En la vida pública de México ocurrió una peculiaridad política. El gobierno civil ya había dado a los militares una serie de posiciones que, cuando estos buscan, lo hacen a menudo por la fuerza. Ahora, el voto popular entregó al poder lo que frecuentemente le quitan las luchas sociales cuando buscan mayor pluralidad, representación, autonomía o fortalecer el Estado de derecho.
El resultado de las elecciones ha dejado ver una secuencia de inquietudes para la salud política mexicana. La magnitud del voto a favor del oficialismo arroja una serie de avisos alrededor de la condición de los partidos de oposición, sobre el recuerdo de la hegemonía gobernante y nos coloca en el punto democráticamente más frágil en una era llena de tropiezos que inició años atrás de la alternancia y el milenio.
De ver con algo de distancia los saldos electorales, asomarían los pasos firmes de una realidad no muy atendida a pesar de riesgosa. El militarismo –si se prefiere, reducido a la presencia masiva de militares en actividades civiles–; la dominación de un partido único; el control de los poderes del Estado, sin gran separación y bajo una visión única de país; la vulneración a las estructuras de supervisión autónoma, entre otras acciones parte del proyecto político oficial, son consecuencia de la ruptura de códigos que parecían o intentaron ser comunes para todos.
Nuestra gran crisis es el resquebrajamiento de principios políticos compartidos. Todo lo demás son síntomas de ello.
¿Cómo es que los índices de violencia y control territorial en manos del crimen organizado no merecen sanción a un proyecto político por el grueso de los votantes? ¿De qué tipo de Estado hablamos si la presencia militar en actividades civiles causa escasa o ninguna alerta?, ¿por qué importa a unos y no a otros? ¿Por la misma razón no pocos vemos a un gobierno obsesionado por debilitar el sistema judicial mientras otros, los más, piensan lo opuesto? ¿Estamos en una sociedad para la que la tercera parte de los votantes somos prescindibles? Cuando las cercanías al oficialismo dicen que lo somos, ¿asumen su discurso antidemocrático? ¿Suscriben la postura quienes se decantaron por él?
Si en algún momento las luchas políticas buscaron la descentralización de poderes, ¿qué cambió para apostar por centralizar su ejercicio y querer eliminar los sistemas de control y supervisión a los gobiernos? ¿El cambio fue en la sociedad o en las élites políticas? ¿Cuál fue el proceso para que el exceso de mortandad en la pandemia no tuviese mayor impacto en los votos de la mayoría?
Ninguna oposición política seria al oficialismo podrá construirse sin hacerse esas o muchas otras preguntas similares, y hasta la democracia más rupestre necesita de una oposición.
Toda sociedad necesita compartir en mínima medida una serie de principios políticos. Cuando su entendimiento deja de ser la base entre las diferentes visiones, inquietudes, aspiraciones y valores, dejamos de lado las oportunidades de convivencia política. Se abre la puerta para el surgimiento de versiones del despotismo, de la impunidad legitimada por la mayoría, de la irresponsabilidad institucionalizada y de la dificultad para habitar un mismo espacio donde no nos une nada más que el territorio, el Estado. Eso que llamamos nación.
Lo mismo aplica para México que para Estados Unidos o cualquier país de América Latina. De igual manera para Europa, con el auge de la extrema derecha en las elecciones parlamentarias europeas de este fin de semana. El fenómeno es de época, con singularidades acorde a cada lugar.
Son expresiones análogas a la pérdida de principios políticos compartidos desde los cuales rechazamos, atendemos o prestamos atención y jerarquizamos entre elementos de la vida política ciertos inadmisibles: el maltrato a migrantes, la devastación ambiental, el ejercicio de gobierno que es incapaz de cumplir la obligación básica de seguridad, etcétera.
La política mexicana se desenvuelve en sus propias maquinarias, perfectamente domesticadas entre nosotros que las asimilamos históricamente. Esa maquinaria una vez vieja se actualizó con engranes nuevos, bien sincronizados con los conocidos. El efecto electoral de los programas sociales, la identidad reforzada por medio de una construcción retórica y el trabajo territorial de una fuerza política se combinaron con un ejercicio de reformulación de valores, ideas, juicios, increíblemente eficaz para el partido en el poder. Así, la democracia se ha estacionado en su faceta electoral, el sistema judicial se percibe únicamente a través de los jueces –y a estos el discurso mayoritario les imprime rasgos negativos, ignorando sus virtudes públicas y conceptuales– y el equilibrio de poderes es ofrecido como una abstracción sin réditos para el conjunto.
Al quedarnos con los códigos de lectura habituales, se verá en los programas sociales la razón del voto mayoritario. Si cambiamos a códigos de lectura culturales, nos daremos cuenta de que el problema es más complejo, pues enfrenta la modificación de valores con los que se evalúan y perciben las condiciones del país.
La oferta política del oficialismo consiguió imprimir sus códigos de entendimiento y acción hacia la realidad. En algunos casos, con facilidad excesiva a causa de precariedades previas.
Antes y durante la transición, el objetivo de conquista era la democracia. Había un entendido común sobre esta. Hoy el terreno es distinto y volver a esa línea, como se intentó durante la campaña electoral, se encontrará con la decisión del 60% del electorado. Otra forma de establecer la conversación política quizá sea apostar por recuperar las nociones de responsabilidad política como un valor democrático, compartido, que en este momento ha pasado a un segundo plano.
Responsabilidad política implicaría una barrera hacia la impunidad y contra la popularidad de pulsiones autoritarias. Llevaría a excluir de la conversación y a desechar los liderazgos partidistas tradicionales, evidentemente corresponsables del escenario donde nos encontramos. Obliga a pensar que en el país hay quienes formamos parte de otro porcentaje.
Sea la responsabilidad política u otro el valor a definir como elemento de cohesión para una oposición, resta preguntarnos si en este sistema, que necesita de partidos, es posible convocar a una discusión a la que estos se sumen. De ellos no puede surgir. No lo sé: espero. ~
es novelista y ensayista.