Los populismos, ¿eslabón perdido de la política contemporánea?

Pese a sus múltiples variantes, que dependen de los contextos nacionales y las tradiciones de pensamiento, hay en los populismos una misma sustancia que mezcla el personalismo autoritario con la polarización.
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Y si mi país gozaba de paz y prosperidad era porque mi pueblo, más inteligente, acaso, que otros del Continente, me había reelecto tres, cuatro –¿cuántas veces?–, sabiendo que la continuidad del poder era garantía de bienestar material y equilibrio político.
Alejo Carpentier, El recurso del método

 

Los cambios y crisis globales reactualizan hoy el debate sobre el populismo, sus variantes políticas y su relación con la democracia. Dicho fenómeno –las críticas y reivindicaciones de las identidades y agendas populistas– es extraordinariamente diverso: depende de cada contexto nacional, regional e internacional y también de las disímiles tradiciones de pensamiento. En esta nueva época, el estado de ánimo general es populista.

Adam Pzeworski ve en el populismo una suerte de espejo –gemelo ideológico, le llama– del neoliberalismo. Ambos conciben el ordenamiento social a partir de un único demiurgo –”el mercado” o “el pueblo”– fundado en la espontaneidad y el rebasamiento de las instituciones políticas. No es de extrañar, dice el profesor, que el nuevo populismo –en sus variantes de izquierda y derecha– aparezca en la escena histórica contemporánea al unísono del neoliberalismo.

((Ver Przeworski, Adam (2019) Crisis of democracy, Cambridge University Press. ))

Dentro de la taxonomía de las especies políticas, podemos identificar al populismo como un animal de fronteras, un eslabón perdido a medio camino entre la democrcia defectuosa y el autoritarismo rampante. Urbinati

((Ver Urbinati, Nadia (2019) Me the People: How Populism Transforms Democracy, Harvard University Press. ))

lo define como una transformación y forma de gobierno representativo compatible con la democracia de audiencias, pero difícilmente concretable como régimen por sí mismo. Por su parte, Rosanvallon

((Ver Rosanvallon, Pierre (2020) Le Siècle du populisme. Histoire, théorie, critique, Le Seuil, París. ))

lo concibe como una forma límite, polarizada, del proyecto democrático; la cual incluye tanto elementos de discurso, organización y cultura políticos como un (menos explorado) modo de concebir la economía.

En tal sentido, la fisiología de la política populista incubaría dentro de la anatomía del régimen democrático, desfigurando –sin suprimir– aquellos principios y mecanismos –especialmente centrados en lo electoral– que usufructúa como fuente de legitimidad. Es una forma combinatoria de pulsiones democratistas y autoritarias, dotada de una capacidad (variable) de reversibilidad y mutación.

La imagen populista de la política va asociada con el rechazo a la democracia representativa y su sustitución por una diferente, “directa”. Los partidos populistas no son antidemocráticos en el sentido de abogar por el reemplazo de las elecciones por otro método de selección de los gobernantes. Incluso cuando expresan un anhelo de un líder fuerte, las bases populistas quieren que sus líderes sean elegidos.

((Ver Przeworski, Adam (2019) Crisis of democracy, Cambridge University Press. ))

Pero sí son antiinstitucionales –y, hay que precisar, antiliberales– al rechazar el modelo convencional de democracia representativa.

((Ver Przeworski, Adam (2019) Crisis of democracy, Cambridge University Press. ))

Desde esas perspectivas, vale la pena repasar desarrollos relevantes –ideológicamente contrapuestos– relativos al fenómeno populista, capaces de revelar confluencias importantes en un modo de concebir el ejercicio del poder.

Desde la izquierda, la obra de Chantal Mouffe

((Ver Mouffe, Chantal (2018) Pour un populisme de gauche, Albin Michel, París. ))

puede ser leída a partir de dos registros. Por un lado, es atendible su propuesta de una democracia agonista, capaz de sacudir el letargo pospolítico de las poliarquías, expandiendo la agencia ciudadana allende los formatos tradicionales. Por el otro, resulta debatible la idea de un populismo de izquierda –capaz de abrir paso a un avance democrático– que esté inmunizado contra la deriva autoritaria del populismo de derecha.

Mouffe alerta que la crisis neoliberal puede derivar “hacia gobiernos más autoritarios que van a restringir la democracia y ése es el caso en que gane el populismo de derecha”. Por lo que propone defender la democracia mediante “partidos de izquierda que van a llevar una lucha contrahegemónica, a desafiar el intento neoliberal de destruir las instituciones centrales del Estado de Bienestar y la privatización de la vida social en su conjunto”. De lo que se deduce que la autora no contempla la posibilidad de que el populismo de izquierda derive en rasgos autocráticos o expropie biopolíticamente los medios de vida de su población. Al respecto –y de forma trágica– la historia reciente de Latinoamérica le ha negado la razón.

