Durante varios años, a causa del oficio, me encontré repitiendo que el terrorismo es la expresión violenta y asesina de una utopía, a veces política, otras religiosa, siempre identitaria y criminal. Daesh, el Estado Islámico y al-Qaeda habían atacado en Europa con formas tan sanguinarias como crueles y, para sus propósitos, efectivas. El estado de pánico se combinó con la fragilidad en espacios poco habituados a ellos. Además de los asesinatos, la transgresión a la cotidianeidad impuso el miedo, objetivo principal y de libro de texto de estos actos.
Es obvio que las vidas perdidas en el Bataclan o en la redacción de Charlie Hebdo, entre otras de aquella ola de atentados casi una década atrás, tenían el mismo valor que las que se perdieron en atentados terroristas en India, Pakistán o Medio Oriente, pero también lo es que sus efectos eran significativamente diferentes. En parte, a razón de sus contextos, y en parte por las distintas consecuencias de unos y otros, ligadas a sus relaciones con el resto del mundo.
Charlie Hebdo ocurrió en enero de 2015. A mediados de 2016, 250 personas fueron asesinadas en Bagdad. La visión aséptica que insiste en su equivalencia o la queja sobre la falta de atención según el caso es poco realista, y aunque quizá bien intencionada, un tanto superflua. Tampoco se trata de un asunto de falsa moral. Un tipo de atentado lleva a situaciones diferentes que otro en alguna región sin tanta vinculación a la realidad general y estabilidad del planeta entero. Insisto, no importan unas víctimas más que otras: lo hacen las consecuencias.
Es difícil no pensar que el auge del nativismo europeo y el crecimiento de sus extremas derechas no tiene vinculación con la barbarie de esos años a manos de fundamentalistas islámicos.
En la primera campaña presidencial de Trump y al inicio de su mandato, el señalamiento común de terroristas a los provenientes de países sobre todo árabes entre el conjunto medio oriental se tradujo en la Orden Ejecutiva 1769, la Muslim ban, una prohibición de entrada a ciudadanos de países de mayoría musulmana. Siete centenares de viajeros fueron detenidos. Más de 60,000 visas se revocaron temporalmente. Los controles migratorios se endurecieron para quienes tenemos ciertos nombres o si se entra en los parámetros de algunos perfiles raciales.
En la misma campaña, Trump soltó una idea aún más perversa: la de los violadores mexicanos que cruzaban la frontera sur de Estados Unidos. En la cadena televisiva afín al candidato republicano, la denominación nacional incluyó Honduras, El Salvador y Guatemala, los “three Mexican countries”.
Buenas dosis de la retórica inflamada de ese primer mandato de Donald Trump han vuelto con mayor énfasis, posibilidades y riesgos, esta vez sin contenedores.
En parte de sus votantes, su equipo y en no pocas voces en México, circula con relativa aprobación el propósito de designar a cárteles mexicanos como Organizaciones Terroristas Extranjeras (FTO por sus siglas en inglés). Ojalá fuese tan sencillo.
Para Estados Unidos, el entorno es la crisis del fentanilo. En el tono limitado de la época, las críticas de este lado de la frontera a la propuesta llegan a ser consideradas, de manera dicotómica y boba, una defensa al crimen organizado. No tiene nada que ver. Hay un margen de consecuencias económicas, de seguridad, políticas y sociales sobre el que es mejor dudar antes de decantarse.
Los alcances de la designación como FTO pueden dar la impresión de utilidad, en especial frente a la clara incapacidad del Estado mexicano, pero quizá convenga reconocer que parte de lo detestable en el mundo se debe a la complacencia con la falta de profundidad de las primeras impresiones.
Es cierto que, al ser catalogadas como organizaciones terroristas, las autoridades podrán congelar los bienes de sus colaboradores estadounidenses, y estos serían perseguidos a la par de miembros de al-Qaeda, IS, Hamás y demás en una lista amplia, afectando la parte de la cadena más tolerada, la de los ciudadanos del vecino del norte que permiten su funcionamiento. Pero todo esto tiene otras implicaciones.
La primera discusión tiende a rondar en la definición del terrorismo. Es entendible la postura a favor, por los costos humanos del crimen organizado y la dificultad de intervenir a estas organizaciones, pero las razones atrás de la intención no implican la correspondencia con Daesh, Hezbolá, la red Haqqani, Sendero Luminoso, el nuevo Ejército Revolucionario Irlandés, etcétera. En cambio, banaliza la peligrosidad de estos grupos y a sus víctimas.
De cualquier forma, la semántica no es el aspecto que me preocupa en este instante. Para eso tengo Medio Oriente. Tampoco, por condiciones geográficas y políticas, la plausibilidad legal de ataques a distancia.
Cuando las acciones políticas no contemplan el conjunto de los aspectos sociales, sus efectos a mediano plazo y las consecuencias de segundos niveles, son malas políticas.
La designación de FTO permite llevar a cabo de manera regular –legal para Estados Unidos, aunque no lo sea en México– operaciones de desmantelamiento y captura de líderes criminales. ¿Quién se encarga de estabilizar las regiones al día siguiente de que eso pase? La situación actual de Sinaloa sirve de ejemplo. Pocas son las posibilidades de cooperación en estas condiciones, menos bajo la administración mexicana actual. Las afectaciones sobre nacionales no implicados no admiten menosprecio. Las consecuencias caerían sobre la población civil.
Son demasiados los componentes que el país entero ha decidido ignorar frente a la crisis de desaparición forzada que vivimos. Si un colectivo de búsqueda logra acceder a una zona donde hay indicios de localizar a alguien y el aviso provino de una facción criminal, interesada, tal vez, en afectar a otra, ese colectivo ya tendría relación con una organización al estilo del Estado Islámico.
Algo similar puede suceder con el tránsito de migrantes. Se hace política sobre la realidad, incluso si esta es lo que no debería. Es conocida la participación del crimen organizado en el traslado de migrantes. En el momento en que estos, ya sea por desesperación o coerción, les pagan a las agrupaciones delictivas con la idea de que los llevarán a su destino, ¿en qué situación quedan? Las políticas antinmigrantes anunciadas ya por el siguiente gobierno en Washington generan de nueva cuenta un ambiente conocido hacia los migrantes, hacia los ciudadanos norteamericanos de varios orígenes latinoamericanos. Ahora serían no sólo acusados de ser violadores, sino ya también de terroristas. Entre ellos hay 11 millones de mexicanos.
Antes del arresto de Marwan Barghouti, viejo líder de Fatah, en 2002, tuve que explicar en repetidas ocasiones que no teníamos ningún vínculo y que dudaba que el terrorista se hubiese cambiado solo el apellido para entrar a Estados Unidos. En la relación binacional de nuestros países, donde miles de personas atraviesan la frontera, no faltarán nuevos homónimos a quienes hacerle la vida una pesadilla. La solución no es esa. ~
es novelista y ensayista.