redes sociales: se hacen cada vez más extremas hasta explotar. Pero el New York Times no es ninguna de esas cosas: es una empresa, y ahora su modelo de negocio es el posperiodismo. La exigencia de claridad moral, que impulsan aquellos que son los dueños de la verdad, debe parecerse cada vez más a una búsqueda de un conformismo radical; pero por razones no ideológicas esa exigencia no puede permitirse dejar muy atrás la opinión del suscriptor. La radicalización debe buscar un equilibrio con el resultado.

La paradoja final del posperiodismo es que la generación que tiene más posibilidades de compartir la actitud moralista de los rebeldes de la redacción es la que menos posibilidades tiene de leer un periódico. Andrey Mir, que definió el concepto por primera vez, ve el posperiodismo como una apuesta desesperada, condenada al fracaso a causa de la demografía. Para los periódicos y sus múltiples formas artísticas desarrolladas a lo largo de cuatrocientos años, escribe Mir, la colisión con el tsunami digital nunca iba a ser un desafío que superar sino más bien un “acontecimiento del nivel de una extinción”.

Bueno, lo que morirá es el buen periodismo, el tipo de periodismo que practicaba el “buen y gris Times”. Lo que no morirán son las webs noticiosas en sí. Al menos por un tiempo. Y la cosa más valiosa que se extinguirá es la objetividad, el pulso vital de una democracia en la que se supone que los ciudadanos deben decidir por sí mismos.

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Este artículo apareció originalmente en el blog del autor, Why evolution is true.

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