Entendiendo “a la Mouffe” al populismo como construcción de identidades sociopolíticas que articulan sujetos y demandas preteridos, aquel no es, por sí mismo, emancipador o tiránico. Entonces ¿cómo es posible que alguien decrete a priori el carácter democrático de una de sus variantes? Además, si tras reconocer, movilizar e incorporar políticamente desde arriba a los sectores excluidos, el populismo siempre deberá transitar institucionalmente a algún régimen político –de regresión autocrática o innovación democrática– ¿debemos evaluarlo por las promesas de sus pensadores, por su potencial socializador temprano o por el saldo de su obra gubernamental? Todo, sencillamente, debe probarse en la historia.

El populismo de izquierda de Mouffe es formalmente compatible con la existencia de las instituciones y derechos básicos de una república liberal de masas. También con movimientos sociales autónomos y descentralizados. Lo cierto es –como han planteado Emilio De Ipola y otros autores– que el populismo realmente existente en el siglo XXI latinoamericano –ese que inspira a la autora y que es inspirado por ella– sobredeterminó el rol del líder personalista, fomentó una visión maniquea de la sociedad e impuso lo estatal unificado sobre lo popular diverso. Fue más antagonista a lo Schmitt que agonista a lo Mouffe. Por ende, una teoría como la de esta última, ambiciosa en sus implicaciones de incidencia pública, no es cívicamente sostenible si no aporta un análisis sobre las realizaciones concretas –en los derechos humanos, las políticas públicas y el desarrollo social– de populismos como el boliviano o el venezolano, responsable este último del desplome socioeconómico, la crisis humanitaria y la deriva autocrática más graves sufridos, en tiempo de paz y pese a la abundancia petrolera, por una nación de Occidente.

Pero la defensa de los populismos no es privativa de intelectuales de izquierda, como la Mouffe. Desde posturas conservadoras, una pensadora como Chantal Delsol

((Ver Delsol, Chantal (2015) Le Populisme et les Demeurés de l’Histoire, Le Rocher, París/Mónaco. ))

propone otras lecturas, que reivindican una forma de hacer política enfrentada al consenso liberal, defendiendo a un pueblo identificado con el arraigo, las periferias sociales y territoriales, las viejas identidades y costumbres, la lealtad a la familia, la comunidad y la patria. Un pueblo ninguneado, nos dice, por una élite tecnocrática, urbana y universalista, que impone un ideal emancipatorio característico de la modernidad.

Las ideas de Delsol, quien se desmarca explícitamente de la extrema derecha fascista, tiene elementos atendibles. En primer lugar, la crítica al desprecio –sustituto falaz de la comprensión y el diálogo– con que numerosos políticos y analistas descalifican –asumiéndolo como atraso, fanatismo e idiotez– el apoyo que amplios sectores de trabajadores prestan hoy a disímiles candidatos populistas de derecha. Enseguida, su ponderación de esos mundos diversos de experiencias, necesidades y representaciones que viven en nuestras comunidades, parcialmente integradas a la sociedad de masas, capitalista y democrática. Finalmente, las críticas al costo humano que el hiperliberalismo de la globalización impone a esas personas y pueblos reacios, por situación o decisión, a montarse en los vagones de cola del tren del progreso.

Sin embargo, su confusión entre sano patriotismo y repudio al inmigrante, entre moral tradicional e intolerancia homofóbica, entre catolicismo moderno y republicanismo laico, revelan los sustratos claramente conservadores del pensamiento de Delsol, legitimación filosófica del populismo de derechas. Le Pen, Haider o los hermanos Kaczynski, enemigos todos de sociedades multiculturales y respetuosas de las minorías diversas, son presentados por la intelectual gala como demócratas incomprendidos, deseosos de defender al pueblo y de conseguir un auténtico pluralismo, hoy ahogado por una supuesta hipocresía liberal. Ahora que la Hungría de Viktor Orban ha sido calificada, tras pasar todos los umbrales de degradación democrática, como el primer régimen autocrático de la Unión Europea, vale la pena revisar la postura de Delsol respecto a ese tipo de populismo.

Resulta interesante que una intelectual postmarxista como Mouffe y otra conservadora como Delsol coincidan en su desafección respecto a elementos centrales de la democracia liberal realmente existente. Las razones de semejante confluencia pueden ser rastreadas en los elementos que definen al populismo como una ideología delgada

((Ver Mudde, Cass y Rovira, Cristóbal (2019) Populismo. Una breve introducción, Alianza Editorial, Madrid. ))

–mínima, poco elaborada, maleable– que escinde la sociedad en dos bloques antagónicos: el popular, preterido y el elitista, corrupto. El populismo requiere de hospedarse/nutrirse/articularse con otras cosmovisiones más coherentes y perdurables, como el socialismo o el conservadurismo. De tal suerte, hibridez y heterogeneidad parecen ser rasgos estables de un fenómeno esencialmente volátil como el populismo, cuya concreción como forma de concebir la política incluye un liderazgo basado en el carisma, un movimiento social heterogéneo, dependiente del líder y poco estructurado y, en ciertos casos con mayor desarrollo, un partido político, dotado de mayor coherencia ideológica y organizativa. Al combinarse, estos tres factores dan impulso a la agenda política populista, la cual puede propulsar la autocratización de un régimen político nodriza.

