Foto: Sally Hayden/SOPA Images via ZUMA Press Wire

Apuntes personales al fin de la guerra en Siria

Con la caída de Assad se cierra el capítulo más cruel e inhumano de la historia de Siria. Lo que siga dependerá de una sociedad dispuesta a no volver al autoritarismo.
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Las emociones y sentimientos habían quedado enterrados en un estado de somnolencia. Algo de ellos regresó con la toma de Alepo, luego vino el derrumbe de las primeras estatuas y el desgarre de las imágenes con los rostros de la familia en el poder y el de Soleimani, presentes en cada edificio oficial, en las plazas del planeta Assad. En unos cuantos días, ese estado se transformó en lo que no conocía. La primera imagen en mi cabeza recordó el mensaje más devastador del que tengo memoria, cuando una de mis primas avisó que al lado de nuestra sobrina cayó un misil. A ella no le sucedió mayor cosa, no así a la amiga que le acompañaba.

A la confirmación de la toma de Damasco solo pude explotar. Detesto mi dificultad para llorar, lo hace más duro cuando es incontenible. Todos los que conozco con familia o relaciones destruidas en Siria tuvimos la misma reacción.

Había perdido esperanzas sobre el fin de la dictadura. “Cayó Assad” es una frase que no creí escribir.

Al acercarse cada marzo, por demasiado tiempo, he revisado mis notas de los meses previos sobre Siria. Recuentos del horror, la desesperanza. Por el aniversario de las Primaveras árabes y de los primeros levantamientos en el país he publicado un texto que cambiaba ligeramente de título: “Apuntes personales a seis años de guerra en Siria”, a doce, a trece. No habrá catorce.

Sea lo que suceda ahora, se cerró un capítulo. El más destructivo, violento, salvaje, cruel e inhumano que no cabe en la imaginación. El de la guerra, las dictaduras del padre y sus hijos. Casi catorce años, veinticuatro de Bashar en el poder y el salvajismo de Maher, más de cincuenta del golpe de Estado de Hafez. Más de sesenta de baathismo, la corriente política a la que se debían.

Hasta hace dos semanas, el proceso de normalización de relaciones entre varios países y el régimen representó una forma perversa de su triunfo. Algunos de quienes cerraron sus misiones diplomáticas en Damasco las reabrieron, en Europa no faltaron partidarios de la idea. Gaza pareció serle útil a Bashar. En la Liga Árabe, a la que fue readmitido, se pronunció contra los crímenes de Israel y los miembros del grupo aceptaron el silencio sobre los suyos. El uso de armas químicas, el hambre y la privación de medicamentos y auxilio como arma de guerra, los empalamientos a opositores –me resisto a explicar el proceso–, la tortura sistematizada y con métodos inventados por el régimen en cárceles llenas.

Tampoco intervino directamente a favor de los territorios palestinos y trató de mantenerse a distancia, en el intento de no arriesgar su posición a pesar de tener dentro de las fronteras a las Guardias Revolucionarias de Irán o al Hezbolá. El mismo proceso fue también parte de su condena. Si había ganado, sus aliados, con preocupaciones más urgentes encima, desplazaron su atención a ellas. Al sentirse ganador, podía actuar como si su supervivencia no dependiese más de las alianzas tradicionales. Él se confió, todos asumimos que tras los primeros diez años había que asumirlo como una condición.

Siria es todavía dos países, por lo menos: el de la gente a su interior y el de las diásporas. Una tercera parte de la población vive fuera, exiliada, refugiada. A casi catorce años de guerra, las pequeñas conquistas de la oposición a su barbarie eran simbolismos que valían todo para la gente que las impulsaba, aunque no ocupasen titulares. Durante las olimpiadas de París, colectivos entre la diáspora impidieron que la delegación siria fuese encabezada por el líder de la Unión Nacional de Estudiantes, responsable de asesinar manifestantes arrojándolos vivos de los edificios universitarios en Alepo. También fue arrestado en Estados Unidos el general de brigada encargado de la cárcel de Adra, al norte de la capital. Y eso era suficiente para sentir alivio. Hasta ahora.

