Campañas electorales en el posbipartidismo

El tránsito al multipartidismo en España ha fomentado la polarización, una reacción esperable cuando aumenta la competencia pero también una receta para la inestabilidad política.
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Tras la quiebra del bipartidismo en 2015, algunos pensaron que la irrupción de los nuevos partidos sería pasajera. La ruptura, argumentaban, se debía al eco temporal que la crisis económica había tenido en el parlamento, y auguraban una regresión a la media, esto es, un retorno a la situación política de 2008, tan pronto como amainara la tormenta. Desde este punto de vista, los nuevos partidos serían flor de un día.

Una segunda opinión era la de quienes sostenían, amparados en las rigideces de nuestro sistema electoral, que el shock económico daría lugar a un equilibrio bipartidista nuevo, lejos aún de cristalizar, en un proceso por el que las nuevas siglas tomarían el relevo generacional de las antiguas formaciones o, al menos, de una de ellas.

Por último, un tercer grupo de analistas sostuvo, en contra del parecer de los dos primeros, que los nuevos partidos habían llegado para quedarse, pero que, lejos de acabar con PP y PSOE, Ciudadanos y Podemos habrían de coexistir con estos, añadiendo al eje ideológico un eje de competición generacional.

Tres años después hay razones para afirmar que los partidarios del tercer grupo tenían razón, y no únicamente porque los pronósticos descarten la desaparición de los ya no tan nuevos partidos, o porque se haya sumado una quinta formación a la contienda electoral.

Se han esgrimido muchas explicaciones para justificar el ascenso de unas y otras opciones políticas, pero lo cierto es que, más allá de las circunstancias económicas, políticas y regionales del momento (la descripción emic, diría un antropólogo), la fragmentación de los sistemas de partidos es un fenómeno que afecta a la mayoría de los parlamentos occidentales, desde los que ya partían de un modelo multipartidista, como Holanda, a los más emblemáticos sistemas mayoritarios. Incluso en Reino Unido, el bipartidismo por excelencia, asistimos a una inercia de escisiones en el laborismo y en los tories con el Brexit como gatillo de la atomización.

Un fenómeno tan generalizado ha de tener causas estructurales que vayan más allá de las coyunturas eventuales y dispares de cada país. Desde una óptica materialista, parece claro que los cambios tecnológicos y económicos han contribuido a la fragmentación de las clases sociales y, con ellas, de las identidades. Así, las transformaciones parlamentarias serían la consecuencia lógica de la evolución del capitalismo. Esta sería la descripción etic.

En España, el tránsito al multipartidismo ha conducido a un momento de polarización política. Es una reacción esperable cuando en el espacio electoral se introducen nuevos actores que aumentan la competencia, pero tiene externalidades sociales negativas, pues fomenta la existencia de oposiciones mutuamente excluyentes (que España ya conoció durante su primera y frustrada experiencia democrática) y es la receta para la inestabilidad política.

Las campañas electorales no constituyen un buen momento para cambiar esta tendencia y los partidos utilizan la política de vetos y pactos como arma arrojadiza. No obstante, los departamentos de comunicación de las formaciones que aspiren a gobernar harían bien en dedicar esfuerzos, una vez concluyan las campañas en marcha, a construir relatos que den la vuelta al estigma del entendimiento entre fuerzas políticas rivales. Algo así como un “orgullo veleta” que ponga el valor la capacidad de llegar a acuerdos con adversarios en aras de la gobernabilidad y en contraposición a un sectarismo que envenena la democracia liberal.

Si la crisis económica guio la primera ruptura del sistema de partidos, que se saldó en 2015 con la irrupción de un eje nuevo-viejo que se sumó al tradicional eje ideológico izquierda-derecha, y que se tradujo en el alumbramiento de Podemos y el salto nacional de Ciudadanos, la aparición ahora de VOX viene marcada por la crisis territorial de otoño del 17, que todavía arrastramos, y que ha dado lugar a la emergencia de un eje España-Cataluña.

Durante la primera parte de la legislatura que ahora agotamos, este eje dominó la política española, volcado sobre el polo de Cataluña. La activación de este polo tuvo efectos distintos sobre la intención de voto de los partidos, siendo Ciudadanos el mejor posicionado para recoger los frutos de su oposición al nacionalismo. Los intentos por contener este crecimiento desde el PP, principal damnificado por el ascenso de la formación naranja, fueron en vano: los trackings demoscópicos de Génova indicaban que cuando los populares hablaban de Cataluña, aunque fuera para endurecer su discurso, aumentaba la intención de voto de Cs.

Sin embargo, la última parte de la legislatura, especialmente desde la moción de censura, el peso a lo largo de ese eje territorial ha basculado desde el polo Cataluña hacia el polo España. En este caso, el eje territorial se superpone con las divisiones ideológicas tradicionales, izquierda-derecha, en las que el centro político se ve desdibujado. No es casualidad que los últimos meses hayan marcado el ascenso de VOX y el PSOE haya capitalizado la mayor parte del voto útil de la izquierda.

Con todo, las encuestas advierten una gran volatilidad electoral a dos meses de las elecciones generales. Eso significa que un porcentaje importante de los españoles decidirá el voto a lo largo de la campaña electoral que está a punto de dar comienzo y muchos no lo harán hasta la última semana de campaña. En este sentido, será muy importante ver si los partidos son capaces de imponer el eje y el polo de competición que les beneficia.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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