A finales de marzo de 2001, luego de una larga gira nacional, una apoteósica recepción en la Ciudad de México, y una serie de pronunciamientos en el Congreso de la Unión en favor de la aprobación de la Ley de Derechos y Cultural Indígenas, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional decidió regresar a las montañas de Chiapas sin esperar el resultado del proceso legislativo. Cuando, semanas después, las dos cámaras del Congreso aprobaron una versión de la iniciativa que, en su opinión, no se ajustaba a los Acuerdos de San Andrés, los zapatistas dejaron de interactuar públicamente con las autoridades y se retiraron a construir la autonomía indígena por la vía de los hechos.
Desde entonces, cada vez que regresa a la escena política el zapatismo no logra reconectarse con los amplios sectores de la sociedad civil que acompañaron sus movilizaciones en la segunda mitad de los noventa y los primeros años del nuevo siglo. En lugar de ello, los zapatistas sólo alcanzan a entusiasmar al reducido grupo de simpatizantes que les son más fieles, y sus campañas carecen de objetivos y un enfoque preciso. Como resultado, cada vez que el zapatismo se ha aventurado más allá del ámbito geográfico y simbólico de las comunidades indígenas desde mediados de la década pasada, sus acciones se ven afectadas por una especie de torpeza táctica y una mala lectura de los tiempos políticos. La candidatura presidencial de María de Jesús Patricio es un nuevo ejemplo de ello.
En el fondo del problema está la cuestión irresuelta de la relación entre la autonomía fáctica y la institucionalidad; la tensión entre la organización comunitaria y la acción política. Esta indefinición ha estado siempre inscrita en el corazón del modelo zapatista, empezando por el hecho de que su aparición pública fue una declaración de guerra contra el Estado mexicano. Sin embargo, entre el inicio de la tregua en enero de 1994 y la Marcha del Color de la Tierra de 2001, la visión del EZLN se estabilizó a lo largo de dos ejes. Por un lado, la organización interna de las comunidades indígenas que lo integran: democracia directa, horizontalidad, búsqueda del consenso, se presentaron como el modelo a seguir en la coordinación entre los grupos y sectores de la sociedad que se integraron al movimiento. Se entendía que el proceso de articulación dentro del zapatismo civil sería una especie de escuela de la democracia que cambiaría desde abajo el sistema corporativo del PRI. Por otro lado, se aceptó la necesidad de participar en las instituciones vigentes para propiciar la transición democrática en todo el país. Los llamados a votar en 1994, así como la búsqueda de alianzas con personalidades políticas como Amado Avendaño y Cuauhtémoc Cárdenas, y la aceptación tácita de la conformación de un bloque “zapatista” entre los diputados del PRD, fueron todos ejemplos de la voluntad zapatista de encauzar una parte de su acción política hacia la institucionalidad vigente.
Esta estabilidad terminó a raíz de la aprobación de la Ley de Derechos y Cultura Indígenas en 2001. Desde entonces, el zapatismo no ha desarrollado un marco alternativo para sus interacciones con las instituciones públicas y los partidos políticos. Aunado a ello, el rechazo visceral a los procesos electorales lo ha puesto en colisión directa con varios antiguos aliados que han apostado por la vía electoral en torno a la figura de Andrés Manuel López Obrador.
Así se explican los muchos pasos en falso del EZLN desde hace 15 años, quizá ninguno tan pronunciado con la Otra Campaña de 2005-2006. Este fue un clásico ejemplo de la barrida a destiempo. Mientras buena parte de la izquierda mexicana anticipaba el elusivo triunfo en la elección presidencial de 2006, sus votantes empezaron a ver, primero con humor, luego con preocupación y finalmente con rabia, como el Sup Marcos iniciaba una suerte de performance y ego trip, saliendo de la selva en motocicleta, declarándole la guerra a los militantes del PRD, decretando la inutilidad de las elecciones justo cuando la izquierda electoral se preparaba para ganar y convocando a la “mera izquierda” a llevar a cabo una campaña alternativa.
La Otra Campaña terminó como suelen terminar ese tipo de iniciativas excluyentes desde la convocatoria: con un puñado de sectarios cuya movilización no tenía objetivos hasta que la represión de los ejidatarios de Atenco, en mayo de 2006, les proporcionó una bandera. En 2012, el Sup Marcos repitió el numerito con más pena que gloria, aunque hay que reconocerle el mérito de habernos introducido a muchos al mundo de Game of Thrones. En esa ocasión, el motivo de las apariciones era otro ajuste de cuentas con López Obrador y los restos del PRD, sin que quedara claro qué era lo que se buscaba construir.
Ahora el EZLN, en boca de su vocero Marcos-Galeano y a través de la estructura del Congreso Nacional Indígena (CNI), está llevando a cabo la mayor campaña pública en los últimos diez años. El objetivo, según se podría desprender de una larga carta aclaratoria del sup de octubre de 2016, sería visibilizar las condiciones de violencia y marginación que sufren las mujeres más pobres y, en particular las mujeres indígenas, a través de la candidatura a la presidencia de una mujer indígena, representante y vocera de un Concejo Indígena de Gobierno y, más importante aún, pasar a la ofensiva políticamente hacia un largo proceso de reorganización de las fuerzas populares.
En ese sentido, la candidatura presidencial independiente sería tan solo el instrumento para llevar a cabo la vieja propuesta, lanzada desde la Convención Nacional Democrática de agosto de 1994, de construir un amplio movimiento social. Sin embargo, la ambivalencia original hacia las instituciones políticas y el objetivo central sigue ahí. El EZLN se propone llevar a cabo una campaña electoral sabiendo “que no van a ganar porque el sistema electoral en México está hecho para beneficiar a los partidos políticos, no para la ciudadanía.” No obstante, posteriormente se aclara que el Concejo Indígena de Gobierno, del cual María de Jesús Patricio (Marichuy) es ahora la vocera, en realidad sí “se propone gobernar al país”.
Existe una evidente incomodidad ante la repetición de la campaña o contienda “simbólica”, más moral que táctica, que visibiliza los problemas sin proponer soluciones más allá de la transformación completa del sistema político mexicano. Eso se desprende del largo relato del sup acerca de cómo se gestó esta idea y cómo fue discutida en el CNI. Cualquier veterano del movimiento social sabe de la futilidad a largo plazo de este tipo de movilizaciones. Sin embargo, existe también en el zapatismo y sus aliados una profunda aversión a interactuar con otros actores políticos abiertamente involucrados en el diseño, promoción e implementación de modelos de desarrollo y políticas públicas. En el fondo, la candidatura de Marichuy corre el serio riesgo de caer en el mismo limbo de otras iniciativas zapatistas: una campaña moral más, que inicia sin objetivos y sobrevive solo si la represión gubernamental le presta una bandera temporal. A estas alturas, la situación de las mujeres indígenas de México no necesita más simbolismos.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.