Cuando tu trabajo es redactar discursos presidenciales, siempre tienes en mente que, a cualquier hora y sin previo aviso, una catástrofe puede exigir la elaboración de un mensaje a la nación que será histórico. Esta idea no solo es el resultado de haber visto demasiadas temporadas de The West Wing o películas como Independence Day o Thirteen Days. La realidad es que las crisis son momentos que exigen un discurso de parte del liderazgo político nacional que unifique y conforte a la nación en su dolor, le permita comenzar a entender qué ocurrió, y le brinde seguridad y certidumbre de que las instituciones del Estado están ahí para proteger al pueblo y tienen la capacidad de evitar que la tragedia se repita.
Los estudiosos de la retórica presidencial estadounidense dicen, con razón, que en los discursos posteriores a una tragedia, el Jefe de Estado “asume un rol sacerdotal, para darle sentido a la catástrofe y transformarla de un acto de destrucción, en un símbolo de la fortaleza nacional”[1]. Ese fue precisamente el caso de George W. Bush después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001.
Quienes vivíamos en Estados Unidos en esa fecha, fuimos testigos directos de la profunda crisis de una sociedad que perdió violentamente una de las creencias más importantes para su identidad: que su enorme poderío militar aseguraba que nunca serían atacados por un enemigo externo en su propio territorio, y mucho menos que alguien tendría la capacidad de tomarlos por sorpresa y destruir sus símbolos nacionales sin que ellos pudieran hacer nada. Ese mito cayó junto con las Torres Gemelas y su efecto en la psique estadounidense fue tan grave que los llevó a librar una guerra sin enemigo y sin victoria durante más de una década.
Si hacemos a un lado todo lo que ocurrió después y nos ubicamos en ese momento, coincidiremos en que el 11 de septiembre de 2001 exigía que George W. Bush se comunicara a través del discurso con un pueblo sumido en el pasmo, el dolor y el miedo. En su primer mensaje a la nación, la misma noche del 11 de septiembre, Bush envió un mensaje que cumple cabalmente con las reglas del discurso en una crisis al explicar al pueblo estadounidense:
- Qué había ocurrido: “Hoy, nuestros conciudadanos, nuestra forma de vida, nuestra propia libertad, se vieron bajo ataque en una serie de actos terroristas deliberados y mortales”.
- Por qué había ocurrido: “Estados Unidos fue atacado porque somos el más brillante faro de libertad y oportunidades en el mundo”.
- Cuál había sido la respuesta del Estado ante la crisis: “Inmediatamente después del primer ataque, implementé los planes de respuesta a emergencias del gobierno. Nuestro ejército es poderoso y está preparado. Nuestros equipos de emergencia están trabajando en Nueva York y Washington para ayudar a los esfuerzos locales de rescate.”
- Que la gente es la prioridad del gobierno. “Nuestra prioridad es ayudar a aquellos que han resultado heridos y tomar todas las precauciones para proteger a nuestros ciudadanos aquí y en el mundo de futuros ataques”.
- Que el Estado y el país siguen funcionando: “Las funciones del gobierno continúan sin interrupción. Las agencias federales en Washington que fueron evacuadas hoy están reabriendo para el personal esencial esta misma noche y conducirán sus asuntos normalmente el día de mañana. Nuestras instituciones financieras están fuertes y la economía estadounidense reabrirá mañana también”.
- Qué se va a hacer para castigar a los culpables: “La búsqueda de quienes están detrás de estos actos del mal ha iniciado. No haremos distinción entre los terroristas que cometieron estos actos y aquellos que los protegen”.
- Un mensaje de empatía con el dolor: “Hoy, les pido sus plegarias para todos los que sufren, para los niños cuyos mundos han sido destruidos, para todos aquellos que han visto amenazada su seguridad. Rezo para que sean confortados por un poder más grande que cualquiera de nosotros y que habló en el Salmo 23: “Aún cuando pase por el valle de la sombra de la muerte, no temo ningún mal porque Tú estás conmigo”.
- Un llamado a la acción: “Este es un día en el que los estadounidenses de todos los ambitos nos unimos en nuestra resolución para hallar justicia y paz. Estados Unidos ha derrotado enemigos antes, y lo haremos ahora. Nadie olvidará este día, mientras avanzamos para defender la libertad y todo lo que es bueno y justo en nuestro mundo”.
Dos días después, en su discurso en la Catedral Nacional en Washington D.C., el presidente Bush se elevó retóricamente a niveles que pocos pensaron que podría alcanzar. Su oración fúnebre se sintonizó fielmente con el sentimiento de un pueblo guerrero que, en medio de la tristeza y del dolor, clamaba por justicia… y por venganza:
“Esta nación es pacífica, pero feroz cuando se provoca su ira. Este conflicto ha iniciado en los tiempos y términos de otros. Terminará en la forma y la hora que nosotros elijamos.”
En esa oración fúnebre, Bush también cumplió su rol de “sacerdote en jefe”, elevando moralmente a los héroes anónimos y a las víctimas:
“Esos son los nombres de mujeres y hombres que iniciaron su día en un escritorio o en un aeropuerto, ocupados con la vida. Son los nombres de la gente que enfrentó a la muerte y en sus últimos momentos llamaron a casa para decir ‘sé valiente, te amo’. Son los nombres de los pasajeros que desafiaron a sus asesinos y evitaron la muerte de otros en tierra. Son los nombres de las mujeres y hombres que usaban el uniforme de los Estados Unidos y murieron en sus puestos. Son los nombres de los rescatistas que la muerte encontró subiendo las escaleras hacia el fuego para salvar a otros.”