El año catorce no alcanzó todos sus meses.

La cárcel de Sednaya, de la que se ha escrito y consignado en casi todo el planeta, es el símbolo de lo que ocurrió. De lo que la comunidad internacional decidió ignorar a pesar de los testimonios y textos donde muchos tratamos de llamar la atención sobre las atrocidades que en ese sitio ocurrían. Al liberar a sus prisioneros, muchos corrieron sin dirección, pocos entendieron qué pasaba. Otros, encerrados desde la época del padre de Bashar, creyeron que seguía vivo. Unos más perdieron la memoria, se hundieron en la demencia. Varios niños salieron por primera vez de las paredes de acero y concreto. Ahí nacieron. Una prensa de metal destinada a convertir en hoja de papel los cuerpos de los ejecutados, para después tirar sus restos en bolsas, muestra la calidad del terror, pero también entrega pistas del ánimo en que se recibió el fin de lo interminable. Explica la euforia, el éxtasis que espero nadie en otros lugares conozca, porque implicaría que se transitó por su lado opuesto. En Sednaya, familiares de detenidos siguen buscando a los suyos. Revisan los nombres en los registros de ejecuciones. Uno a uno.

Sin reconocer ni asomarse a ese horror, supongo que se percibe extraña la apuesta en el futuro que llenó las calles de Siria y entre las diásporas desde el 7 de diciembre. Una sociedad secular, diversa en su naturaleza, con distintas minorías religiosas, aceptando la llegada de una fuerza de corte islamista.

La gente en siria no necesita explicación sobre Hayat Tahrir al-Sham, la fuerza que derrocó a Assad. El paso de su líder, al-Jolani, por el Estado Islámico y al-Qaeda es conocido por todos. Medio Oriente no admite lo binario. Ni son simples jihadistas ni son simples rebeldes. Solo el tiempo dejará saber si la oferta en su transformación de un islamismo tradicional a una aceptación de la secularidad es real y se sostiene. Los hechos aún son muy jóvenes, pero el ejercicio de gobierno en el territorio que controlaron en la región de Idlib fue pragmático, interesado en lo local, ajeno a las inquietudes globalistas de las otras organizaciones que se perciben similares. El punto de partida es ese y no otro.

Me he preguntado en estos días si es posible que el jihadismo pase por una metamorfosis a lo no sectario. No lo sé, y llevo buena parte de la vida dedicado a esta zona del mundo y a sus temas. El mínimo piso de responsabilidad obliga a reconocer que es imposible asegurar si Jolani es o no auténtico o a qué nivel y si cumplirán los suyos el compromiso que ha iniciado HTS de conducir un gobierno de transición, si los diálogos que han abierto con grupos religiosos, entre ellos alauitas y cristianos, continuará en la ruta positiva de estos días, si no buscará más adelante o contendrá las confrontaciones de las fuerzas respaldadas por Turquía con los kurdos.

Ya ocurrió la primera reunión entre el primer ministro saliente –el de Assad, que aceptó cooperar en la entrega de instituciones– y el primer ministro del gobierno encabezado por HTS, encargado ya oficialmente de la transición. En sus primeros comunicados pidió a la burocracia regresar a sus labores, reiteró que las mujeres pueden usar la vestimenta que deseen –quizá una de las mayores dudas en Occidente–, confirmó que el ataque a periodistas será castigado con prisión, declaró amnistía general para los conscriptos por el régimen.

Jolani, mientras escribo mis apuntes finales de la guerra en Siria, esperando no volver a hacerlo en el espíritu de los textos anteriores bajo otro título, ha avisado que rendirán cuentas los oficiales responsables de tortura, crímenes de guerra y asesinatos. No me atrevo a asegurar el destino de todo esto. En quien confío es en una sociedad enseñada en los abusos del autoritarismo, no dispuesta a volver a él. Insisto en ello tanto como puedo.

Siria no pasa de un gobierno a otro: atraviesa la necesidad de reinventarse, tener otra constitución, otras instituciones, otra relación entre su gente. La que se mantuvo en él por cuenta propia, la que no pudo salir, la que está volviendo. ~

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es novelista y ensayista.


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