Marine Le Pen era la que más tenía que ganar en el debate de los dos candidatos a la segunda vuelta en las elecciones francesas. En el año 2002 Jacques Chirac no quiso debatir con Jean Marie Le Pen: no había nada que hablar con la extrema derecha. El debate no fue muy iluminador: el comentarista político de Le Monde Nicholas Chapuis ha dicho que en realidad no hubo ningún debate. Pero que se haya celebrado es un indicio más de cómo han cambiado las cosas.
Como suele ocurrir, es dudoso que la discusión, agresiva y cacofónica, produzca muchos cambios de opinión. Y aunque Emmanuel Macron, el favorito en las encuestas, se consideró el vencedor claro del debate, hace poco hemos visto cómo Donald Trump perdió tres debates presidenciales y ganó las elecciones. Posiblemente a quienes apoyan a Le Pen sus fallos no les importan mucho, y quizá para ellos algunos sean síntomas de sus virtudes, pero resultó llamativa su poca consistencia y su pobreza intelectual. Presentó pocas propuestas y fue incapaz de explicar cómo iba a realizar sus proyectos. La explicación que ofreció sobre la salida del euro –que, ha dicho Dominique Reynié, podría ser el factor decisivo en la elección, por encima a sus ideas ultraderechistas– fue disparatada. (¿En qué moneda pagaremos nuestra deuda?, preguntó Macron, sin hallar respuesta.) En el resto del debate, recurrió desde el principio al ataque personal, se equivocaba en los datos, intoxicaba con mentiras, hacía cuentas poco verosímiles y en el atasco recurría al argumento de la voluntad política. Como ha escrito Marc Bassets, repetía dos ideas generales: el reproche a Macron por la gestión de Hollande y la calificación de representante de lo que ella llama “la globalización salvaje”, al servicio de “grandes patrones” y los “intereses privados”. Empleaba una táctica de guerrilla, buscaba provocar el error. Si no le interesaba hablar de sus propuestas en detalle, esa misma tendencia a la brocha gorda le impedía realizar críticas a Macron que no fueran ad hominem.
Macron mostró un espíritu pedagógico. Pudo explicar algunos puntos de su programa -cuestiones como la prestación por desempleo y los cambios en política fiscal, las reformas que propone en la educación-, subrayar algunas ideas -la noción de una Francia abierta al mundo, la importancia de Europa- y revelar algunas contradicciones de la líder del Frente nacional. Lo mejor que se puede decir de su actuación es que no cayó en las trampas de Le Pen. No se mantuvo al margen del tono agresivo y más de una vez dejó ver su exasperación. En varias ocasiones le respondió que decía tonterías o “cualquier cosa”.
Le Pen a ratos parecía presentarse como la verdadera oposición al futuro presidente. Utilizaba tropos recalentados: la sensación de miedo ante el cambio, la idea de la pureza cultural amenazada, las apelaciones a camarillas de élites imprecisas que roban a los franceses lo que es suyo, la mención amenazadora de los extranjeros (que no se limitaba a los inmigrantes, sino que incluía a los alemanes y a los italianos), la deliberada malinterpretación de las palabras del adversario, el desdén ante los datos. Presentaba a Macron como el propagandista de la “Francia sumisa”: promueve la rendición ante la globalización, la Unión Europea, las grandes corporaciones y el fundamentalismo islámico porque, de un modo u otro, es cómplice de la globalización, la Unión Europea, las grandes corporaciones y el fundamentalismo islámico. Mostró en ocasiones su cara más obrerista, aunque no hubiera apenas referencias a la redistribución. A pesar de la operación cosmética que Le Pen ha hecho con su partido, no hacía falta investigar mucho para ver que en sus definiciones de lo que es o no es Francia, o en sus exageraciones sobre la inmigración o las alusiones a los lugares donde el Estado no llega, hay un componente nacionalista y racista.
Uno de los temas del debate era el temor: Le Pen acusó a Macron (y a todos) de utilizarlo contra ella, Macron llamó a Le Pen sacerdotisa del miedo. Algunas de las ansiedades que aprovecha Le Pen corresponden a problemas reales. Las recetas que ofrece (cuando se sabe cuáles son) son equivocadas. Pero su mentira, como escribía hace poco David Trueba, reconforta.
Otro de los temas era la cólera: como ha escrito en Libération Alain Duhamel, esta es la elección del rechazo. Dídac Gutiérrez Peris ha escrito en Letras Libres sobre la obsesión declinista de Francia, sobre un extraño pesimismo. Los cuatro principales candidatos de las elecciones se presentaban como gente que no pertenecía al sistema; los cuatro venían de un modo u otro de él: varios habían ocupado cargos ministeriales, algunos llevaban decenios en la política, Le Pen encabeza un partido que es una dinastía familiar. Macron quizá se diferencia en que tiene una visión optimista del futuro, que combina con una aspiración a la verosimilitud técnica. Aunque gane, su posición será frágil, y puede decepcionar como han hecho los dos presidentes anteriores, que llegaron con grandes promesas reformistas.
Los errores factuales, las inexactitudes, las provocaciones personales y las falsedades descaradas de Marine Le Pen pueden parecer errores, pero quizá tengan otra función: crean ruido y hacen la discusión ininteligible. Los datos o el conocimiento técnico son en el mejor de los casos opiniones como otra cualquiera. Y en el peor, instrumentos que los privilegiados sin corazón utilizan contra el pueblo. Para que el antipluralismo de la extrema derecha prospere, necesita extender primero un relativismo cínico: el que dice que todas las opciones son iguales, el que justifica la abstención.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).