Bush también hace un contraste entre el enemigo y los estadounidenses, poniendo los cimientos de la hoy tan cuestionada narrativa de la “Guerra contra el Terror”:
“Nuestro país fue atacado con crueldad masiva y deliberada […] Pero el dolor y la tragedia y el odio sólo duran por un tiempo. La bondad, los recuerdos y el amor no tienen fin. […] Esta prueba nos ha recordado que los estadounidenses son generosos, amables, ingeniosos y valientes. Hemos visto nuestro carácter nacional en los rescatistas trabajando más allá del agotamiento, en las largas filas de donantes de sangre, en miles de ciudadanos que se han ofrecido para ayudar y servir de cualquier forma que sea posible.”
Finalmente, la trilogía de discursos del 9-11 concluye con el discurso del presidente Bush ante el Congreso del 20 de enero de 2001.
De acuerdo con el recuento de Robert Schlesinger[2], el presidente Bush se reunió en la Casa Blanca con su equipo de discursos y les dio instrucciones para un borrador. Los redactores lucharon contra algo que siempre pasa cuando hay un discurso importante: además de obedecer las instrucciones del presidente sobre lo que quiere decir, hay que administrar la tormenta de ideas, sugerencias, frases, párrafos e incluso propuestas de discursos enteros que aportan las figuras clave del entorno del presidente.
Siempre he dicho que el discurso de cualquier presidente es como un creme brulee en el que todos los altos funcionarios quieren meter su cuchara para quedar bien y parecer más inteligentes de lo que son. Pero en este caso histórico, las cucharas eran enormes (Cheney, Powell, Rice) y tenían buenas razones para querer meterse: el discurso era una declaración de guerra. En poco tiempo, los tres redactores principales de Bush –Gerson, Scully y McConnell– lograron combinar las ideas que les llegaron de muchos lados para ensamblar un poderoso texto que resonaría en los años por venir como la base de la “doctrina Bush” de “quien no está con Estados Unidos, está contra Estados Unidos”.
Bush enmarca la narrativa de lo sucedido, definiendo a un protagonista –el pueblo de Estados Unidos– que enfrenta a un antagonista –el odio terrorista del grupo radical islámico Al Qaeda– en una misión clara –defender la libertad y la forma de vida de los Estados Unidos.
“Hoy, somos un país que ha despertado ante el peligro y ha sido llamado para defender la libertad. Nuestro dolor se ha convertido en ira, y nuestra ira en determinación.”
Estados Unidos, afirmó Bush, se encuentra bajo ataque porque:
“ellos odian nuestras libertades, nuestra libertad de cultos, nuestra libertad de expresión, nuestar libertad para votar y reunirnos y estar en desacuerdo”.
Y la manera de combatirlos es con todo el poder económico, policial y militar de la superpotencia más grande de la historia:
“dirigiremos cada recurso a nuestro alcance, cada medio diplomático, cada herramienta de inteligencia, cada instrumento de aplicación de la ley, cada influencia financiera y cada arma de guerra que sea necesaria para derrotar a la red del terrorismo global […] “Ya sea que llevemos a nuestros enemigos ante la justicia o que la justicia caiga sobre nuestros enemigos, se hará justicia”.
Para comprender la importancia de estos discursos, vale la pena citar a Mauricio Meschoulam, cuando explica que: “la magnitud de un acto terrorista no está determinada por el tamaño del ataque, el monto de las víctimas o el daño material causado, sino por su impacto psicológico […] el terrorismo no está en el universo de lo material, sino en el mundo de la psique humana, y como tal, tiene la capacidad de resistir, mutar, adaptarse, reproducirse.”
Por eso, si entendemos al terrorismo como un poderoso acto de comunicación dirigido a alterar las mentes de su audiencia a través de imágenes de violencia extrema, alimentada por una causa que se pretende ideológica, política y moralmente superior, entenderemos por qué los discursos del 9-11 rebasaron los límites de lo político-jurídico (“el Estado castigará a los terroristas que mataron a miles de personas”) y entraron al terreno de lo religioso (“Dios está de nuestro lado”) y de la reafirmación moral del destino manifiesto del pueblo estadounidense (“triunfaremos porque somos mejores que quienes nos infligen este dolor”).
También vale la pena decir que el hecho de que un líder político conecte emocionalmente con su audiencia en una crisis grave no es algo que se deba tomar como dado, o natural. Pensemos si no en la insensibilidad y torpeza con la que el mismo presidente Bush manejó la crisis del Huracán Katrina años después. O en la manera en la que José María Aznar perdió la confianza de su pueblo por su discurso posterior a los atentados del 11-M, en el que acusó a la ETA sin pruebas, presumiblemente con fines electorales. Y qué puedo decir que no haya dicho ya en esta bitácora de la comunicación del presidente Peña Nieto luego de Ayotzinapa. Así que, lo que logró George W. Bush el 11 de septiembre y los días subsecuentes con sus discursos no es poca cosa. Es con esos anteojos con el que hoy, a quince años de distancia, propongo que leamos estos tres discursos sobre los atentados con los que históricamente dio inicio el siglo XXI, el siglo de la Guerra contra el Terrorismo.
[1] Karlyn Korhs Campbell y Kathleen Hall Jamieson (2008) “Presidents Creating the Presidency”, Chicago: The University of Chicago Press.
[2] Robert Schlesinger Jr. (2008) White House Ghosts: Presidents and Their Speechwriters. New York: Simon & Schuster.
Especialista en discurso político y manejo de crisis.