Las invocadas pulsiones autoritarias del populismo adquieren asidero empírico con lo que arroja un estudio reciente, realizado por una reconocida institución red de análisis político global.

((Ver Ruth–Lovell, Saskia P; Lührmann, Anna & Grahn, Sandra. Democracy and Populism: Testing a Contentious Relationship, Working Paper Series, No 91, V–Dem Institute, Gothemburg, 2019. ))

Dicho estudio revela que diversos gobiernos populistas, con independencia de su signo político, afectan raigalmente las distintas dimensiones –electoral, liberal, participativa, deliberativa e igualitaria– de la democracia. El legado desdemocratizador del populismo es compartido por sus variantes de derecha e izquierda, desmintiendo las presunciones de Delsol y Mouffe. Si usamos las herramientas de graficación de data política del proyecto V-Dem

((En este caso midiendo (https://www.v–dem.net/en/analysis/VariableGraph/) el índice multiplicativo de poliarquía, que evalúa cuan logrado está el principio electoral, que busca la responsividad y rendicion de cuenta entre lideres y ciudadanos a través de elecciones competitivas, libres y justas. ))

para en los casos de Venezuela (populismo de izquierda, devenido autoritarismo hegemónico) y Hungría (populismo de derecha, convertido en autoritarismo competitivo), las trayectorias autocratizadoras son claras.

Para ambos países, como muestra la gráfica anterior, la deriva populista ha sostenido un impacto incrementalmente negativo sobre la dimensión básica, electoral, de la democracia. Pero las otras dimensiones –participativa, liberal, deliberativa, etc– de la democracia también han sido vulneradas por gobiernos y agendas populistas. Resulta interesante, además, constatar que se trata de gobiernos con referentes ideológicos distintos: socialismo de matriz sovética –con asesoría cubana– el de Maduro, conservadurismo nativista y religioso el de Orban. Lo que no es óbice para que compartan aliados comunes –Putin, entre estos– y confluyan en una perspectiva antiliberal del orden social y político.

En materia económica, las formaciones populistas comparten ideas básicas. Si bien los de izquierda apoyan una redistribución más universalista –que incluye a viejos y nuevos trabajadores así como inmigrantes– y los de derecha son más ambivalentes –se apoyan en la pequeña burguesía y la clase obrera venida a menos– ambas alas del populismo defienden politicas proteccionistas en lo laboral y lo industrial, así como transferencias de renta a los de abajo. Si se analiza, por ejemplo, los programas del candidato del populista de izquierda Jean-Luc Mélenchon y la derechista Marine Le Pen para las elecciones presidenciales francesas de 2017, las semejanzas salen a la luz.

Las diferentes posiciones respecto a los inmigrantes separan a ambas familias populistas. Los populistas de izquierda –Podemos en España– celebran la coexistencia de múltiples culturas y repudian el racismo. Sus contrapartes de derecha –Vox– sostienen posturas de nacionalismo extremo, con tintes xenófobos. Sin embargo, esa connotación positiva del populismo de izquierda tiene anclaje regional: se trata de una identidad europea. En Latinoamérica, donde la contradicción de clase es más aguda, los liderazgos populistas de la izquierda radical –apoyados, curiosamente, por los intelectuales podemistas– han sostenido políticas lesivas de las clases medias, urbanas y segmentos mestizos y blancos identificados con la oposición “antinacional”. Reconociendo eso, es posible encontrar, en cada contexto de la geografía populista, alguna forma y actor excluible, diferenciada de las restantes.

En la dimensión cultural, los populismos fomentan versiones diferenciadas –y extremas– de la política de la identidad. A pesar de sus profundas diferencias, el racismo de los populistas de derecha y el tipo de multiculturalismo radical de algunos populismos izquierdistas, dividen a la sociedad en grupos distintos. Anclando la legitimidad política en la identidad de la etnia, el pueblo o la multitud –formas todas divergentes de las ciudadanías liberal y socialdemócrata– los populismos encumbran sus diferencias, exacerbando los desacuerdos. Dentro de sus circuitos autorreferentes y sus identidades multitudinarias e incoherentes

((Ver Hauser, Michael (2019) “El centro vacío del populismo actual: la constitución antinómica del líder populista”, Revista CIDOB d’Afers Internacionals, No. 119, Barcelona. ))

, las ideas, intereses o demandas de los opuestos son además de ilegítimas, falsas: veamos, si no, el mundo de posverdad reflejado en los medios de Orban, Putin, Erdogan y el chavismo.

El problema, pues, no es el revestimento ideológico de los populismos, sino su sustancia misma: ese coctel de personalismo autoritario y polarización schmittiana, enemigo de cualquier intento pluralista y republicano de ordenar nuestra siempre conflictiva convivencia cívica. La noción normativa de “un pueblo bueno” opuesto a una “oligarquía antinacional”, típica del discurso populista, choca con la realidad sociológica de múltiples élites y soberanías populares, que enriquecen la democracia en lugar de simplificarla o polarizarla.

 

La versión original en francés de este texto se publica en Cahiers des Amériques Latines este verano.

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es politólogo e historiador, especializado en estudio de la democracia y los autoritarismos en Latinoamérica y Rusia.


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